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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (38 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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El cochero del ingeniero le dirigió a Kozov una mirada de desprecio; pero no dijo nada.

Mientras se encendía la fragua, el cochero les dio algunas noticias a los campesinos sobre la vida de sus amos. Fumando pitillo tras pitillo les contó que sus amos eran muy ricos; que la señora, Elena Ivanovna, antes de casarse, era institutriz en Moscú; que tenía muy buen corazón y gozaba socorriendo a los pobres. En la nueva finca, según decía el cochero, no se labraría ni se sembraría: se respiraría el aire del campo y nada más.

Cuando terminó y se encaminó con los caballos a «Quinta Nueva», siguióle una turba de chiquillos y perros. Los perros le ladraban furiosamente.

Kozov, mirándole alejarse, guiñaba los ojos con malicia.

—Vaya unos señores! —dijo con ironía malévola—. Han construido una casa, han comprado caballos; pero parece que no tienen qué comer…

Había sentido desde el primer momento un odio feroz contra «Quinta Nueva». Era un hombre solitario, viudo. Llevaba una vida aburridísima. Una enfermedad le impedía trabajar. Su hijo, dependiente de una confitería de Jarkov, le enviaba dinero para vivir; el viejo no hacía nada; vagaba días enteros por la orilla del río o a través de la aldea, y les daba conversación a los campesinos que estaban trabajando. Cuando veía a uno pescando solía decir que con aquel tiempo no había pesca posible; si el tiempo era seco, aseguraba que no llovería en todo el verano; si llovía, afirmaba que las lluvias durarían mucho y que la humedad pudriría el trigo. Todos sus pronósticos eran pesimistas. Y los hacía guiñando los ojos de un modo maligno, como si supiera algo que ignorase el resto de los hombres.

En «Quinta Nueva» algunas noches había fuegos artificiales. Los propietarios acostumbraban pasearse por el río en una barca iluminada con farolillos de colores.

Una mañana, Elena Ivanovna, la mujer del ingeniero, visitó la aldea con su niña. Llegaron en un coche de ruedas amarillas arrastrado por dos ponney. Llevaban sombreros de paja, de anchas alas, sujetos con cintas.

Los campesinos estaban ocupados en transportar estiércol al campo. El herrador Rodion, alto, enjuto, destocado, descalzo, con un bieldo al hombro, de pie ante su carro, rebosante de estiércol, miraba, boquiabierto, los bien cuidados caballitos. Se advertía que hasta entonces no había visto caballos semejantes.

—¡La señora! ¡La señora! —se oía murmurar.

Elena Ivanovna miraba las casas como eligiendo una; por fin, se detuvo a la puerta de la que le parecía más pobre y a cuyas ventanas se asomaban numerosas cabezas de niño, morenas, rubias, rojas.

Era precisamente la casa de Rodion.

Su mujer, Estefanía, una vieja gorda, apareció al punto en el umbral, mal cubierta la cabeza con una pañoleta. Miraba con asombro el elegante coche, confusa, sonriéndose estúpidamente.

—¡Para tus hijos! —le dijo Elena Ivanovna, dándole tres rublos.

Estefanía, sorprendida, feliz, se echó a llorar y saludó con gran humildad, inclinándose casi hasta el suelo.

Rodion saludó también muy humilde, enseñando su cráneo calvo.

Elena Ivanovna, azorada por aquellas humillaciones, se apresuró a volver a casa.

II

Los Ziclikov, padre e hijo, sorprendieron en un prado de su pertenencia a tres caballos —uno de ellos ponney— y un novillo, todos propiedad del ingeniero. Ayudados por el rojo Volodka, hijo del herrador Rodion, llevaron las bestias a la aldea. Se llamó al alcalde, que, en compañía de los Zichkov, de Volodka y de algunos testigos, encaminóse al prado para proceder a una información sobre los daños causados en él por las bestias.

Kozov, que era de la partida, parecía muy contento.

—¡Muy bien! —decía, guiñando con malicia los ojos—. ¡Que paguen! ¡Se les obligará a pagar! ¡Gracias a Dios, hay tribunales! Habrá que llamar a la policía e instruir un proceso verbal.

—¡Naturalmente, un proceso verbal! —confirmó Volodka.

—¡Si creen que voy a perdonarlos, se llevarán un chasco! —gritaba Zichkov hijo, con tal arrebato, que su imberbe faz se enrojecía—. ¡Ca! ¡No soy tan tonto! ¡Si se les deja, adiós prados! Afortunadamente aún somos amos de nuestros bienes, y también para los señores existen leyes…

—¡Sí, también para los señores existen leyes! —repitió Volodka.

—Hemos vivido hasta ahora sin puente —dijo con voz sombría Zichkov—, y podríamos pasarnos sin él. No lo hemos pedido. ¿Para qué demonios lo necesitamos? ¡Que se lo guarden!

—¡Hermanos cristianos, es preciso que nos paguen todos los perjuicios!

—¡Vaya! —apoyó, guiñando los ojos, Kozov—. ¡Ya verán! Hay que escarmentarlos.

Luego, volvieron todos a la aldea. Por el camino, Zichkov hijo se daba puñetazos en el pecho y gritaba; Volodka gritaba también, repitiendo sus palabras.

En la aldea se agolpó la gente alrededor de los caballos y el novillo, que parecía avergonzado y bajaba la cabeza; pero de pronto echó a correr soltando coces. Kozov, asustado, levantó su garrote, entre las risas de los campesinos.

Encerradas las bestias en una cuadra, la gente esperó.

Al oscurecer, el ingeniero le envió cinco rublos a Zichkov para resarcirle del daño causado en su propiedad. Los caballos y el novillo fueron devueltos, y tornaron a la finca cabizbajos, como sintiéndose culpables y temiendo un severo castigo.

Recibidos los cinco rublos, los Zichkov, padre e hijo, el alcalde y Volodka atravesaron en un bote el río y se dirigieron a la gran aldea de Kriakovo, donde había una taberna. Allí se juerguearon de lo lindo. Cantaron, gritaron, juraron. El que más gritaba era Zichkov hijo.

En Obruchanovo, sus familias no podían conciliar el sueño y estaban muy inquietas. Rodion daba vueltas en la cama y pensaba:

—Han hecho mal. El ingeniero se enfadará y querrá vengarse… Además, es injusto lo que han hecho con él… Ha estado muy mal.

Un día, cuando Rodion y otros campesinos volvían del bosque, se encontraron con el ingeniero. Llevaba una blusa roja y botas altas. Seguíale un perro de caza, con la purpúrea lengua fuera.

—¡Buenos días, amigos! —dijo.

Los campesinos se detuvieron y se quitaron la gorra.

—Hace tiempo que busco una ocasión para hablarles, amigos míos —continuó—. He aquí de lo que se trata: desde principios del verano el rebaño de ustedes se pasea por mi bosque y por mi jardín. Se come la hierba, estropea los árboles. Los cerdos me han puesto hechos una lástima el prado y la huerta. Les he rogado muchas veces a los pastores que tuvieran cuidado, pero no han hecho caso y me han contestado muy mal. Constantemente las vacas y los cerdos de ustedes me están perjudicando, y, sin embargo, no les reclamo nada; ni siquiera me quejo, mientras que ustedes me han hecho pagar cinco rublos porque mis bestias han pasado por el prado de ustedes. ¿Es eso justo? ¿Se portan así los buenos vecinos?

Hablaba con voz suave, sin cólera, esforzándose en convencerlos.

—No, las gentes honradas —prosiguió— no obran así. Hace una semana me robaron del bosque dos encinas jóvenes. ¿Por qué me hacen daño a cada paso? ¿Qué queja tienen de mí? ¡Díganme, en nombre de Dios! Yo y mi mujer hacemos cuanto nos es dable por sostener con ustedes buenas relaciones, ayudamos a los campesinos en la medida de nuestras fuerzas. Mi mujer es muy buena y nunca le niega nada a nadie. No piensa sino en serles útil a ustedes y a sus hijos, y ustedes nos devuelven mal por bien. ¡No, eso no es justo, amigos míos! ¡Considérenlo, se los ruego! Nosotros los tratamos de un modo muy humano, y es preciso que ustedes nos paguen en la misma moneda…

El ingeniero siguió su camino.

Los campesinos permanecieron algunos instantes parados. Luego se cubrieron y continuaron andando.

Rodion, que entendía lo que le decían, no como debía entenderse, sino a su manera, suspiró y dijo:

—Sí, habrá que pagar. ¿No han oído lo que dijo? «Es preciso que nos paguen en la misma moneda».

Cuando llegó a su casa, Rodion rezó su oración ante el icono, se quitó las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer. Cuando estaban en casa siempre estaban así: sentado el uno junto al otro; por la calle iban también juntos; juntos comían, bebían, dormían, y cuanto más viejos iban siendo se querían más. En la casa el aire era pesado, caluroso, estaba todo muy cerrado, se veían por todas partes —en el suelo, en las ventanas, sobre la estufa— criaturas. A pesar de sus muchos años, Estefanía seguía pariendo, y ante tanto chiquillo no era fácil saber a ciencia cierta los que eran de Rodion y los que eran de su hijo Volodka, casado hacía tiempo.

La mujer de Volodka, Lukeria, joven, pero fea, con nariz de pájaro y ojos de buey, cocía pan; su marido estaba sentado en la estufa con las piernas colgando.

—Nos hemos topado en el camino —comenzó Rodion— al ingeniero con su perro…

Hizo una pausa y empezó a rascarse la cabeza y el seno. El relato suponía para él un no pequeño esfuerzo mental.

—Sí, con su perro… Pues bien: hay que pagar, lo ha dicho el señor ingeniero; hay que pagar en moneda… No hay más remedio… Debía hacerse una colecta, poniendo diez kopecs cada vecino, y darle al ingeniero… Se queja de nosotros, y con razón… Le hacemos porquerías…

—Hasta ahora hemos vivido sin puente y podríamos seguir sin él —dijo Volodka con enojo—. No lo necesitamos…

—Es el Gobierno quien lo construye. Nuestra opinión…

—¡Al diablo el puente!

—Nadie te pregunta si lo quieres o no.

—¡Al diablo! —repitió, furioso, Volodka—. ¿Para qué servirá? Si tenemos que atravesar el río lo podemos hacer en barca…

Alguien llamó a la puerta con tanta violencia, que toda la casa pareció estremecerse.

—¿Está ahí Volodka? —se oyó gritar a Zichkov hijo—. Ven, Volodka… Te espero.

Volodka saltó de la estufa y se puso a buscar la gorra.

—¡Más vale que no salgas! —le dijo con timidez su padre—. ¡No vayas con esa gente! Tú no eres muy listo; eres como un niño, y no aprenderás nada bueno. ¡No salgas!

—¡Sí, no vayas con ellos! —suplicó a su vez Estefanía, a punto de llorar—. De fijo irán a la taberna…

—¡A la taberna! —repitió Volodka, burlándose.

—¡Y vendrás otra vez como una cuba! —dijo Lukeria, mirándolo airada—. ¡Sinvergüenza!… ¡Gandul! ¡Que el maldito vodka te queme las entrañas! ¡Satanás sin rabo!

—¡Cállate! —la amenazó Volodka.

—Me han casado con este idiota, con este imbécil… ¡Me han perdido, pobre huérfana! —exclamó Lukeria, llorando y secándose las lágrimas con la mano, llena de harina—. ¡No te puedo ver, puerco!

Volodka le dio, al pasar, un puñetazo en las narices, y salió a la calle.

III

Elena Ivanovna y su hijita fueron a la aldea a pie. Un hermoso paseo para ellas.

Era domingo y casi todas las mujeres y las muchachas de la aldea estaban en la calle, ataviadas con trajes de colores chillones.

Rodion y su mujer, sentados el uno junto el otro, en un poyo, a la puerta de su casa, saludaron y sonrieron a Elena Ivanovna y a su niña como antiguos amigos. Más de una docena de niños las miraban por las ventanas con asombro y curiosidad.

—¡La señora! ¡La señora! —murmuraban.

—¡Buenos días! —dijo, deteniéndose, Elena Ivanovna.

Calló un instante y añadió:

—¿Cómo les va a ustedes?

—¡Así, así, señora, a Dios gracias! —contestó Rodion—. Vamos tirando…

—¡Figúrese usted nuestra vida! —dijo sonriendo Estefanía—. Ya sabe usted, buena señora, lo pobres que somos. Hay catorce bocas en casa y sólo dos hombres para ganar el pan. Aunque mi marido es herrero, el oficio le produce poco: muchas veces ni tiene carbón para encender la fragua… ¡Es dura nuestra vida, muy dura!

Y se echó a reír, como si lo que decía fuera donosísimo.

Elena Ivanovna se sentó junto a ellos, abrazó a su hijita y se quedó meditabunda. En la faz de la niña también se pintaba la tristeza y se advertía que ingratos pensamientos torturaban su cabecita. Jugaba con la rica sombrilla de encajes que su madre tenía en la mano.

—Sí, vivimos en la miseria —dijo Rodion—. Siempre angustiados… Trabaja uno como un negro, y, sin embargo… Este verano el tiempo es seco, no llueve y la cosecha será mala. La vida es dura, señora…

—Pero, en cambio, serán felices en la otra —dijo Elena Ivanovna para consolarles.

Rodion no comprendió el sentido de estas palabras, y en vez de contestar, carraspeó.

—No le dé usted vueltas, señora —dijo Estefanía—; hasta en el otro mundo los ricos serán más felices que nosotros. Los ricos mandan decir misas, les ponen velas a los santos, les dan limosna a los mendigos, y Dios, a quien tienen contento, les recompensará en la otra vida; mientras que nosotros, los pobres campesinos, ni siquiera tenemos tiempo para rezar, además de no tener dinero para velas, misas ni limosnas. Luego, nuestra pobreza nos hace pecar… Reñimos, juramos… Y Dios no nos perdonará. No, querida señora, nosotros, los campesinos, no seremos felices ni en este mundo ni en el otro. Toda la felicidad es para los ricos…

Hablaba con acento alegre, regocijado, como si contase algo muy gracioso. Estaba acostumbrada, desde hacía tiempo, a hablar de su vida triste y penosa.

Rodion sonreía también; le enorgullecía tener una mujer tan lista y elocuente.

—Es un error creer fácil la vida de los ricos —dijo Elena Ivanovna—. Cada cual tiene sus penas. Nosotros, por ejemplo… Yo y mi marido no somos pobres; pero ¿cree usted que somos felices? Aunque soy joven todavía, tengo ya cuatro hijos, que casi siempre están enfermos. Yo también lo estoy y necesito cuidarme mucho.

—¿Qué enfermedad padece usted? —preguntó Rodion.

—Una enfermedad de mujer. No puedo dormir y me dan unos dolores de cabeza horribles. Ahora, por ejemplo… Estoy aquí sentada, hablando con ustedes, y siento una gran pesadez de cabeza y un desmadejamiento… Preferiría el trabajo más duro a sufrir así. Luego, mi alma tampoco descansa. Siempre estoy inquieta por mi marido, por mis hijos… Toda familia tiene su cruz. Nosotros también la tenemos. Yo no soy de origen noble. Mi abuelo era un simple campesino, mi padre era también un pobre humilde y tenía una tiendecita en Moscú. Pero mi marido es de una familia muy noble y muy rica. Sus padres se oponían a nuestro matrimonio y él no les hizo caso y rompió con su familia para casarse conmigo. Sus padres no lo han perdonado todavía. Esto lo inquieta, no lo deja vivir tranquilo, pues quiere mucho a su madre. Naturalmente, yo padezco. Vivo en un constante desasosiego…

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