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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (33 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—Ya veo… Siéntese… Abra la boca.

Vonmiglásov se sienta y abre la boca.

Kuriatin arruga el ceño, mira y, entre las muelas que el tabaco y el tiempo han puesto amarillas, ve una adornada con un resplandeciente agujero.

—El padre diácono me aconsejó que me aplicara vodka con rábano, pero esto no me ha proporcionado ningún alivio. Glikeria Anísimovna, que Dios le conceda salud, me dio un hilo traído del monte Athos para que lo llevara atado al brazo y me dijo que hiciera buches de leche tibia. El hilo me lo puse, pero lo de la leche no lo cumplí: temo a Dios, estamos en Cuaresma…

—Es un prejuicio… —Pausa—. Hay que extraerla, Efim Mijéich.

—Usted sabrá, Serguei Kuzmich. Para eso estudió, para comprender estas cosas tal como son, lo que hay que extraer y lo que se puede remediar con gotas o algo por el estilo… Para eso está aquí, que Dios le dé salud, para que recemos por usted día y noche… como si fuera nuestro propio padre… hasta el fin de nuestros días…

—Tonterías… —replica el practicante en un rasgo de modestia, mientras busca en el armario del instrumental—. La cirugía es una cosa muy sencilla… todo es cuestión de práctica y de buen pulso… En un instante acaba uno… El otro día, lo mismo que usted, vino el propietario Alexandr Ivánich Eguípetski… También con una muela… Es un hombre culto, todo lo pregunta, quiere saber el porqué y el cómo. Me estrechó la mano, me llamó por el nombre y el patronímico… Vivió siete años en Petersburgo y conoce allí a todos los profesores… Estuvo un buen rato conmigo… «Por nuestro Señor Jesucristo», me suplicaba, «extráigamela, Serguei Kuzmich». ¿Por qué no hacerlo? Se la podía extraer. Lo único que hace falta es comprender las cosas… Hay muelas y muelas. Unas se sacan con fórceps, otras con el pie de cabra, otras con la llave… Según los casos.

El practicante toma el pie de cabra, lo mira interrogativamente, luego lo deja y coge los fórceps.

—A ver, abra más la boca… —dice, acercándose al sacristán con los fórceps—. Ahora mismo… Es cosa de un momento… Tendré que hacerle una incisión en la encía… efectuar la tracción según el eje vertical… y eso es todo… —Hace la incisión—. Y eso es todo…

—Usted es nuestro protector… Nosotros, estúpidos, somos unos ignorantes, pero a usted lo iluminó el Señor…

—No hable con la boca abierta… Esta muela es fácil de extraer, a veces uno no encuentra más que raigones… Pero ésta es cosa de nada… —aplica los fórceps—. Quieto, no se mueva…

En un abrir y cerrar de ojos… efectúa la tracción.

—Lo principal es agarrarla lo más hondo posible. —Tira…—. Para que la corona no se rompa…

—Padre nuestro… Virgen Santísima… Ay…

—Así no… así no… ¿A ver? ¡No me agarre! ¡Suélteme! —Tira—. Ahora… Así, así… La cosa no es tan fácil…

—¡Santos padres!… —grita—. ¡Ángeles del cielo! ¡Ay, ay! ¡Pero tira ya, tira! ¿Te vas a pasar cinco años para arrancarla?

—Esto de la cirugía… De un golpe no es posible… Ahora, ahora…

Vonmiglásov levanta las rodillas hasta la altura de los codos, mueve los dedos, los ojos se le desorbitan, respira fatigosamente… Su cara, congestionada, se cubre de sudor, los ojos se le llenan de lágrimas. Kuriatin resopla, se mueve ante el sacristán y sigue tirando… Transcurre medio minuto horroroso y los fórceps se escurren de la muela. El sacristán se pone en pie de un salto y se mete los dedos en la boca. La muela sigue en su sitio.

—¡Vaya manera de tirar! —dice con voz llorosa y, al mismo tiempo, burlona—. ¡Ojalá tiren así de ti en el otro mundo! ¡Muchísimas gracias! ¡Si no sabes sacar muelas, no te metas a hacerlo! No veo ni la luz…

—¿Y tú por qué me agarrabas de ese modo? —se irrita el practicante—. Cuando yo tiraba, me empujabas en el brazo y no cesabas de decir estupideces… ¡Imbécil!

—¡El imbécil serás tú!

—¿Crees, mujik, que es fácil extraer una muela? ¡A ver, prueba tú! ¡No es como subir a la torre de la iglesia y repicar las campanas! —Remedándole—. «¡No sabes, no sabes!» ¿Quién eres tú para decirlo? Al señor Eguípetski, Alexandr Ivánich, le extraje una muela y no protestó para nada… Es un hombre mucho más distinguido que tú; no me agarraba… ¡Siéntate! ¡Te digo que te sientes!

—No veo nada… Espera a que recobre el aliento… ¡Oh!

Se sienta.

—Pero no te entretengas tanto, tira fuerte. No te entretengas y tira… ¡De una vez!

—No me des lecciones. ¡Señor, qué gente más ignorante! Es para volverse loco… Abre la boca… —Aplica los fórceps—. La cirugía, hermano, no es una broma… No es lo mismo que cantar en el coro… —Hace la tracción—. No te muevas. Se ve que la muela es vieja; las raíces son muy hondas… —Tira—. No te muevas… Así… así… No te muevas… Ahora, ahora… —Se oye un crujido—. ¡Ya lo sabía!

Vonmiglásov permanece unos instantes inmóvil, como si hubiera perdido el conocimiento. Está aturdido… Sus ojos miran estúpidamente al espacio y su pálida cara está bañada en sudor.

—Si hubiera usado el pie de cabra… —balbucea el practicante—. ¡Buena la hemos hecho!

Volviendo en sí, el sacristán se mete los dedos en la boca y en el sitio de la muela enferma encuentra dos salientes.

—Diablo sarnoso… —gruñe—. ¡Te han puesto aquí para nuestra desgracia!

—Todavía vienes con insultos… —protesta el practicante, colocando los fórceps en el armario—. Eres un ignorante… En el seminario no te zurraron bastante… El señor Eguípetski, Alexandr Ivánich, vivió siete años en Petersburgo… es un hombre culto… lleva trajes de cien rublos… y no me insultó… ¿Y tú, qué gallinácea eres? ¡No te pasará nada, no te morirás por eso!

El sacristán coge el pan bendito de la mesa y, con la mano en la mejilla, se va por donde había venido…

La colección

Hace días pasé a ver a mi amigo, el periodista Misha Kovrov
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. Estaba sentado en su diván, se limpiaba las uñas y tomaba té. Me ofreció un vaso.

—Yo sin pan no tomo —dije—. ¡Vamos por el pan!

—¡Por nada! A un enemigo, dígnate, lo convido con pan, pero a un amigo nunca.

—Es extraño… ¿Por qué, pues?

—Y mira por qué… ¡Ven acá!

Misha me llevó a la mesa y extrajo una gaveta:

—¡Mira!

Yo miré en la gaveta y no vi definitivamente nada.

—No veo nada… Unos trastos… Unos clavos, trapitos, colitas…

—¡Y precisamente eso, pues y mira! ¡Diez años hace que reúno estos trapitos, cuerditas y clavitos! Una colección memorable.

Y Misha apiló en sus manos todos los trastes y los vertió sobre una hoja de periódico.

—¿Ves este cerillo quemado? —dijo, mostrándome un ordinario, ligeramente carbonizado cerillo—. Este es un cerillo interesante. El año pasado lo encontré en una rosca, comprada en la panadería de Sevastianov. Casi me atraganté. Mi esposa, gracias, estaba en casa y me golpeó por la espalda, si no se me hubiera quedado en la garganta este cerillo. ¿Ves esta uña? Hace tres años fue encontrada en un bizcocho, comprado en la panadería de Filippov. El bizcocho, como ves, estaba sin manos, sin pies, pero con uñas. ¡El juego de la naturaleza! Este trapito verde hace cinco años habitaba en un salchichón, comprado en uno de los mejores almacenes moscovitas. Esa cucaracha reseca se bañaba alguna vez en una sopa, que yo tomé en el bufete de una estación ferroviaria, y este clavo en una albóndiga, en la misma estación. Esta colita de rata y pedacito de cordobán fueron encontrados ambos en un mismo pan de Filippov. El boquerón, del que quedan ahora sólo las espinas, mi esposa lo encontró en una torta, que le fue obsequiada el día del santo. Esta fiera, llamada chinche, me fue obsequiada en una jarra de cerveza en un tugurio alemán… Y ahí, ese pedacito de gusano casi no me lo tragué, comiéndome una empanada en una taberna… Y por el estilo, querido.

—¡Admirable colección!

—Sí. Pesa libra y media, sin contar todo lo que yo, por descuido, alcancé a tragarme y digerir. Y me he tragado yo, probablemente, unas cinco, seis libras…

Misha tomó con cuidado la hoja de periódico, contempló por un minuto la colección y la vertió de vuelta en la gaveta. Yo tomé en la mano el vaso, empecé a tomar té, pero ya no rogué mandar por el pan.

La corista

En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.

De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.

—Será el cartero, o una amiga —dijo la cantante.

Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.

La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de subir una alta escalera.

—¿Qué desea? —preguntó Pasha.

La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se sentó como si se sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato sus pálidos labios, tratando de decir algo.

—¿Está aquí mi marido? —preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.

—¿Qué marido? —murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los pies y las manos—. ¿Qué marido? —repitió, empezando a temblar.

—Mi marido… Nikolai Petróvich Kolpakov.

—No… no, señora… Yo… no sé de quién me habla.

Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varías veces el pañuelo por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno, contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como petrificada, y la miraba asustada y perpleja.

—¿Dice que no está aquí? —preguntó la señora, ya con voz firme y una extraña sonrisa.

—Yo… no sé por quién pregunta.

—Usted es una miserable, una infame… —balbuceó la desconocida, mirando a Pasha con odio y repugnancia—. Sí, sí… es una miserable. Celebro mucho, muchísimo, que, por fin, se lo haya podido decir.

Pasha comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza de sus mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de viruelas y del flequillo siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin flequillo, habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella señora desconocida y misteriosa.

—¿Dónde está mi marido? —prosiguió la señora—. Aunque es lo mismo que esté aquí o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están buscando a Nikolai Petróvich… Lo quieren detener. ¡Para que vea lo que usted ha hecho!

La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba perpleja: el miedo no la dejaba comprender.

—Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel —siguió la señora, que dejó escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento ofendido y el despecho—. Sé quién le ha llevado hasta esta espantosa situación. ¡Miserable, infame; es usted una criatura repugnante que se vende al primero que llega! —Los labios de la señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz con asco—. Me veo impotente… sépalo, miserable… Me veo impotente; usted es más fuerte que yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo! Le pedirá cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces se acordará de mí!

De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación y se retorcía las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin comprender, y esperaba de ella algo espantoso.

—Yo, señora, no sé nada —articuló, y de pronto rompió a llorar.

—¡Miente! —gritó la señora, mirándola colérica—. Lo sé todo. Hace ya mucho que la conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los días.

—Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero yo no fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.

—¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de la oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted. Escúcheme —añadió la señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha—: usted no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es el fin que se propone, pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos… Si lo condenan y es desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre… Compréndalo. Hay, sin embargo, un medio para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego los novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!

—¿A qué novecientos rublos se refiere? —preguntó Pasha en voz baja—. Yo… yo no sé nada… No los he visto siquiera…

—No le pido los novecientos rublos… Usted no tiene dinero y no quiero nada suyo. Lo que pido es otra cosa… Los hombres suelen regalar joyas a las mujeres como usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!

—Señora, él no me ha regalado nada —elevó la voz Pasha, que empezaba a comprender.

—¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno. ¿Dónde ha metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba irritada y le he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo sé, pero, si es capaz de sentir piedad, póngase en mi situación. Se lo suplico, devuélvame las joyas.

—Hum… —empezó Pasha, encogiéndose de hombros—. Se las daría con mucho gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada, puede creerme. Aunque tiene razón —se turbó la cantante—: en cierta ocasión me trajo dos cosas. Si quiere, se las daré…

Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un anillo de poco precio con un rubí.

—Aquí tiene —dijo, entregándoselos a la señora.

Ésta se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.

—¿Qué es lo que me da? —preguntó—. Yo no pido limosna, sino lo que no le pertenece… lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi marido… a ese desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el muelle, llevaba usted unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja, pues; no es un corderillo inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?

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