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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (35 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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No pasó ni una semana cuando sucedió eso que usted ya hace tiempo espera de mí, lector, y sin lo cual no se contenta ningún cuento decente. Yo no me sostuve en pie… Sofía Pavlovna escuchó mi declaración con indiferencia, casi fríamente, como si ya hace tiempo la esperara; sólo hizo una mueca graciosa con los labios, como queriendo decir: «¿Por qué hablar tanto de esto? ¡No entiendo!»

Veintiocho días pasaron fugazmente, como un segundo. Cuando se terminó el plazo de mi licencia yo, nostálgico, insatisfecho, me despedí de la casa de campo y de Sofía. La dueña, mientras yo hacía la maleta, estaba sentada en el diván y se enjugaba los ojitos. Yo mismo, casi llorando, la consolaba, prometiendo ir a verla a la casa de campo en las fiestas y visitar su casa en invierno en Moscú.

—Ah… ¿y cuándo, alma mía, sacaremos cuentas contigo? —recordé—. ¿Cuánto te debo?

—Alguna vez, después… —dijo sollozando.

—¿Para qué después? «Amistad con amistad y el dinerito por separado», dice el refrán, y además, yo en absoluto deseo vivir a costa tuya. No hagas melindres, Sofía. ¿Cuánto te debo?

—Ahí… una tontería… —dijo la dueña, sollozando y abriendo una gavetita de la mesa—. Podrías pagar después.

Sonia hurgó en la gavetita, sacó de ahí un papelito y me lo dio.

—¿Esta es la cuenta? —pregunté—. Bueno, excelente, excelente… (me puse los lentes). Ajustamos cuentas y bien… (recorrí la cuenta). La suma… Espera, ¿y esto qué es? La suma… ¡Pero no puede ser, Sofía! Aquí dice: «La suma es doscientos doce rublos cuarenta y cuatro kopecs». ¡Esta no es mi cuenta!

—¡Es la tuya! ¡Échale una mirada!

—Pero… ¿de dónde tanto? Por la casa de campo y la mesa veinticinco rublos. De acuerdo. Por el sirviente tres rublos. Bueno, con eso estoy de acuerdo…

—Yo no entiendo —dijo la dueña alargando las palabras y echándome una mirada asombrada, con ojos llorosos—. ¿Es posible que tú no me creas? ¡Considera este caso! Tomaste vodkita de grosella. ¡No podía yo pues servirte en el almuerzo vodka por el mismo precio! Las ciruelas para el té y el café… después la fresa, los pepinos, los cerezos… En cuanto al café, también… tú no acordaste tomarlo, ¡y lo tomabas cada día! Por lo demás, todo esto son tales tonterías que yo te puedo quitar doce rublos. Que queden sólo doscientos.

—Pero… ahí está escrito setenta y cinco rublos y no está señalado por qué… ¿Por qué esto?

—¿Cómo por qué? ¡Pues esto es gracioso!

Yo le miré la carita. Lucía tan sincera, clara y asombrada que mi lengua ya no pudo articular ni una palabra. Le di a Sofía cien rublos y un endoso por lo mismo, me eché la maleta sobre los hombros y me fui a la estación.

¿No tiene acaso alguien, señores, cien rublos para prestarme?
[26]

De mal en peor

En casa de Gradussoff, sochantre de la catedral, se encontraba el abogado Kaliakin que, dando vueltas entre los dedos a un aviso del juez de paz a nombre de Gradussoff, decía:

—Diga usted lo que diga, Dosifey Petrovich, usted es el que tiene la culpa. Yo le respeto y le aprecio, pero con todo el dolor de mi alma he de manifestarle que usted no ha tenido razón. ¡Eso es, usted no ha tenido razón! Usted ha ofendido a mi cliente Dereviachkin… Pero, vamos a ver, ¿por qué le ha ofendido?

—¡Qué ofensas ni qué demonios! —gritó acalorado Gradussoff, anciano alto, de frente estrecha poco prometedora, cejas espesas y una medalla de bronce en el ojal—. Yo lo que hice fue leerle la cartilla de la moralidad. ¡A los necios hay que enseñarles! Porque si no se les enseña no nos dejarán pasar por la calle…

—Pero, Dosifey Petrovich, usted lo que ha hecho no ha sido instruirle precisamente. Usted, según él manifiesta en su denuncia, le ha ofendido públicamente llamándole burro, canalla, etcétera…, y hasta una vez, intentó levantarle la mano como si deseara maltratarle de obra.

—¿Cómo no pegarle, si lo merece? ¡No lo entiendo!

—¡Comprenda que no tiene usted ningún derecho para hacerlo!

—¿Que no tengo derecho? ¡Vamos, perdóneme!… ¡Vaya usted a contárselo a cualquier otro y a mí no me maree más, hágame el favor! Él, después de haber sido echado a puntapiés del coro episcopal, pasó al mío y allí lo he tenido diez años. ¡Yo soy su bienhechor, para que lo sepa usted! Y si se ha enfadado porque le he echado del coro, él mismo es el culpable. Le he echado por su afán de filosofar. Filosofar es propio solamente de individuos instruidos que han estudiado en la Universidad. ¡Pero si él es un estúpido, de una inteligencia cortísima! Así, métete en un rincón y cállate… Calla y escucha cómo hablan los hombres inteligentes. Pero el gran badulaque siempre procuraba meterse en filosofías. Estaban cantando o diciendo misa y él hablaba de Bismarck o de yo no sé qué Gladstone. ¡Querrá usted creer…, el canalla se ha suscrito a un periódico! ¡Y cuántas veces le hice cerrar a puñetazos la boca por la guerra ruso-turca! ¡No se lo puede usted figurar! Teníamos que cantar y él se inclinaba a los tenores, y venga a contarles cómo los nuestros habían echado a pique con dinamita el acorazado Liufti-Gelil… ¿Acaso esto es orden? Naturalmente, es muy agradable que los nuestros hayan vencido, pero esto no quiere decir que no haya que cantar. Después de la misa puedes hablar todo lo que quieras. En una palabra: es un cerdo.

—¿De modo que usted también le ofendía antes?

—Antes no se quejaba. Se daba cuenta de que lo hacía por su bien. Lo comprendía… Sabía que no se podía contradecir a los mayores ni a los bienhechores, pero en cuanto entró de escribiente en la Policía, ¡adiós!, empezó a darse tono y dejó de comprender las cosas. «¡Yo», dice «no soy ahora cantor, soy un funcionario! ¡Me voy a preparar para registrador!». «¡Pedazo de animal!», —le dije— «filosofa menos y límpiate las narices con más frecuencia: eso te será mucho más provechoso que soñar con los títulos…» «A ti», —le dije— «no te sientan bien los grados, sino la pobreza». ¡Ni oír quiso!

—Veamos, por ejemplo, este caso: ¿Por qué me ha llamado el juez de paz?…

—¿Ve usted qué cafre? Estaba yo en la taberna de Samoplinyeff, tomando el té con nuestro jefe de aldea. Todo estaba lleno, no había un solo sitio libre… Miro y me encuentro con que él estaba también allí, con otros escribientes, atiborrándose de cerveza. Iba hecho un elegante. Levantó su hocico y gritó, gesticulando con los brazos… Yo me puse a escuchar… Hablaba del cólera. ¿Qué le parece a usted? ¡Filosofando! Yo, ¿sabe usted?, me callaba, soportándole… Charla, charla —pensaba yo—, la lengua no tiene huesos… De pronto, por desgracia, comenzó a sonar la música de la máquina… Entonces, aquel cafre se puso sentimental, se levantó y dejó a sus amigos: «¡Bebamos —dijo— por el progreso!… Yo —dijo— soy hijo de mi patria y soy eslavófilo. ¡Daré mi único pecho por ella! ¡Salid, enemigos! ¡El que no esté de acuerdo conmigo, que salga!». Y dio un puñetazo en la mesa. Entonces, yo no pude contenerme más, me acerqué a él y le dije con toda la delicadeza posible: «Oye, Osip… Si eres un cerdo y no entiendes absolutamente nada, vale más que te calles y no te pongas metafísico. Un hombre instruido puede hacerlo, pero tú no: tú eres la escoria, la ceniza…». Yo le decía una palabra y él me contestaba diez… Entonces se armó allí un jaleo. Yo, naturalmente, lo hacía por su bien, y él me contestaba porque es tonto… Se ofendió, y ahí lo tiene usted: me ha denunciado ante el juez de paz…

—Sí —dijo suspirando Kaliakin—. Eso está muy mal… Por tonterías como ésas, el demonio sabe lo que puede resultar. Usted es un hombre con familia, respetable, y no le benefician en nada estos chismes, causas y arrestos… ¡Hay que acabar con este asunto, Dosifey Petrovich! Tiene usted un recurso, con el cual está también conforme Dereviachkin. Usted va a venir hoy conmigo, a las seis de la tarde, a la taberna de Samoplinyeff, donde se reúnen los escribientes, los actores y otras gentes, delante de los cuales le ha ofendido usted, y ante ellos le pedirá usted perdón… Entonces él retirará su denuncia. ¿Ha comprendido? Supongo que aceptará usted, Dosifey Petrovich… ¡Se lo digo como amigo!… Usted ha ofendido a Derevjachkin… Le ha puesto de vuelta y media, y sobre todo ha dudado de sus sentimientos meritorios, y hasta… los ha profanado. En nuestros tiempos, ¿sabe usted?, no se puede hacer esto. Hay que tener mucho cuidado. En sus palabras hay un cierto matiz…, ¿cómo diría yo? que en nuestros tiempos…, en una palabra: no es… Ahora son las seis menos cuarto: ¿quiere usted venir conmigo?

Gradussoff movió la cabeza negativamente, pero cuando Kaliakin le pintó con vivos colores el «matiz» de sus palabras, añadiendo que ese matiz podía tener consecuencias, Gradussoff se acobardó y aceptó.

—¡Pero fíjese bien!… Pídale perdón como es debido, con buenas formas —le decía el abogado, instruyéndole cuando iban a la taberna—. Lléguese a él y pídale perdón, tratándole de «usted»… «Perdóneme usted… Retiro mis palabras», etcétera, etcétera…

Al llegar a la taberna, Gradussoff y Kaliakin la encontraron llena de gente.

Había comerciantes, actores, funcionarios, escribientes de Policía, y en general toda la gentuza que tenía costumbre de reunirse por las noches en la taberna para tomar té o cerveza. Entre los escribientes se hallaba el propio Dereviachkin, joven, de edad indeterminada, ojos grandes e inmóviles, nariz aplastada y cabellos tan ásperos que al mirarlos entraban ganas de cepillarse las botas… Su rostro tenía una expresión tan feliz que con verle una sola vez podía uno enterarse de todo: de que era un borracho, de que cantaba con voz de bajo y de que era tonto, pero no tanto que se considerase hombre inteligente.

Al ver entrar al sochantre, se levantó e hizo unas muecas como si moviese el bigote. El público que, por lo visto, estaba prevenido de la pública retractación, prestó oídos.

—Aquí… el señor Gradussoff está conforme! —dijo Kaliakin entrando.

El sochantre saludó a unos cuantos, se sonó con estrépito, se ruborizó y se acercó a Dereviachkin.

—Perdone usted… —balbuceó sin mirarle, metiéndose el pañuelo en el bolsillo—. Retiro mis palabras delante de todo el público.

—Le perdono —exclamó Dereviachkin con su voz de bajo, lanzando una mirada de triunfo sobre el gentío y sentándose—. ¡Estoy satisfecho! Señor abogado, le ruego que retire mi denuncia.

—Me excuso —prosiguió Gradussoff—. Perdone usted. No me agradan los disgustos… ¿Quieres que te hable de «usted»? Como quieras… ¿Deseas que te considere un hombre inteligente? Pues ya está… ¡Me importa un comino! Yo, hermano, no soy rencoroso, el demonio te lleve…

—¡Ea! ¡Permítame! Usted excúsese, pero no insulte…

—¿Pero cómo quieres que me excuse? ¿No lo estoy haciendo? ¿Tal vez porque no te doy el «usted»? Pues es porque se me ha olvidado… ¿Que me ponga de rodillas?… Me excuso y hasta doy gracias a Dios de que hayas tenido un poco de seso para terminar con este asunto. Yo no tengo tiempo para rodar por los juzgados… Nunca he pleiteado ni me pondré a pleitear… ni a ti tampoco te lo aconsejo… Es decir, a usted…

—¡Naturalmente! ¿No desea usted tomar algo en señal de paz?

—Sí, ¿por qué no?… Sólo que tú, hermano Osip, eres un cerdo… Esto te lo digo no por insultarte, sino, así… por ponerte un ejemplo… ¡Eres un cerdo, hermano! ¿Te acuerdas de cómo te arrastrabas a mis pies cuando te echaron del coro episcopal? ¿Eh? ¡Y ahora te atreves a denunciar a tu bienhechor! ¡Hocico de cerdo! ¡Marrano! ¿No te da vergüenza? Señores parroquianos: ¡Y no le da vergüenza!

—¡Permítame usted! Resulta que me está usted insultando otra vez…

—¿Qué insultos?… Te lo digo para enseñarte… Hemos hecho las paces y por última vez te digo que no pienso insultarte… ¿Meterme yo otra vez contigo después de que tú has denunciado a tu bienhechor? ¡Vete al diablo! ¡No quiero ni hablar contigo! Y si acabo de decirte que eres un cochino es… porque lo eres… En lugar de pedir eternamente a Dios por tu bienhechor, que durante diez años te ha dado de comer y te ha enseñado la música, vas a denunciarle y me envías a estos abogadillos del demonio…

—¡Oiga usted, Dosifey Petrovich! —dijo Kaliakin ofendido—. En su casa he estado yo, pero no ningún demonio… ¡Tenga usted un poco más de cuidado, se lo ruego!…

—¿Acaso me he referido a usted? Vaya usted a mi casa aunque sea todos los días… Unicamente me asombra ver cómo usted, que ha cursado estudios y que es una persona instruida, en lugar de enseñar a este pavo le ayuda en contra mía… Yo, en su lugar, le metería en la cárcel… Y luego, ¿por qué se enfada usted? ¿No me he excusado? Pues ¿qué más quiere? ¡No lo entiendo! Señores parroquianos: ¡ustedes serán testigos de que yo me he excusado y no he de hacerlo por segunda vez ante un imbécil como éste!

—¡El imbécil es usted! —exclamó roncamente Osip, dándose, lleno de indignación, un puñetazo en el pecho.

—¿Yo imbécil? ¿Yo? ¿Y me lo dices tú?…

Gradussoff se puso rojo y comenzó a temblar.

—¿Y tú te has atrevido…? Pues ¡toma! —gritó, al mismo tiempo que le lanzaba un escupitajo—. ¡Y encima de escupirte, canalla, te denunciaré al juez de paz! ¡Ya te enseñaré a ofender! Señores, sean ustedes testigos…

—Señor teniente de Policía: ¿cómo está usted ahí mirando? A mí me están ofendiendo y usted se queda tan tranquilo. Ustedes cobran buen sueldo, pero en cuanto hay que cuidar del orden ya no es cosa de ustedes, ¿eh? Acaso se creen que no hay justicia para ustedes.

El teniente de Policía se acercó a Gradussoff y se produjo un escándalo.

Al cabo de una semana Gradussoff comparecía ante el juez de paz, acusado de haber ofendido a Dereviachkin, al abogado y al teniente de Policía; a este último en acto de servicio. Al principio no comprendía si estaba allí como acusador o como acusado; luego, cuando el juez de paz le condenó a dos meses de arresto, se sonrió amargamente y gruñó: «¡Hum!… A mí me han ofendido y encima tengo que ir a la cárcel… ¡Qué cosa tan extraña!… Hay que juzgar según la ley, señor juez de paz y no hacer lo que uno quiere… Su difunta madrecita, Bárbara Sergueyevfla, que en paz descanse, mandaba dar de vergajazos a tipos como Osip, y usted los defiende… ¿Qué va a resultar de todo esto?… Usted los absuelve, otro hace lo mismo… Entonces, ¿dónde podremos ir a quejamos?»

—La sentencia puede ser apelada en el término de dos semanas… Y le suplico que no discuta… ¡Puede usted retirarse!

—¡Naturalmente!… En estos tiempos no se puede vivir totalmente con el sueldo —dijo Gradussoff guiñando significativamente un ojo—. Si uno quiere comer se mete a un inocente en la cárcel…

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