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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (39 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Ante la casa de Rodion se fueron reuniendo campesinos y campesinas, que escuchaban atentamente lo que decía Elena Ivanovna. Uno de los primeros que se aproximaron fue Kozov. Sacudía su estrecha y larga barba. Acercáronse luego los Zichkov, padre e hijo…

—Además —prosiguió Elena Ivanovna—, no puede ser feliz el que no está en su puesto. Ustedes lo están. Cada uno de ustedes tiene su trocito de tierra, trabaja y sabe para qué. Mi marido trabaja también, construye puentes. Pero yo no hago nada. Yo no tengo ningún trabajo y no puedo sentirme en mi centro. Les digo todo esto para que no juzguen por las apariencias. El que un hombre vaya bien vestido y tenga dinero no significa que sea feliz ni mucho menos.

Se levantó y cogió de la mano a su hijita.

—La paso muy bien entre ustedes —dijo sonriendo.

Se advertía en su sonrisa tímida que, efectivamente, estaba enferma. En su rostro, joven y bello, de cejas y pestañas negras y cabellos rubios, había una delgadez y una palidez mórbidas. La niña se parecía mucho a su madre, incluso en lo delgada y pálida. Ambas olían a perfumes.

—Sí, todo me gusta aquí: el bosque, la aldea. Viviría aquí siempre. Creo que aquí me curaría y encontraría mi verdadero puesto en el mundo. Tengo un gran deseo, un deseo ardiente de ayudarlos, de serles útil, de acercarme a ustedes. Conozco sus penas, sus sufrimientos… Lo que no conozco lo adivino. Estoy enferma, sin fuerzas, y ya no me es posible cambiar de vida, como quisiera; pero tengo hijos y procuraré educarlos en el cariño a ustedes. Procuraré hacerles comprender que su vida no les pertenece a ellos, sino a ustedes. Pero les ruego que confíen en nosotros, que vivan con nosotros como buenos vecinos. Mi marido es un hombre honrado y de buen corazón. No lo irriten. Cualquier pequeñez le llega al alma. Ayer, por ejemplo, el rebaño de ustedes ha pasado por nuestro jardín; alguno de ustedes ha estropeado la cerca de nuestra colmena. Mi marido se desespera… ¡Les ruego…!

Hablaba con voz suplicante, cruzadas las manos sobre el pecho.

—Les ruego que vivan en paz con nosotros. No dice el proverbio a humo de pajas que una mala paz es mejor que una buena riña, y que antes de comprar una casa debe uno enterarse de la condición de los vecinos. Les repito que mi marido es hombre de buen corazón. Si se conducen con nosotros como buenos vecinos, les aseguro que no les pesará: haremos por ustedes cuanto esté en nuestra mano; arreglaremos los caminos, edificaremos una escuela para sus hijos. Lo prometo.

—Está muy bien lo que usted dice —arguyó Zichkov, padre, bajando los ojos—. Ustedes son gente instruida y saben lo que hablan. Pero ¿qué quiere usted?, en la aldea de Eresnevo, Voronov, un rico propietario, prometió también, entre otras muchas cosas, edificar una escuela. Pues bien: sólo edificó el armazón, y no quiso seguir las obras. Los campesinos, obligados por las autoridades, tuvieron que seguirlas y se gastaron en ellas mil rublos. ¿Qué le parece a usted?… A mí me parece una acción que no tiene perdón de Dios.

—Muy bien! —aprobó Kozov, con una sonrisa maligna—. ¡Muy bien!

—¡No tenemos necesidad de su escuela! —dijo Volodka, ásperamente—. Nuestros hijos van a la escuela de la aldea vecina. Que sigan yendo. ¡No queremos escuela!

Elena Ivanovna perdió de pronto todo aplomo. Pálida, abatida, como si acabase de recibir un golpe en la cabeza, se fue sin decir una palabra. Marchaba presurosa, sin mirar atrás.

—¡Señora! —gritó Rodion siguiéndola—. Espere usted, óigame…

La seguía tenaz, descubierto, hablándole en un tono humilde, como si pidiese limosna.

—Señora, espere… escúcheme.

Cuando estaban ya fuera de la aldea, Elena Ivanovna se detuvo a la sombra de un viejo tilo.

—¡No se enfade, señora! —dijo Rodion—. No vale la pena. Hay que tener un poco de paciencia. Tenga paciencia un año, dos. Nuestros campesinos, en el fondo, son buena gente… Se lo juro a usted. No hay que hacer caso de las palabras de Kozov, de Zichkov ni de mi hijo Volodka. Mi hijo es un infeliz y no hace más que repetir lo que les oye a los demás. Le aseguro a usted que los campesinos no son malos. Los hay nada tontos, pero que no se atreven a hablar… o, mejor dicho, que no pueden, porque no saben decir lo que piensan. Somos gente oscura, sin instrucción, ignorante… No hay que enfadarse. Lo mejor es tener paciencia…

Elena Ivanovna miraba, meditabunda, al ancho río tranquilo, y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Aquellas lágrimas turbaban de tal modo a Rodion que el pobre hombre estaba a punto de llorar también.

—No se apure —decía, tratando de tranquilizar a la dama—. Todo se arreglará. Se edificará la escuela, se pondrán en buen estado los caminos. Pero todo a su debido tiempo, por sus pasos contados. Para sembrar trigo en esta colina hay que empezar por quitar la piedra, hay que labrar… Sólo después de preparar el terreno se podrá sembrar. Lo mismo sucede con nuestros campesinos: hay que preparar el terreno…, y eso requiere tiempo…

En aquel momento vieron venir hacia ellos un grupo de campesinos. Cantaban y se acompañaban con un acordeón.

—¡Mamá, vámonos! —dijo la niñita, asustada, apretándose contra su madre y temblando de pies a cabeza—. ¡Vámonos, mamá! No quiero seguir aquí…

—¿Y adónde quieres que nos vayamos?

—¡A Moscú! En seguida, mamá, en seguida…

La niñita se echó a llorar.

Su llanto aumentó la turbación de Rodion, que empezó a sudar, y sacando del bolsillo un pepino, corvo como una hoz, se lo alargó a la criatura.

—Tómalo… para ti… No llores. Mamá te pegará y se lo contará a papá. Toma el pepino, cómetelo…

Elena Ivanovna y su hija siguieron andando. Rodion fue tras ellas largo trecho, intentando decirles algo afectuoso y convincente. Pero al fin se dio cuenta de que, ensimismadas, taciturnas, no le hacían caso, y se detuvo.

Siguiólas largo rato con la mirada, haciéndose sombra con la mano en los ojos. Y no se decidió a tornar a la aldea hasta que desaparecieron en el bosque.

IV

El ingeniero estaba cada día más nervioso, más irritable, y en cualquier pequeñez veía un robo, un atentado. Hasta durante el día la puerta de la finca estaba cerrada con candado. De noche la guardaban dos centinelas. El ingeniero se negó categóricamente a emplear en ningún trabajo a los campesinos de Obruchanovo.

El mal humor del señor Kucheroy subió de punto con motivo de algunas raterías. Un día, un campesino —o acaso un obrero de los que trabajaban en la construcción del puente— colocó en el coche unas ruedas viejas y se llevó las nuevas; algún tiempo después desaparecieron algunas guarniciones.

Hasta la gente de la aldea estaba indignada. Y cuando pidió que se procediese a un registro en casa de los Zichkov y en casa de Volodka, los objetos robados fueron encontrados en el jardín del ingeniero; no cabía duda de que el ladrón, temeroso del registro solicitado, los había llevado allí.

Una tarde, unos campesinos que volvían del bosque tornaron a encontrarse con el ingeniero. El señor Kucherov se detuvo, sin saludarles, y mirando severamente tan pronto a uno como a otro, habló de esta manera:

—Les he rogado que no cojan setas en mi parque, y, no obstante, sus mujeres vienen al salir el Sol y se las llevan todas; de modo que no queda ninguna para mi mujer y mis hijos. No hacen ningún caso de mis ruegos. Las súplicas y las reflexiones son inútiles con ustedes.

Claváronse sus airados ojos en Rodion, y añadió:

—Yo y mi mujer los hemos tratado humanamente, como a hermanos, y ustedes, en cambio… Pero ¿para qué gastar saliva?… No habrá más remedio que romper con ustedes toda clase de relaciones.

Y haciendo visibles esfuerzos para no dejarse arrastrar por la cólera, les volvió la espalda a los campesinos y se fue.

Cuando llegó a casa, Rodion oró ante el icono; se quitó las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer.

—Sí… —dijo tras un corto silencio—. Acabamos de toparnos con el ingeniero… Ha visto al salir el Sol a las mujeres de la aldea… Y está enfadado porque no les llevan setas a su mujer y a sus hijos… Luego me ha mirado y me ha dicho no sé qué de relaciones… Sin duda quieren ayudarnos… Como están enterados de nuestra miseria… ¡Dios se lo pague!

Estefanía se persignó y suspiró.

—Son unos señores muy buenos… Ven nuestra pobreza y quieren hacer algo por nosotros. La Santísima Virgen nos envía ese auxilio para nuestra vejez…

El 14 de septiembre era la fiesta del Patrón de la aldea. Los Zichkov, padre e hijo, atravesaron el río muy de mañana, se metieron en la taberna y volvieron por la tarde borrachos perdidos. Paseáronse un rato por la aldea, cantando y jurando; se pegaron luego, y, por último, corrieron a la finca del ingeniero para querellarse uno contra otro.

Entró delante Zichkov padre con un garrote en la mano. En el patio se detuvo tímidamente y se quitó la gorra. En aquel momento el ingeniero y su familia tomaban el té en la terraza.

—¿Qué se te ofrece? —le gritó el ingeniero.

—¡Excelencia! ¡Noble señor! —clamó Zichkov, echándose a llorar—. ¡Apiádese de un pobre viejo!… Mi hijo es un bruto; no puedo ya sufrirle… Me ha arruinado, y ahora me pega…

En esto entró en el jardín Zichkov hijo, destocado y, como su padre, con un garrote en la mano. Se detuvo y dirigió una mirada estúpida, de beodo, a la terraza.

—No tengo que ver con sus riñas —dijo el ingeniero—. Vayan a ver al juez o al jefe del distrito.

—¡Ya he estado en todas partes! —contestó el viejo sollozando—. Ni siquiera me escuchan. ¿Qué recurso me queda?… ¡Mi propio hijo puede pegarme… y matarme si quiere! Matar a su padre… ¡A su propio padre!

Levantó el garrote y le asestó a su hijo un palo en la cabeza. El otro descargó sobre el cráneo calvo del viejo un garrotazo tal que por poco se lo abre. Zichkov padre ni siquiera se tambaleó. Su garrote volvió a levantarse y a contundir la testa filial.

Durante un rato, uno frente a otro, apaleáronse la cabeza metódicamente. Diríase que la contienda era un juego en que cada uno guardaba su turno.

Desde el otro lado de la verja contemplaban la escena otros habitantes de la aldea: hombres, mujeres, niños. Contemplábanla como un espectáculo al que estuviesen habituados desde hacía tiempo. Habían venido a saludar al ingeniero con motivo de la fiesta; pero al ver a los Ziclikov pegarse no se atrevieron a entrar.

A la mañana siguiente, Elena Ivanovna se fue con los niños a Moscú.

Se corrió la voz de que el ingeniero vendía «Quinta Nueva».

V

Todo el mundo se ha acostumbrado al puente, y les es ya difícil a los aldeanos imaginarse sin puente el río en aquel sitio.

Su construcción terminó hace tiempo. Se oye con gran frecuencia el ruido sordo del tren que por él pasa.

«Quinta Nueva» fue puesta en venta y la compró un alto empleado público, que la visita con su familia los días de fiesta, toma té en la terraza y regresa a la ciudad. El indicado personaje les impone a los campesinos un gran respeto, hasta por su manera prócer de hablar y de toser, y cuando lo saludan quitándose la gorra ni siquiera se digna a contestar al saludo.

En la aldea ha envejecido todo el mundo. Kozov se murió. En casa de Rodion ha aumentado el número de niños; Volodka tiene ahora una larga barba roja. La familia sigue muy pobre.

A principios de la primavera, los campesinos suelen tener trabajo en la estación del ferrocarril, donde sierran y cepillan madera. Terminada la faena vuelven a sus casas, tardo el paso, en la faz la luz del Sol poniente. En las frondas de junto al río cantan los ruiseñores. Al pasar por delante de «Quinta Nueva» los campesinos miran prolongadamente a la casa, toda en silencio y como muerta, sobre cuyos tejados vuelan, doradas por el Sol, las palomas.

Rodion, los Zichkov, padre e hijo, Volodka y los demás recuerdan los caballos blancos del ingeniero, los cohetes, los farolillos de colores de la barca, los ponis; y piensan en Elena Ivanovna, bella, elegante, que iba con frecuencia a la aldea y les hablaba con tanto cariño. Nada de aquello existe ya: todo se ha evaporado como un sueño o un cuento de hadas.

Siguen caminando, unos juntos a otros, cansados, ensimismados, taciturnos.

Los aldeanos —piensan— son, al fin y al cabo, gente buena, temerosa de Dios; Elena Ivanovna era buenísima, muy cariñosa, inspiraba afecto y confianza, y, sin embargo… Sin embargo, no pudieron ponerse de acuerdo y se separaron como enemigos. ¿Por qué? ¿Porque todas aquellas mezquinas naderías —la intrusión de unos caballos en un prado, el hurto de unas guarniciones…— lo echaron todo a perder? ¿Y por qué la gente de la aldea vive bien avenida con el nuevo propietario, que ni siquiera les contesta el saludo?

No saben qué contestar a estas preguntas.

Sólo Volodka murmura algo.

—¿Qué dices? —le pregunta Rodion.

—Digo que maldita la falta que nos hacía el puente —contesta con hosca aspereza—, y que podíamos seguir sin él.

Ningún campesino le responde. Continúan andando en silencio, encorvados, cabizbajos.

Enemigos

Después de las nueve de una oscura noche de setiembre, en casa del doctor Kirilov, médico del zemstvo
[29]
fallecía de difteria su único hijo, Andrés, de seis años de edad. Cuando la esposa del médico se arrodilló ante la camita del niño muerto y se sintió invadida por el primer ataque de desesperación, en el vestíbulo sonó ásperamente el timbre.

A causa de la difteria las criadas habían sido despedidas y el mismo Kirilov, tal como estaba, sin levita, con el chaleco desabrochado, cara mojada y manos quemadas por el ácido fénico, fue a abrir la puerta. El vestíbulo estaba oscuro y en el hombre que había entrado sólo podían distinguirse la mediana estatura, la blanca bufanda y el rostro, grande y pálido en extremo, tan pálido que parecía que con la llegada de aquella persona en el vestíbulo se hizo más luz…

—¿El doctor está en casa? —preguntó deprisa el visitante.

—Estoy en casa —contestó Kirilov—. ¿Qué desea usted?

—Ah, ¿es usted? ¡Me alegro mucho! —exclamó el desconocido, se puso a buscar en la oscuridad la mano del médico, la encontró y la estrechó con fuerza entre sus manos—. ¡Estoy muy, pero muy contento! Nos conocemos… Soy Aboguin… Tuve el placer de verlo en casa de Gnuchev, en verano. Muy contento por haberlo encontrado. Por el amor de Dios, no rehúse acompañarme hasta mi casa… Mi mujer se enfermó gravemente… Tengo el coche conmigo…

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