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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (51 page)

BOOK: Puerto humano
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—¿Anna-Greta? —preguntó—. ¿Qué fue lo que le pasó a Johan, en realidad?

Anna-Greta dobló el vestido de novia con esmero y lo metió en una bolsa para que no se manchara. Simon no sabía si aquella no sería una pregunta tonta, pero de alguna manera era ella quien había sacado a relucir el tema trayendo el arpón.

Empezaba a pensar que su pregunta no iba a tener respuesta cuando Anna-Greta dejó la bolsa en el banco de la cocina y dijo:

—¿Has oído hablar de Gunnilsöra?

—Sí —respondió Simon—. Es esa isla que solo se puede ver a veces. Que aparece y desaparece. ¿Por qué?

—Y ¿qué crees tú de eso?

Simon no sabía a dónde quería llegar, pero contestó lo mejor que pudo.

—Pues que no hay nada que creer, sencillamente. Lo que me parece es que eso se ha interpretado mal, como todo lo demás: que si las playas del Paraíso, que si aposentos del Maligno. Pero no es más que un efecto óptico, ¿no? Que tiene que ver con el estado del tiempo.

Anna-Greta pasó el dedo sobre el arpón, que estaba limpio y liso tras los cuidados de Johan.

—Lo llamaba. Cogió alguna captura que no debería haber sacado.

—¿Lo llamaba la isla? ¿Qué isla?

—Dijo que estaba más allá de Gåvasten. Pero que no era Gåvasten. Que se movía. Dijo que una noche estaba fuera de la Chapuza y que lo llamaba. ¿No te acuerdas de lo asustado que estaba, Simon? ¿De lo asustado que estaba siempre?

—Sí —contestó Simon. Recordaba tanto al chico entusiasta que desenterró el arpón como al muchacho cada vez más desorientado y ausente en el que se convirtió luego—. Pero eso es una insensatez. ¿Una isla? ¿Cómo va a perseguir una isla a alguien?

Anna-Greta se arrimó a él y bajó el tono de voz hasta dejarlo en un susurro.

—¿No has oído el mar? ¿Cómo llama?

Si Anna-Greta le hubiera preguntado una cosa así, con la voz temblorosa, tan solo una semana antes, Simon se habría preocupado por la salud mental de ella. Hasta hacía una semana no había visto la profundidad, no había hundido un cuerpo en esa misma profundidad.

—No lo sé —contestó—. Quizá. ¿Tú lo oyes?

Anna-Greta miró a través de la ventana y su mirada se volvió lejana, se perdió en rutas lejanas.

—¿Te he hablado de Gustav Jansson? —le preguntó—. ¿El farero de Stora Korset?

—Sí. Tú le conocías, ¿no?

Anna-Greta asintió.

—Con él empezó. Para mí.

El farero

La isla de Stora Korset es el último puesto de vigilancia frente al mar de Åland. Tan alejada de todo se encuentra esta isla que el farero, además de su sueldo, también podía cobrar el llamado suplemento por aislamiento. Una pequeña gratificación por soportar la soledad.

Desde finales de los años treinta hasta principios de los cincuenta fue Gustav Jansson quien se hizo cargo de las cosas allí. Había nacido en Domarö pero era algo huraño, y cuando quedó vacante el puesto de farero aprovechó la ocasión para poder estar en paz. Después se pasó allí trece años con cuatro gallinas como única compañía.

La guerra
no le gustaba
nada. Malo era el estruendo de las prácticas de tiro y de las minas que tenían que desactivar, pero lo peor eran las visitas. Los militares que llamaban a la puerta y se informaban de esto y de lo otro, los barcos que atracaban en su embarcadero en viajes de reconocimiento. En algún momento se llegó a hablar de que iban a fortificar la isla, pero afortunadamente aquellos planes quedaron en nada.

No habría faltado más que eso. Tener una batería atrincherada debajo de él en los acantilados, con los reclutas dando vueltas por allí, fumando y asustando a las gallinas. No, en ese caso habría solicitado el cese con carácter inmediato.

La guerra, sin embargo, trajo consigo una cosa buena.

Gustav Jansson no había estado nunca casado. No porque tuviera nada en particular en contra de las mujeres, no, le caían tan mal como los hombres, pero era una persona solitaria por naturaleza y no apta para formar pareja.

Con la guerra llegó una mujer a la que podía soportar. No para casarse con ella, ni siquiera en el caso, claro está, de que hubiera existido esa posibilidad, pero toleraba su compañía y pronto se sorprendió a sí mismo esperando los días en los que ella llegaba a su isla con tabaco y periódicos.

Pese a todo, era lo bastante hombre como para apreciar la belleza femenina, pero lo que más le gustaba de Anna-Greta era que no hablaba innecesariamente. El resto de la gente solía ponerse nerviosa ante lo callado que era Gustav y hablaba aún más, como si hubiera que completar un cupo.

Anna-Greta, no. Solo después de unos años de trato se dijeron algo más que lo absolutamente necesario para atender su relación comercial. Para entonces Gustav ya le había comprado un rompecabezas a Anna-Greta. Cuando lo terminó quiso comprar otro y eso dio lugar a una serie de discusiones. ¿De qué tema, cuántas piezas?

Llegó a estar abonado a los rompecabezas, preferiblemente con el tema del mar. Como no tenía ni sitio ni ganas de guardar los rompecabezas que ya había hecho, lo que hacía era ir colocando las piezas con cuidado y, una vez terminado, lo desmontaba y volvía a colocar las piezas en la caja. Una vez al mes llegaba Anna-Greta, le recogía el rompecabezas viejo y le traía uno nuevo. A mitad de precio, porque Anna-Greta podía volver a vender el rompecabezas que él ya había hecho.

Con el tiempo llegaron a hablar alguna que otra vez de asuntos que no tenían que ver con sus negocios. Fue creciendo una cierta familiaridad entre ellos.

Dos años después del final de la guerra la opinión generalizada era que Gustav había perdido el juicio. Su trabajo de farero lo realizaba estupendamente, de eso no había ninguna queja, pero no se podía hablar con aquel hombre. Se había vuelto loco de tanto leer la Biblia.

Pero Anna-Greta conocía la verdad. Era cierto que, aparte de los rompecabezas, la Biblia era el único entretenimiento al que se dedicaba Gustav allá en su isla. Se la sabía de cabo a rabo. E incluso solía mantener diálogos consigo mismo en los que una parte era un profeta riguroso y la otra un librepensador.

Pero loco no estaba. Gustav había descubierto que la mejor manera de echar de allí a las visitas inoportunas era empezar a predicar. Curiosamente, la gente sentía cierto malestar al oír predicar la palabra de Dios desde el momento en que amarraban sus barcos en el embarcadero de Gustav, de modo que las visitas no se alargaban. Dejaban a Gustav en paz con su faro y con Dios.

Una tarde a principios de los años cincuenta Anna-Greta llegó más tarde de lo normal en su visita mensual. Soplaban vientos del norte con una fuerza de doce metros por segundo y a Gustav le sorprendió que hubiera podido llegar. Mientras Anna-Greta sacaba en la casa del farero los artículos que traía para Gustav, empezó a arreciar aún más el viento. El anemómetro registró ráfagas de más de veinte nudos.

La situación era tan mala que a Anna-Greta no le iba a quedar más remedio que hacer noche en la isla. A través de la radio de onda corta Gustav se puso en contacto con Nåten, donde prometieron ocuparse de que Torgny, Maja y Johan supieran que Anna-Greta se encontraba bien y que esperaba a que mejorase el tiempo para volver a casa.

Aun cuando Anna-Greta y Gustav tenían una buena relación comercial y podría decirse que de camaradería, para él resultaba embarazoso tener a una mujer pasando la noche en su casa. No sabía qué hacer, era como si estuviera en su propia casa.

Fue un alivio que Anna-Greta no mostrara reparos en tomarse con él un trago de aguardiente. Se sentaron a la mesa de la cocina el uno enfrente del otro contemplando el mar, cuyo oleaje se acentuaba a la luz del faro, y se bebieron unas copas que ayudaron a que desapareciera la sensación de apuro.

Quién no lo oyera no se lo iba creer, pero a medida que avanzaba la noche Gustav se iba volviendo cada vez más hablador. Atizó bien la chimenea y fue subiendo la temperatura mientras hablaba de embarcaciones que se habían ido a pique, de mapas dibujados en las rocas y de aves migratorias que se estrellaban contra el faro y morían a carretadas.

Cuando Gustav, con la cara roja, se quitó el jersey de lana, Anna-Greta se dio cuenta de que llevaba la camiseta del revés y se lo dijo. Él la miró entornando los ojos.

—Uno se protege lo mejor que puede.

—¿No creerás tú en esas supersticiones, Gustav?

—No. Pero en esto sí creo —declaró Gustav echando mano a una botella de contenido algo turbio—. Y tú también debes hacerlo. Si es que vas a pasar la noche aquí.

Por pura cortesía, Anna-Greta se tomó un vasito de aquel brebaje amargo. Ella sabía que muchos fareros plantaban ajenjo para dar sabor al aguardiente que ellos mismos destilaban, pero Gustav, como poco, se había pasado con el condimento y aquello sabía malísimo.

—Para sibaritas no es —dijo cuando Anna-Greta dejó el vasito en la mesa—, pero salva la vida y eso bien puede merecer el mal trago.

Anna-Greta no se dejó convencer con semejante afirmación. El aguardiente la había vuelto preguntona y a Gustav comunicativo, hasta el punto de que él contó por primera vez lo que le pasaba con el mar.

Dijo que lo quería coger. Que lo llamaba. Que le hacía ver visiones y que le hacía falsas promesas. Lo amenazaba. Él había acudido a la Biblia en busca de respuestas y había conseguido alguna, pero de no haber crecido el ajenjo alrededor del faro en las cantidades que lo hacía, no se le habría ocurrido nunca.

Y estaba demostrado que funcionaba. El mar ya no se atrevía a molestarlo de forma tan amenazante, y sus susurros por las noches se habían acallado desde que empezó a mezclar su sangre con ajenjo.

A la mañana siguiente el viento había amainado y Anna-Greta pudo ponerse en camino hacia casa. Antes de partir, Gustav le dio un bote de café donde había metido una planta de ajenjo con un poco de tierra.

—Cuídala bien —le dijo medio en broma con esa voz profunda y profética que poseía—, para que se reproduzca y llene la Tierra.

Anna-Greta se despidió de él agitando la mano y puso rumbo a Domarö. No había recorrido más que una milla cuando oyó un extraño ruido de fondo. Ella paró enseguida por miedo a una avería mayor y empezó a examinar los contactos y las juntas.

Pero seguía escuchando aquel ruido, aunque el motor estaba parado. Era un ruido aterciopelado, envolvente. Anna-Greta daba vueltas pero era imposible localizar la fuente del sonido. Se asomó desde la borda y miró dentro del agua. Parecía suave y acogedora como el abrazo de un ser querido. Ella quería estar allí.

Aquella fue la primera vez que ella oyó la llamada.

Consiguió romper el hechizo arrancando el motor y concentrándose en sus golpes sordos, pero bajo el ruido de cigüeñales y pistones se seguía oyendo ese susurro sin palabras que era una promesa de calor y calma.

Gustav le había asegurado que en Domarö había varias personas que conocían los secretos del mar, pero que nunca hablaban de ello. Anna-Greta creyó comprender ahora el motivo, un detalle importante en el que Gustav no había caído.

No se oye si no se conoce su existencia
.

Anna-Greta se dedicó al comercio entre las islas unos años más, pero cuando conoció a Simon vendió el barco para dejar de oír la llamada del mar. Con el tiempo parece que el mar dejó de interesarse por ella y las llamadas cesaron.

Había plantado el ajenjo de Gustav junto a la playa debajo de la Chapuza, y allí fue extendiéndose poco a poco sin que nadie reparara en ello.

Junto a Simon, Anna-Greta inició una nueva vida en la que no había sitio para el mar. Y así habría continuado si Johan no se hubiera presentado en casa una noche muchos años después y le hubiera hablado de la isla que le estaba llamando, que oía voces.

Para abreviar esta larga historia, hay que decir que Anna-Greta consiguió con el tiempo sonsacarle a Margareta Bergwall lo que había que saber del mar. Ella se guardaba un as en la manga porque podía proporcionar algo que antes no tenían: un remedio. En pocos años el ajenjo florecía en los jardines de los iniciados y la estima de todos ellos hacia Anna-Greta fue en aumento.

Ella anduvo con mucho cuidado para no involucrar a Simon. Porque, aunque el mar era misterioso y a veces elegía sus víctimas entre los que no sabían, era evidente que cuanto más se sabía, mayor era el riesgo de ser llamado. O raptado.

Y ¿qué pasó con Gustav Jansson?

Nadie sabía lo que había pasado. Quizá se le acabó el ajenjo, quizá le sucediera alguna otra cosa, pero el frío invierno de 1957 el faro se quedó de repente a oscuras. Ocurrió una noche en la que cayó una fuerte tormenta de nieve y hasta el día siguiente no pudo trasladarse nadie hasta el faro.

La ropa de abrigo y los zapatos de Gustav no estaban en su refugio, por lo tanto él tuvo que salir y caminar sobre el hielo. Pero la nieve caída durante la noche había borrado todas las huellas.

No fue hasta la primavera, cuando se fundió la nieve que cubría el hielo, cuando se pudo tener alguna pista de lo que le había pasado a Gustav. En el hielo reluciente fuera de la isla se veían pisadas. Donde Gustav había pisado, la nieve se había comprimido y se deshacía más despacio que la nieve suelta de alrededor.

Por encima del refulgente hielo discurría una línea blanca de pisadas fantasmales en dirección a la península. Se podían seguir a lo largo de más de un kilómetro. Después desaparecían. La última huella aparecía en medio de la nada, Ledinge apenas se divisaba desde allí. Después ya no había más pisadas.

Quizá el viento hubiera borrado el resto de las pisadas, quizá Gustav había caído muerto justo allí y después lo habían buscado, arrastrado o levantado de alguna manera.

En cualquier caso, Gustav había desaparecido y ya al año siguiente automatizaron el faro de Stora Korset y el refugio del farero se lo alquilaron a una asociación ornitológica que montó luces alrededor del edificio para alertar a los pájaros.

El dedo en la llaga

Anna-Greta acababa de terminar su relato cuando se abrió la puerta de fuera. Por el modo en que se abrió y por su forma de andar supieron que era Anders. Cuando entró en la cocina tenía los ojos vidriosos y se frotaba las manos de una manera que a Simon le recordó a Johan. Nervioso, inquieto.

—Solo venía para decirte que he cogido prestado tu barco —explicó Anders—. Y que iré mañana. Enhorabuena.

Parecía que Anders estaba a punto de marcharse y Anna-Greta le insistió:

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