Publicada en quince países,
Puerto humano
es la novela que, tal y como declara la prestigiosa
Kirkus Review
, ha consagrado a
John Ajvide Lindqvist
como el maestro escandinavo del terror.
Ésta es, sin duda, su novela más original y misteriosa: comienza a finales de verano, cuando llega a la isla de Domarö, un pintoresco archipiélago del mar Báltico, Anders, un joven devastado por la misteriosa desaparición de su pequeña hija Maja dos años atrás. Una mañana de invierno, la niña echó a andar por el mar helado y jamás se la volvió a ver. Esa tragedia acabó con el matrimonio de Anders y le convirtió en un hombre asocial y atormentado por los remordimientos. Él cree que su única posibilidad de redención es volver al lugar donde ocurrió la tragedia y, de la manera que sea, encontrar el hilo que le ayude a traer de nuevo a su hija entre los vivos. Lo que Anders ignora es que la desaparición de Maja sólo es uno de los innombrables misterios que envuelven a Domarö, un lugar maldito desde la noche de los tiempos.
John Ajvide Lindqvist
Puerto humano
ePUB v1.1
GONZALEZ20.08.12
Título original:
Människohamn
© John Ajvide Lindqvist, 2008
© de la traducción, Gemma Pecharromán, 2012
© de la adaptación de la portada, Mª Jesús Gutiérrez, 2012
© de la imagen de la portada, Gettyimages/ Froemel Kapitza
Corrección de erratas: Breo
ePub base v2.0
A mi padre
,
Ingemar Pettersson (1938-1998)
,
que me dio el mar
y el mar me lo arrebató
.
Bienvenido a la isla de Domarö
Este es un lugar que no podrás encontrar en ninguna carta de navegación, a menos que pongas mucha atención. Se encuentra a algo más de dos millas al este del istmo de Refsnäs, en el sur del archipiélago de Roslagen, en el interior del mismo, alejado de los faros de Söderarm y Tjärven.
Tienes que apartar unas cuantas islas, crear entre ellas superficies de agua despejadas, para distinguir la isla de Domarö. Entonces verás también el faro de Gåvasten y todos los demás puntos de referencia que aparecen a lo largo de este relato.
Que aparecen, sí. Esa es la expresión correcta. Nos vamos a mover en un espacio nuevo para el hombre. Ha permanecido bajo las aguas durante decenas de miles de años. Pero luego emergieron las islas y a ellas llegan los hombres y con los hombres, los relatos.
Así pues, empezamos.
Donde rugen las olas y gimen las tormentas.
Donde retumba el rompiente y se arremolina el agua salada,
allí surge del mar esta tierra que es la nuestra.
Heredad que de padres a hijos va.
Lennart Albinsson,
Rådmansö
.
¿Quién vuela hasta allí cubierto de plumas,
quién emerge del espejo oscuro del agua?
Gunnar Ekelöf,
Tjärven
.
El espino amarillo
Hace tres mil años la isla de Domarö solo era una roca grande y plana que sobresalía de la superficie del agua coronada por un bloque de piedra errático que los hielos habían dejado tras de sí. Hacia el este, a una milla náutica, se podía divisar la colina redondeada que posteriormente iba a emerger y recibiría el nombre de Gåvasten. No había nada más. Tendrían que pasar otros mil años más antes de que las islas e islotes circundantes se atrevieran a asomar la coronilla y comenzara la formación del grupo de islas que en la actualidad recibe el nombre de archipiélago de Domarö
.
Para entonces el espino amarillo ya había llegado a Domarö
.
A los pies del enorme bloque de piedra abandonado por los hielos se había formado una línea de costa. Allí, en los resquicios de la piedra, buscó acomodo el espino amarillo con sus raíces trepadoras y encontró abono en las algas podridas, creció donde no había donde crecer, aferrándose a las piedras. El espino amarillo. El más duro entre los duros
.
Y el espino amarillo echó nuevos brotes, se deslizó lentamente desde el borde del agua y creció en altura hasta que un reborde de color verde metálico rodeó a modo de barba las deshabitadas playas de Domarö. Los pájaros picoteaban sus bayas de color amarillo fuego con sabor a naranja amarga y volaban con ellas a otras islas, extendiendo el evangelio del espino amarillo a nuevas playas, y en unos cientos de años el reborde verde apareció por todas partes
.
Pero el espino amarillo se estaba cavando su propia tumba
.
El sustrato formado por la descomposición de las hojas de espino era más rico que el que podían ofrecer las piedras de la playa. Entonces vio el aliso su oportunidad. Depositó sus semillas entre los restos del espino amarillo y se hizo cada vez más fuerte. El espino no toleraba ni la tierra rica en nitrógeno a que daba lugar el aliso ni la sombra de sus hojas, y se retiró más abajo, cerca del agua
.
Al aliso le siguieron otras especies que también exigían un sustrato más rico y entablaron una pelea por la ocupación del territorio. El espino amarillo quedó relegado a la línea de costa que avanzaba muy lentamente, medio metro de elevación en cien años. Pese a que había propiciado la aparición del resto de las especies, el espino amarillo terminó arrinconado y postergado. Así pues, aguanta a orillas del agua esperando su momento
.
Bajo las estrechas hojas lanceoladas de color verde plateado esconde sus pinchos. Grandes pinchos
.
Dos niños y una piedra grande (julio de 1984)
Iban cogidos de la mano.
Él tenía trece años y ella doce. Si alguien de la pandilla los descubría en ese momento estaban perdidos. Se deslizaron a hurtadillas en el bosque de abetos, atentos a cada ruido y a cada movimiento como si estuvieran en una misión secreta. La verdad es que en cierto modo lo estaban: se iban a hacer novios, aunque eso ellos aún no lo sabían.
Eran casi las diez de la noche pero el cielo estaba todavía lo bastante claro como para que ambos pudieran ver los brazos y las piernas del otro como pálidos movimientos sobre la alfombra de turba y tierra que aún conservaba el calor del día. No se atrevían a mirarse a la cara. Si lo hacían, tendrían que decir algo, y no había ninguna palabra buena.
Habían decidido que iban a subir hasta la piedra. Al poco de ir caminando por el sendero entre los abetos sus manos se rozaron, uno de ellos cogió la mano del otro y así continuaron. Ahora seguían cogidos de la mano y si decían algo lo sencillo se iba a volver complicado.
Anders sentía su piel como si hubiera estado todo el día bajo un sol abrasador. Ardía y le quemaba por todas partes y sentía vértigo como si tuviera una insolación, tenía miedo de tropezar con alguna raíz y miedo de que le sudara la mano, miedo de que lo que estaba haciendo fuera una
transgresión
, aunque él no comprendiera el motivo.
Había otras parejas en la pandilla. Martin y Malin ahora estaban juntos. Malin había salido antes con Joel. Ellos podían tumbarse y besarse delante de todos, y Martin dijo que Malin y él habían estado metiéndose mano en las casetas de los pescadores. Fuera o no verdad, lo cierto era que ellos podían decir esas cosas, hacer esas cosas.
En parte porque tenían un año más y en parte porque eran los guapos. Chulitos. En tal caso les estaban permitidas un montón de cosas y podían hablar en otro idioma. Tratar de imitarles no era una buena idea, solo hacías el ridículo. Tenías que mirarlos y admirarlos, intentando reírles las gracias en el momento oportuno. No había más que hacer.
Ni Anders ni Cecilia eran unos mindundis. No estaban marginados como Henrik y Björn —Hubba y Bubba, como los llamaban—, pero tampoco formaban parte de la élite que marcaba las reglas del juego y decidía qué bromas internas eran divertidas.
Que Anders y Cecilia fueran y se cogieran de la mano era sencillamente ridículo. Ellos lo sabían. Anders era bajito y casi escuálido, su pelo castaño era demasiado fino para que pudiera hacerse ningún peinado y no entendía cómo lo hacían Martin y Joel. Él había intentado domar el pelo hacia atrás con gomina, pero se sentía ridículo y se lo había aclarado antes de que alguien lo viera.
Cecilia no era una chica que llamara la atención. Era de aspecto desgarbado y ancha de hombros, aunque delgada; casi nada de cadera y casi nada de pecho. Su cara apenas destacaba entre aquellos hombros tan anchos. Era rubia y llevaba el pelo cortado en media melena. Tenía la nariz sorprendentemente pequeña y llena de pecas. Cuando llevaba el pelo recogido en cola de caballo, a Anders le parecía guapísima. Sus ojos azules siempre parecían un poco tristes, y eso le gustaba a Anders. Parecía como si ella supiera.
Martin y Joel no sabían. Malin y Elin no sabían. Ellos eran perspicaces, decían lo que había que decir y podían llevar sandalias sin hacer el ridículo. Pero no sabían. Ellos solo hacían cosas. Sandra leía libros y era lista, pero no había nada en sus ojos que diera a entender que sabía.
Cecilia sabía, y como Anders podía verlo, esa era la demostración de que él también sabía. Cada uno de ellos sabía que el otro sabía. Anders no podía describir
qué
era lo que sabían, pero era algo. Algo sobre la vida, sobre cómo eran las cosas.
El terreno se volvió más empinado cuando empezaron a subir hacia la piedra, los abetos empezaron a ralear. Dentro de unos minutos se verían obligados a soltarse la mano para poder trepar.
Anders miraba de reojo a Cecilia. Ella llevaba puesta una camiseta de rayas amarillas y blancas con un escote que le dejaba los hombros al descubierto. Era absolutamente increíble que ella hubiera estado cinco minutos unida a él, piel con piel.
Que hubiera sido suya
.
Había sido suya ya durante cinco minutos. Pronto iban a soltarse, a separarse, y volverían a ser personas normales. ¿Qué dirían entonces?
Anders agachó la mirada. El suelo empezaba a volverse pedregoso, tenía que mirar dónde ponía los pies. Esperaba que de un momento a otro Cecilia le soltara la mano, pero ella no la soltaba. Llegó a pensar que él apretaba tanto, que ella no
podía
soltarse. Fue una ocurrencia algo embarazosa, por lo que aflojó un poco la mano. Entonces ella se la soltó.
Anders dedicó los dos minutos que le llevó trepar hasta lo alto de la piedra a analizar lo que había pensado: si era cierto que él estaba apretando demasiado fuerte o si, por el contrario, el hecho de que él hubiera aflojado la mano le había hecho creer a ella que él estaba a punto de soltarse y que por eso ella le había soltado antes.
Independientemente de lo que él supiese o no, estaba convencido de que Joel y Martin nunca se planteaban este tipo de problemas. Se secó disimuladamente la mano en los pantalones. La tenía un poco entumecida y sudorosa.
Cuando llegó a lo alto de la piedra tuvo la impresión de que tenía la cabeza más grande de lo normal, le zumbaba la sangre en los oídos y seguro que tenía la cara roja. Se quedó mirándose fijamente el pecho, donde asomaba un fantasmilla en medio de una señal de prohibido.
Ghostbusters
. Era su camiseta favorita, y tenía ya tantos lavados que los bordes del fantasma empezaban a estar algo borrosos.