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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (73 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—¡Cuántos siglos sin verlo! —exclamó al tender la mano hacia Stártsev, se notaba que su corazón latía emocionado. Mirando fijamente y con curiosidad su rostro, prosiguió—: ¡Cómo ha engordado! Está más moreno, parece más hombre, pero en general ha cambiado poco.

También entonces le gustaba la muchacha, le gustaba mucho, aunque le faltaba algo, o le sobraba, no sabría decirlo, pero había algo que le impedía sentirse como antes. No le agradaba su palidez, la nueva expresión de su rostro, la débil sonrisa, la voz y, algo más tarde, no le gustó el vestido, el sillón en el que ella se sentaba; le disgustaba algo del pasado, de cuando estuvo a punto de casarse con ella. Recordó su amor, las ilusiones y esperanzas que lo dominaron hacía cuatro años y se sintió molesto.

Tomaron té con un pastel dulce. Luego Vera Lósifovna leyó en voz alta una novela, narró algo que nunca ocurría en la vida. Stártsev escuchaba y miraba su cabeza canosa y bella, esperando que acabara.

«El inepto no es quien no sabe escribir novelas, sino el que las escribe y no sabe disimularlo» —pensaba Stártsev.

—No está mal, pero nada mal… —comentó Iván Petróvich.

Después, Ekaterina Ivánovna tocó el piano, durante un buen rato y en forma ruidosa. Cuando acabó, los invitados la felicitaron por su ejecución.

«Hice bien en no casarme con ella» —pensó con alivio Stártsev.

Ella lo miraba y, al parecer, esperaba que él la invitara a salir al jardín, pero Stártsev permanecía en silencio.

—Charlemos un rato —dijo ella acercándose a él—. Cuénteme algo de su vida. ¿Cómo va todo? ¿Bien? Todos estos días he pensado en usted —prosiguió nerviosa—. Quería enviarle una carta, quería ir yo misma a Diálizh. Había decidido ir, aunque luego cambié de idea. Dios sabe qué pensará usted de mí ahora. ¡Le esperaba hoy con tanta emoción! Se lo ruego, por favor, salgamos al jardín.

Salieron al jardín y se sentaron en el banco bajo el viejo arce, como cuatro años atrás. Estaba oscuro.

—¿Qué tal le va? —preguntó de pronto Ekaterina Ivánovna.

—Pues así, aquí estamos, vamos tirando —contestó Stártsev.

No se le ocurrió nada más. Callaron.

—Estoy muy emocionada —dijo Ekaterina Ivánovna, y se tapó el rostro con las manos—, pero usted no haga caso. Estoy tan bien en casa y tan contenta de verlos a todos que no puedo hacerme a la idea. ¡Cuántos recuerdos! Me parecía que íbamos a hablar sin parar hasta la madrugada.

Ahora veía de cerca su cara, sus ojos brillantes, aquí en la oscuridad parecía más joven que en la habitación y hasta daba la impresión de haber recobrado su expresión infantil de antes. En efecto, miraba con ingenua curiosidad el rostro del hombre, como si quisiera ver más de cerca y comprender al hombre que en otro tiempo la había amado con tanto ardor, tanta ternura y tan poca suerte. Sus ojos le agradecían aquel amor. Y él recordó todo lo sucedido, los más pequeños detalles, cómo anduvo por el cementerio, cómo después, al amanecer, regresó a casa, agotado; y de pronto sintió tristeza y lástima del pasado. En el alma se encendió una pequeña llama.

—¿Se acuerda usted cuando la acompañé a la velada en el club? —dijo él—. Entonces llovía, estaba oscuro…

El fuego crecía en su alma, y ya tenía ganas de hablar, de quejarse de la vida…

—¡Hum! —exclamó en un suspiro—. Me pregunta usted por mi vida. ¿Cómo vivimos aquí? Pues de ninguna manera. Envejecemos, engordamos, vamos cayendo… Día tras día, noche tras noche, la vida pasa monótona, sin impresiones, sin ideas… Durante el día a ganarse el pan, por la tarde al club, una sociedad de jugadores de cartas, alcohólicos y groseros a los que no puedo aguantar. ¿Qué hay de bueno en eso?

—Pero tiene usted el trabajo, un fin honrado en la vida. Antes le gustaba tanto hablar de su hospital. Yo entonces era una chica rara, me imaginaba una gran pianista. Ahora todas las señoritas tocan el piano; y yo también tocaba, como todas, no había en mí nada de particular; soy tan pianista, como mi madre escritora. Y claro está, entonces yo no lo comprendía, pero en Moscú a menudo pensé en usted. Sólo pensaba en usted. ¡Qué felicidad ser médico rural, ayudar a los que sufren, servir al pueblo! ¡Qué felicidad! —volvió a decir Ekaterina Ivánovna con entusiasmo—. Cuando pensaba en usted en Moscú me lo imaginaba tan ideal, tan elevado…

Stártsev se acordó de los papelitos que por las tardes sacaba de los bolsillos con gran placer, y el fuego que ardía en su pecho se apagó.

Se levantó para marcharse a su casa. Ella lo sujetó del brazo y prosiguió:

—Usted es el mejor de los hombres que he conocido en mi vida. Nos veremos, charlaremos, ¿no es cierto? Prométamelo. Yo no soy una pianista, en lo que a mí respecta no me engaño y en su presencia no tocaré ni hablaré de música.

Cuando entraron en la casa, Stártsev vio a la luz su rostro y sus ojos tristes, agradecidos e inquisitivos dirigidos hacia él, se sintió intranquilo y pensó de nuevo: «Qué bien que no me casé con ella».

Comenzó a despedirse.

—No tiene usted ningún derecho de marcharse sin cenar —le decía Iván Petróvich al acompañarlo—. ¡A ver, tu representación! —dijo dirigiéndose en el recibidor a Pava.

Pava, que ya no era un chiquillo sino un joven con bigote, se estiró, alzó un brazo y exclamó con voz trágica:

—«¡Muere, desdichada!»

Estas cosas irritaban a Stártsev. Al sentarse en el coche y mirar hacia la oscura casa y el jardín que en un tiempo le resultaron tan agradables y queridos, se acordó de todo junto: las novelas de Vera Iósifovna, las ruidosas interpretaciones de Katia, las frases supuestamente ingeniosas de Iván Petróvich, la pose trágica de Pava, y pensó que si la gente más inteligente de toda la ciudad era tan mediocre, cómo tendría que ser el resto.

Al cabo de tres días, Pava le llevó una carta de Ekaterina Ivánovna.

No viene usted a vernos. ¿Por qué? —escribía—. Me temo que haya cambiado de actitud hacia nosotros y me asusta tan sólo la idea de pensarlo. Deshaga mis temores, venga a vernos y diga que todo sigue bien.

Necesito hablar con usted. «Su E.I.».

Leyó la nota, pensó un momento y dijo a Pava:

—Dile, querido Pava, que hoy no puedo ir, estoy muy ocupado. Di que iré dentro de unos tres días.

Pero transcurrieron tres días, luego una semana y seguía sin ir. En cierta ocasión, al pasar en coche junto a la casa de los Turkin, se acordó de que tenía que visitarlos aunque fuera sólo por un minuto, mas lo pensó… y no entró.

Y nunca más visitó a los Turkin.

V

Han pasado varios años más. Stártsev ha engordado más aún, está hecho una bola de grasa, respira con fuerza y al andar echa ya la cabeza atrás. Cuando con su aspecto rechoncho y rojo marcha en su troika con cascabeles y Panteleimón, también rechoncho y rojo, con un cuello carnoso, sentado en el pescante lanza las manos hacia adelante, como si fueran de madera y grita a los que vienen a su encuentro: «¡A la dereeecha!», el cuadro resulta imponente; parece que el que va allí no es un hombre sino algún dios mitológico. En la ciudad tiene una gran clientela, no le queda tiempo ni para respirar, y ya posee una hacienda y dos casas en la ciudad. Le tiene puesto el ojo a una tercera más rentable. Y cuando en la Sociedad de Crédito y Préstamo le hablan de alguna casa en venta, va a visitarla y sin ninguna clase de ceremonias, pasando por todas las habitaciones sin prestar atención a las mujeres desvestidas y los niños que lo miran con asombro y miedo, señala con un bastón en todas las puertas y suele decir:

—¿Esto es el despacho? ¿El dormitorio? ¿Y aquí qué hay?

Tiene una respiración forzada y se seca el sudor de la frente.

A pesar de su mucho trabajo no deja el cargo de médico rural: la avaricia es más fuerte que él, quiere poder con todo. En Diálizh y en la ciudad, lo llaman simplemente Iónich. «¿Adónde irá Iónich?» o «¿por qué no consultamos a Iónich?»

Seguramente por tener la garganta aprisionada por la grasa, se le ha cambiado la voz, la tiene ahora fina y aguda. También le ha cambiado el carácter… es más pesado e irritable. Al recibir a los enfermos, por lo común se enfada, golpea impaciente con el bastón contra el suelo y grita con su voz desagradable:

—¡Limítese sólo a contestar a las preguntas! ¡Silencio!

Está solo. Su vida es aburrida, nada ni nadie le llega a interesar.

En todos esos años vividos en Diálizh, el amor por Katia ha sido su única alegría y seguramente la última. Por las tardes juega a las cartas en el club, después se sienta sólo a una gran mesa y cena. Le sirve Iván, el sirviente más viejo y respetado, y ya todos —los encargados del club, el cocinero y el sirviente— saben lo que le gusta y lo que no y se esfuerzan por satisfacer todos sus menores deseos. Porque no vaya a ser que se enfade y empiece a dar bastonazos contra el suelo.

Mientras cena, en ocasiones se da la vuelta e interviene en alguna conversación.

—¿De qué hablan? ¿Eh? ¿De quién?

Y cuando por casualidad en alguna mesa vecina se toca el tema de los Turkin, siempre pregunta:

—¿De qué Turkin hablan ustedes? ¿Esa gente que tiene una hija que toca el piano?

Esto es todo lo que se puede decir de él.

¿Y de los Turkin? Iván Petróvich no ha envejecido, no ha cambiado nada y como siempre dice frases ingeniosas y cuenta chistes; Vera Lósifovna lee sus novelas a los invitados con la misma solicitud y cordial sencillez. Katia toca el piano sus cuatro horas. Ha envejecido sensiblemente, tiene algún achaque y cada otoño se marcha con su madre a Crimea. Al despedirlas en la estación, Iván Petróvich, cuando el tren se pone en marcha, se seca las lágrimas y grita:

—¡Hasta la vista, por favor! Y agita un pañuelo.

Las islas voladoras
I
La Conferencia

—¡He terminado, caballeros! —dijo Mr. John Lund, joven miembro de la Real Sociedad Geográfica, mientras se desplomaba exhausto sobre un sillón. La sala de asambleas resonó con grandes aplausos y gritos de ¡bravo! Uno tras otro, los caballeros asistentes se dirigieron hacia John Lund y le estrecharon la mano. Como prueba de su asombro, diecisiete caballeros rompieron diecisiete sillas y torcieron ocho cuellos, pertenecientes a otros ocho caballeros, uno de los cuales era el capitán de La Catástrofe, un yate de 100,000 toneladas.

—¡Caballeros! —dijo Mr. Lund, profundamente emocionado—. Considero mi más sagrada obligación el darles a ustedes las gracias por la asombrosa paciencia con la que han escuchado mi conferencia de una duración de 40 horas, 32 minutos y 14 segundos… ¡Tom Grouse! —exclamó, volviéndose hacia su viejo criado—. Despiértame dentro de cinco minutos. Dormiré, mientras los caballeros me disculpan por la descortesía de hacerlo.

—¡Sí, señor! —dijo el viejo Tom Grouse.

John Lund echó hacia atrás la cabeza, y estuvo dormido en un segundo.

John Lund era escocés de nacimiento. No había tenido una educación formal ni estudiado para obtener ningún grado, pero lo sabía todo. La suya era una de esas naturalezas maravillosas en las que el intelecto natural lleva a un innato conocimiento de todo lo que es bueno y bello. El entusiasmo con el que había sido recibido su parlamento estaba totalmente justificado. En el curso de cuarenta horas había presentado un vasto proyecto a la consideración de los honorables caballeros, cuya realización llevaría a la consecución de gran fama para Inglaterra y probaría hasta qué alturas puede llegar en ocasiones la mente humana.

«La perforación de la Luna, de uno a otro lado, mediante una colosal barrena». ¡Éste era el tema de la brillantemente pronunciada conferencia de Mr. Lund!

II
El Misterioso Extraño

Sir Lund no durmió siquiera durante tres minutos. Una pesada mano descendió sobre su hombro y tuvo que despertarse. Ante él se alzaba un caballero de un metro, ocho decímetros, dos centímetros y siete milímetros de altura, flexible como un sauce y delgado como una serpiente disecada. Era completamente calvo. Enteramente vestido de negro, llevaba cuatro pares de anteojos sobre la nariz, un termómetro en el pecho y otro en la espalda.

—¡Sígame! —exclamó el calvo caballero con tono sepulcral.

—¿Dónde?

—¡Sígame, John Lund!

—¿Y qué pasará si no lo hago?

—¡Entonces me veré obligado a perforar a través de la Luna antes de que lo haga usted!

—En ese caso, caballero, estoy a su servicio.

—Su criado caminará detrás de nosotros.

Mr. Lund, el caballero calvo y Tom Grouse abandonaron la sala de asambleas, saliendo a las bien iluminadas calles de Londres. Caminaron durante largo tiempo.

—Señor —dijo Grouse a Mr. Lund—, si nuestro camino es tan largo como este caballero, de acuerdo con la ley de la fricción, ¡gastaremos nuestras suelas!

Los caballeros meditaron un momento. Diez minutos después, tras decidir que el comentario de Grouse tenía mucha gracia, rieron ruidosamente.

—¿Con quién tengo el honor de compartir mis risas, caballero? —preguntó Lund a su calvo acompañante.

—Tiene el honor de caminar, hablar y reír con un miembro de todas las sociedades geográficas, arqueológicas y etnográficas del mundo, con alguien que posee un grado
magna cum laude
en cada ciencia que ha existido y que existe en la actualidad, es miembro del Club de las Artes de Moscú, fideicomisario honorífico de la Escuela de Obstetricia Bovina de Southampton, suscriptor del
The Illustrated Imp
, profesor de magia amarillo-verdosa y gastronomía elemental en la futura Universidad de Nueva Zelanda, director del Observatorio sin Nombre, William Bolvanius. Lo estoy llevando, caballero, a…

(John Lund y Tom Grouse cayeron de rodillas ante el gran hombre, del que tanto habían oído, e inclinaron sus cabezas en señal de respeto).

—… lo estoy llevando, caballero, a mi observatorio, a treinta y dos kilómetros de aquí. ¡Caballero! El silencio es una bella cualidad en un hombre. Necesito un compañero en mi empresa, la significación de la cual será capaz de comprender con tan sólo los dos hemisferios de su cerebro. Mi elección ha recaído en usted. Tras su conferencia de cuarenta horas, es muy improbable que desee entablar conversación conmigo, y yo, caballero, no amo a nada tanto como a mi telescopio y a un silencio prolongado. La lengua de su servidor, empero, será detenida a una orden suya. ¡Caballero, viva la pausa! Lo estoy llevando… Supongo que no tendrá nada en contra, ¿no es así?

—¡En absoluto, caballero! Tan sólo lamento que no seamos corredores y, por otra parte, el que estos zapatos que estamos usando valgan tanto dinero.

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