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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (50 page)

BOOK: Puerto humano
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Cecilia se agachó junto a su padre, que estaba dormido, y le dio unos golpecitos en el hombro.

—Oye —le dijo—. Escucha. —Se volvió hacia Anders—. ¿Cómo se llama?

—Johan. Pero déjale. Lo que le pasa es que está borracho.

—Johan. —Cecilia lo movió más fuerte—. Johan, no debes estar aquí tumbado.

Johan se estremeció y un carraspeo insondable retumbó a través de su pecho. Cecilia se hizo a un lado cuando Johan levantó la cabeza y se volvió de lado. Había estado tumbado sobre una botella de plástico a medias que se había abollado bajo su peso.

El padre de Anders vio a Cecilia. Tenía los ojos como de cristal sucio, un hilillo de saliva corría desde la comisura de los labios hasta la hierba. Paladeó, se aclaró la garganta y balbució:

—Tenéis que amaros.

Aquella humillación afectó profundamente a Anders y le tiñó las mejillas de rojo. La mano de su padre buscaba a tientas el pie de Cecilia como si quisiera agarrárselo. Como no llegaba a él, alzó la mirada hasta ella y le advirtió:

—Tened cuidado con el mar, solamente.

La vergüenza explotó en una ira ciega y Anders se abalanzó hacia su padre, con el pie preparado para darle una patada. Un atisbo de sentido común hizo, no obstante, que en el último momento cambiara la dirección del pie y en vez de a la cabeza de su padre le dio a la botella de plástico, que salió volando y botó en el descuidado césped.

No fue suficiente. En la cara de su padre se dibujó una sonrisa tonta y Anders estaba a punto de echarse encima de él para descargar su rabia, cuando Cecilia lo agarró del brazo y se lo llevó de allí.

—¡Basta! ¡Basta! Así no vas a arreglar nada.

—¡Te odio! —gritó Anders a su padre—. ¿Lo sabes? ¡Te odio!

Después se marchó corriendo. No tenía palabras para explicárselo a Cecilia, nada que pudiera disculparlo o aclararlo. Él era un mierda con un padre que era un mierda y, aún peor, era un paleto de mierda.
Ninguno
de los otros tenía padres que se comportaran así. Bebían vino, se ponían alegres. No estaban tirados babeando delante de sus casas en pleno día. Eso solo lo hacían los padres de los que no valen nada.

Bajó corriendo por las rocas en dirección a las casetas de los pescadores en el puerto y solo quería marcharse lejos, muy lejos. Iba a coger una piedra grande en brazos y se iba a tirar con ella al agua, se iba a hacer desaparecer y no existir nunca más.

Pasó junto a las casetas y corrió hasta el extremo de uno de los muelles pequeños donde estaban atracados los barcos de recreo con su alegre colorido, corrió hasta el final del muelle y se detuvo, se quedó mirando los reflejos del agua. Luego se sentó en el borde del muelle.

Lo voy a matar
.

Llevaba un rato planeando, sopesando distintos métodos para matar a su padre, cuando oyó pasos detrás de él. Estuvo a punto de saltar al agua pero se quedó donde estaba. Luego oyó la voz de Cecilia a su espalda.

—¿Anders?

Anders meneó la cabeza. No quería hablar, no estaba allí, no era Anders, aquello no estaba pasando. Se oyó el roce suave de los pantalones cortos de Cecilia al sentarse en el muelle detrás de él. Él no quería que ella lo consolara o le dijera palabras amables, algo que lo aplacara. De todos modos no se lo iba a creer. Quería que ella se marchara y que le dejara en paz.

Estuvieron un rato así sentados. Después Cecilia le dijo:

—Mi madre es igual.

Anders volvió a negar con la cabeza.

—Sí —afirmó Cecilia—. No tanto. Pero casi. —Como Anders no decía nada, ella continuó—: Bebe mucho y entonces... se vuelve completamente chiflada. Tiró a mi gato por el balcón.

Anders se volvió un poco.

—Murió.

—No. Vivimos en el primer piso. Pero luego se volvió muy miedoso. Se asusta casi por todo.

Se quedaron en silencio. Anders se imaginó al gato volando desde el balcón del primer piso. Así que Cecilia vivía también en un piso. Anders se volvió de manera que pudiera verla por el rabillo del ojo. Estaba sentada en el muelle con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en las manos. Él le preguntó:

—¿Vives sola con tu madre?

—Sí. Cuando ella está así, suelo ir a casa de mi abuela. Ella es muy maja. Me puedo quedar allí a dormir y eso.

Anders había visto a la madre de Cecilia un par de veces y entonces no estaba borracha. Pero, pensándolo bien, sí que le parecía que tenía ese aspecto; la cara tensa, los ojos acuosos. Quizá estaba borracha sin que se le notara tanto como a su padre.

Siguieron hablando y la conversación después de un rato se desvió hacia otros temas. Resulta que a Cecilia también le gustaba hacer bollos en el horno y que también leía libros, sobre todo Maria Gripe. Anders solo había leído
Los escarabajos vuelan al atardecer
, pero Cecilia le habló de otros libros y parecían buenos.

Con el tiempo Anders tuvo ocasión de ver que aquel día, pese a todo, había traído consigo más cosas buenas que malas. Anders y Cecilia no se besaron hasta el verano siguiente en la roca y desde entonces empezaron a salir juntos.

Pero fue ese día cuando empezó todo.

Vuelta a casa

El motor arrancó a la primera y Anders salió a toda pastilla de Gåvasten. La velocidad le hacía sentirse más seguro, no creía que una gaviota pudiera alcanzar los quince nudos. Cuando había avanzado algunos cientos de metros, se volvió. Las gaviotas habían regresado y volaban alrededor del faro.

Él cogió la botella de plástico y la agitó repetidamente con la mano que tenía libre. El líquido era opaco, turbio. La misma clarividencia angustiosa que le afectaba a él cuando bebía aquel veneno fue la que vio en los ojos de su padre aquel día cuando les miró a Cecilia y a él.

Os vais a querer mucho. Tened cuidado con el mar, solamente
.

Aquella sería a grandes rasgos la historia de la vida de Anders desde aquel día. Pero ¿por qué habría empezado su padre a beber aquel veneno? A su padre no se lo llevó el mar.

¿O...?

Anders tenía veintidós años cuando ocurrió. Para entonces su padre ya estaba cobrando la pensión de invalidez porque tenía «lapsus». No podía ir a trabajar al astillero medio grogui, después no aparecer en un par de días, volver, trabajar normal una semana y luego desaparecer otra vez. Aquello a la larga no podía funcionar y vieron la manera de conseguirle una pensión.

No obstante, todavía lo apreciaban, y cuando necesitaban mano de obra extra solían llamarlo y comprobar cómo estaba. Si estaba bien iba, echaba una mano donde hiciera falta y se ganaba un dinerillo limpio.

Entre otras cosas, trabajó en la construcción de las nuevas instalaciones para albergar los barcos de los veraneantes durante el invierno. Cuando, con el tiempo, llegó la fiesta de la echada de aguas afuera, él estaba invitado, evidentemente. La construcción no estaba lista del todo, pero el armazón y el tejado estaban en su sitio y, además, hacía tiempo que no celebraban ninguna fiesta.

Estuvieron bebiendo y hablando hasta las tantas. Hacia la una Johan se despidió y bajó haciendo eses hasta el puerto para llevarse el barco a casa. Aquello no era nada raro, sabían que podía llevar el barco hasta Domarö con los ojos cerrados si fuera necesario.

Así que le dijeron «Hasta mañana» y «Ve con cuidado» y «No vayas a chocar con algún alce» y después ya no lo volvieron a ver vivo en esta orilla de la bahía.

Nadie sabía con exactitud qué había pasado, pero se creía que Johan había llegado al puerto en medio de la oscuridad y le había vencido el cansancio o se le había metido en la cabeza no irse a casa. En vez de eso, había juntado unas lonas y se había preparado una cama con unas cuantas debajo y otras a modo de edredón.

Así estaba todavía a las siete de la mañana cuando un camión cargado de arena para los cimientos dio marcha atrás abajo en el puerto. Torbjörn, que conducía el camión, también había estado en la fiesta y se había acostado tarde. Cuando vio en el espejo retrovisor las viejas lonas tiradas en el suelo, no tuvo ganas para bajarse del camión a recogerlas, sino que dio marcha atrás encima de ellas.

La rueda de atrás pilló algo y él siguió dando marcha atrás. La rueda delantera pilló algo más pequeño y él siguió dando marcha atrás. Solo después de retroceder un par de metros más echó un vistazo al montón de lonas. Vio que salía algo por debajo de ellas. Entonces paró y se bajó.

Torbjörn se maldeciría luego a sí mismo por no haberse dado cuenta de que el barco de Johan aún estaba en el puerto. Si lo hubiera visto, quizá habría sospechado algo, porque Johan era propenso a quedarse dormido casi en cualquier sitio. Pero no lo pensó y había dado marcha atrás sobre él con cinco toneladas de arena. Lo que vio Torbjörn al retirar las lonas fue una imagen que no se le olvidaría nunca.

Se comentó que habían encontrado una botella de aguardiente de destilación casera junto a su cuerpo. Anders sabía ahora lo que era.

De noche, frente al mar, frente a la profundidad sobre la que tenía que navegar, su padre, de pronto, había sentido miedo. Había ido al barco a buscar la botella de ajenjo tratando de infundirse ánimos, tratando de protegerse.

Bien porque sufriera un envenenamiento, bien porque el miedo no se le pasó, el caso es que se acurrucó bajo las lonas. Como un niño.

Como yo
.

Acurrucado entre las lonas esperando a que el miedo desapareciera y le dejara en paz.

Anders podía imaginárselo muy bien, demasiado bien. El mar, la noche, el miedo. Haber dejado la luz y a los amigos atrás y que de repente te invada un miedo de esos con los que no se puede razonar, un miedo cerval contra el que solo queda un remedio:
¡escóndete! ¡Que no te vea!

—Oh, papá... pobrecito...

El arpón

Simon estaba sentado a la mesa de la cocina, atento y formal, con las manos puestas en las rodillas mientras Anna-Greta rebuscaba en los armarios. Iban a elegir el vestido de novia y él esperaba a que le presentaran las alternativas.

Ambos habían dedicado la mañana a hacer los preparativos para el día siguiente. Habían hecho una ronda de llamadas invitando a los que querían invitar, habían reservado la casa de la parroquia para ofrecer allí un pequeño convite, y ya habían encargado las tartas de gambas en el supermercado Flygfyren en Norrtälje. El día de la boda por la mañana Anna-Greta se iría a casa de una amiga que había trabajado de peluquera y aún entendía algo de fiestas y celebraciones.

—¿Qué voy a hacer yo entonces? —preguntó Simon.

Anna-Greta se echó a reír.

—Ah, sí, deberías... disfrutar de tus últimas horas de libertad, supongo. Hacerte el lazo de la pajarita.

Simon había llamado a Göran para invitarlo y de paso habían quedado para que Simon disfrutara de sus últimas horas de soltería y finalmente localizara, de una vez, el pozo. Algo tenía que hacer, de lo contrario iba a estar dando vueltas y poniéndose nervioso.

Pese a que Anna-Greta había acelerado todo el proceso como si solo quisiera quitárselo de encima, las cosas habían cambiado cuando parecía que realmente iban a realizarse. Primero fue lo del convite, luego lo de las tartas y las invitaciones. Luego la historia de que iba a ir a arreglarse antes de la boda. Y ahora el vestido.

Y contagió aquella repentina preocupación a Simon. Que ahora estaba allí sentado preocupado por si debería ponerse o no los zapatos de charol y si aún le quedarían bien. Si debería echarse brillantina en el pelo.

Anna-Greta dejó de hacer ruido entre las ropas y recogió algo. Luego salió. Simon se irguió. A decir verdad todo aquello le parecía bastante divertido. La boda y todo lo que eso conllevaba había sacado a la luz otra cara de Anna-Greta, un aspecto más femenino que el que mostraba normalmente. A él le gustaba también aquella nueva faceta, con tal de que no llegara a la exageración.

Anna-Greta entró en la cocina con un montón de vestidos en el brazo y algo en la mano que dejó sobre la encimera. Se fue colocando encima los vestidos de uno en uno y Simon se encaprichó de uno beis de tela algo gruesa con flores blancas bordadas. También era el favorito de Anna-Greta, y por lo tanto ese asunto estaba resuelto. Después de volver a colgar las prendas seleccionadas, Anna-Greta cogió lo que había dejado antes en la encimera y lo puso en la mesa delante de Simon.

—¿Te acuerdas de esto? Lo he encontrado rebuscando.

Lo que había encima de la mesa era un pequeño tridente de metal. Simon lo cogió y le dio unas vueltas entre los dedos.

Sí, claro. Claro que se acordaba.

Cuando Johan tenía dieciocho años, Simon y él le habían hecho a Anna-Greta un huerto para las especias al lado de la casa. Johan se había encontrado el arpón mientras cavaba. Cogieron libros prestados para ver qué era aquello y llegaron a la conclusión de que era un arpón con más de mil años de antigüedad.

Aquel hallazgo despertó el interés de Johan y a lo largo de aquel verano fue sacando y leyendo más libros de la biblioteca. Lo que más le fascinaba era el hecho de que su terreno, el sitio sobre el que se asentaba su casa, realmente hubiera estado bajo las aguas, y a bastante profundidad.

Él había estudiado en la escuela los movimientos isostáticos, cómo las islas se elevaban sobre el nivel del mar algo más de medio centímetro al año. Pero el arpón se lo puso en evidencia de una forma concreta. Un pescador a bordo de su bote había pasado justo por encima de su terreno, del sitio donde ellos vivían, y había perdido su aparejo de pesca. Aquella idea desasosegó a Johan.

La lectura nunca había sido una de sus pasiones, pero se pasó todo el verano estudiando la historia del archipiélago en general y en particular la de Domarö. La cosa fue tan lejos que sopesó la idea de matricularse en la universidad para estudiar Geología y esas cosas, pero al llegar el otoño le ofrecieron un puesto de aprendiz en el astillero de Nåten y abandonó los planes de seguir estudiando.

El tridente cayó en el olvido y acabó entre las cosas viejas.

Simon sostuvo el arpón entre los dedos índice y corazón. Pesaba más de medio kilo y probablemente habría estado montado en un palo que se había descompuesto hacía ya mucho tiempo. Los peces, arponeados, cogidos y comidos. El que pescaba los peces se habría hecho un arpón nuevo, arponeado y comido otros peces, para nada. También él, con el tiempo, había ido a parar al fondo o a la tierra y se había descompuesto. Lo único que quedaba era el arpón.

BOOK: Puerto humano
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