—¡Qué bonito es!
Cecilia estaba en el borde de la piedra contemplando el mar. Se encontraban por encima de las copas de los abetos. Abajo, a lo lejos, se veía el pueblo turístico en el que vivían casi todos sus amigos. Fuera, en el mar, avanzaba lentamente un transbordador finlandés, un haz de luz sobre el agua. Más lejos y más al este había otros archipiélagos que Anders no sabía cómo se llamaban.
Él se puso a su lado, tan cerca como fue capaz, y dijo:
—Sí, seguro que es lo más bonito que hay. —Y se arrepintió nada más decirlo. Decir una cosa así era una estupidez e intentó suavizarlo un poco añadiendo—: Si uno piensa así. —Pero aquello también sonaba mal y se alejó de ella siguiendo el borde de la piedra.
Cuando acabó de dar la vuelta a la piedra, unos treinta metros, y se acercaba de nuevo a Cecilia, ella dijo:
—Es raro lo de esta piedra, ¿no?
A eso sí que podía decir algo:
—Es un bloque errático. Al menos eso es lo que dice mi padre.
—Y ¿eso qué es?
Anders dirigió la vista al mar y la fijó en el faro de Gåvasten tratando de recordar cómo se lo había explicado su padre. Hizo un movimiento envolvente con la mano. El casco antiguo, la casa de la misión, la campana de avisos junto a la tienda del pueblo.
—Pues... cuando había hielos. Que cubrían todo esto. La glaciación. Entonces el hielo arrastraba las piedras. Y cuando llegó el deshielo estas piedras quedaron esparcidas por todas partes.
—¿Dónde estaban... al principio?
Eso también se lo había contado su padre, pero ya no se acordaba. ¿De dónde podían venir? Se encogió de hombros.
—Pues vendrán del norte. De las montañas. De las partes altas de las montañas. Allí hay... muchas piedras.
Cecilia observaba el borde del bloque de piedra. La cara superior era casi lisa, y seguro que tenía diez metros de altura. Ella dijo:
—Pues tuvo que haber mucho hielo.
Ahí fue cuando Anders recordó los datos. Hizo un gesto con la mano hacia el cielo.
—Un kilómetro. De grosor.
Cecilia arrugó la nariz y eso a Anders le llegó al alma.
—¡Nooo! —exclamó ella—. ¿Lo dices de broma?
—Eso es lo que dice mi padre.
—¿Un
kilómetro
?
—Sí, y que... bueno, ya sabes, que las islas y todo, pues que todo sigue, como si dijéramos, saliendo del mar, un poco cada año.
Cecilia asintió.
—Pasa eso porque los hielos pesaban tanto que presionaban todo hacia abajo, como si dijéramos, y aún se está... levantando. Poco a poco.
Ya había cogido carrerilla. Lo recordaba. Y como Cecilia seguía mirándole con interés, continuó. Apuntó hacia Gåvasten.
—Hace aproximadamente dos mil años aquí solo había agua. Lo único que asomaba era ese faro. Bueno, la roca sobre la que se asienta el faro. Entonces no había ningún faro, claro. Y esta piedra. Entonces todo lo demás estaba por debajo del agua.
Se quedó mirándose los pies y dio una patada al ligero manto de musgo y liquen que crecía sobre la piedra. Cuando alzó la mirada, Cecilia estaba contemplando el mar, la península, Domarö, y llevándose la mano a uno de los hombros, como si se hubiera asustado, exclamó:
—¿Es verdad eso?
—Eso creo.
Algo cambió en la cabeza de Anders. Empezó a ver las mismas cosas que ella. Cuando estuvo aquí arriba con su padre el verano pasado, las palabras solo habían entrado en su cabeza como meros datos, y aunque le pareció que era interesante, lo cierto era que no había
pensado
realmente en ello. No se lo había imaginado.
Ahora lo veía. Lo
nuevo
que era todo. Solo llevaba allí un espacio de tiempo muy corto. Su isla, el terreno sobre el que se asentaban sus casas, incluso las viejísimas casetas del puerto pesquero hechas de troncos de madera colocados uno encima de otro no eran más que piezas de lego encima de la roca madre. Sintió un vacío en la boca del estómago, como una especie de vahído, de vértigo ante el abismo del tiempo. Se colocó los brazos alrededor del cuerpo y se sintió de pronto completamente solo en el mundo. Buscó con la mirada el horizonte y no halló ningún consuelo. Era mudo e infinito.
Entonces escuchó un sonido a su izquierda. Una respiración. Giró la cabeza en esa dirección y se encontró con la cara de Cecilia a solo dos palmos de la suya. Ella le miró a los ojos. Y suspiró. Sus bocas estaban tan cerca que él podía sentir el aliento de ella como un cálido ventilador sobre sus labios, y el olor a chicle Juicy Fruit en la nariz.
Después no lo pudo comprender, pero eso era lo que había pasado: él no dudó. Se había inclinado sobre ella y la había besado sin pararse a pensarlo. Lo había hecho, sin más.
Cecilia tenía los labios tensos y un poco rígidos. Con la misma decisión incomprensible él introdujo su lengua entre ellos. La lengua de ella salió a su encuentro. Era cálida y suave y él la lamió. Fue una experiencia totalmente nueva: lamer otra lengua. No pensó exactamente eso, pero algo parecido, y entonces todo se volvió raro y confuso y ya no sabía cómo actuar.
Le lamió un poco más la lengua y una parte de él disfrutó y pensó que aquello era estupendo, mientras que la otra parte dudaba: «¿Es
esto
lo que se hace? ¿Hay que seguir
así
?». Eso no podía ser, y supuso que desde ahí se pasaba a lo de meterse mano. Pero, aunque su pito se estaba poniendo tieso al deslizar su lengua por encima de la de ella, no había ninguna posibilidad,
ni hablar
, cómo iba él a empezar... a tocarla de esa manera. Ni hablar. No podía, no sabía y... no, además, tampoco
quería
.
Ocupado en tales pensamientos había dejado de mover la lengua sin darse cuenta. Ahora era ella quien le lamía a él la lengua. Él se dejó hacer agradecido, el placer aumentó un tanto, las dudas desaparecieron. Cuando ella retiró la lengua y le dio un beso normal antes de que se separaran sus mejillas, él constató que
había ido bien
.
Era la primera vez que besaba a una chica y había salido bien. Tenía la cara ardiendo y las piernas flojas, pero había salido bien. La miró de reojo y tuvo la impresión de que ella pensaba lo mismo. Al ver que ella sonrió un poco, él sonrió también. Cuando ella lo vio se rio aún más.
Durante un segundo los dos se miraron fijamente a los ojos sonriendo. Después fue demasiado y los dos volvieron a mirar de nuevo hacia el mar. A Anders ya no le parecía tan terrible, no entendía cómo había podido pensar una cosa así.
Seguro que es lo más bonito que hay
.
Eso era lo que ella había dicho. Ahora era verdad.
Bajaron. Cuando cruzaron la zona más pedregosa se cogieron otra vez de la mano. Anders quería gritar, saltar y romper ramas secas contra los troncos, tenía que soltarlo.
La llevaba cogida de la mano y por dentro sentía una explosión de alegría tan grande que no le cabía en el pecho.
Estamos juntos. Cecilia y yo. Ahora estamos juntos
.
Gåvasten (febrero de 2004)
—¡Qué día! ¡Es increíble!
Cecilia y Anders estaban junto a la ventana del cuarto de estar contemplando la bahía. El hielo estaba cubierto por un manto de nieve intacta y el sol brillaba en un cielo totalmente despejado, borrando los contornos de la bahía, el muelle y la playa como en una fotografía con demasiada luz.
—¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo!
Maja venía corriendo desde la cocina y a Anders solo le dio tiempo a abrir la boca para advertirle por enésima vez de que fuera con cuidado. Después a Maja se le resbalaron los calcetines de lana en el suelo pulido y cayó de espaldas a los pies de Anders.
Instintivamente él se agachó para consolarla, pero Maja se giró con rapidez hacia el otro lado y se echó medio metro más atrás. Los ojos se le llenaron de lágrimas y gritó:
—¡Malditos calcetines! —Y se quitó los calcetines y los tiró contra la pared. Después se levantó y volvió corriendo a la cocina.
Anders y Cecilia se miraron y lanzaron un suspiro. Oían a Maja rebuscando en los cajones de la cocina.
¿Quién de los dos?
Cecilia le hizo un guiño y se dispuso a ir a la cocina antes de que Maja vaciara el contenido de los cajones o rompiera algo. Ella fue a la cocina y Anders se volvió para contemplar de nuevo aquel día tan radiante.
—¡No, Maja! ¡Para!
Maja salía corriendo de la cocina con unas tijeras en la mano. Cecilia iba tras ella. Antes de que ninguno de los dos hubiera conseguido detenerla, Maja ya había cogido un calcetín y había empezado a cortarlo.
Anders le sujetó las manos y consiguió que la niña soltara las tijeras. Maja se revolvía de rabia y daba patadas al calcetín.
—¡Te odio! ¡Calcetín tonto!
Anders la abrazó envolviendo con los suyos los agitados brazos de la pequeña.
—Maja, eso no sirve de nada. Los calcetines no entienden.
Maja era un bulto inquieto en sus brazos.
—¡Los odio!
—Vale, pero no por eso tienes que...
—¡Pienso romperlos y quemarlos!
—Vamos, cariño. Vamos...
Anders se sentó en el sofá con Maja en brazos. Cecilia se sentó a su lado. Le hablaron con cariño y le hicieron caricias en el pelo y por encima del chándal azul, la única prenda que accedía a ponerse sin protestar. Pasados un par de minutos, Maja dejó de agitarse, su corazón empezó a latir más despacio y la niña se relajó en los brazos de Anders.
Él le dijo:
—En lugar de los calcetines, puedes ponerte los zapatos, si quieres.
—Quiero ir descalza.
—Eso no puede ser. El suelo está demasiado frío.
—Descalza.
Cecilia se encogió de hombros. Maja no tenía frío casi nunca. Si nadie le decía nada, ella podía correr fuera en camiseta incluso cuando la temperatura estaba bajo cero. Por la noche dormía como mucho ocho horas. Y, sin embargo, no solía estar enferma, ni siquiera cansada.
Cecilia cogió los pies de Maja en sus manos y se los calentó.
—De todas formas ahora tienes que ponerte unos calcetines. Hemos pensado salir de excursión.
Maja se sentó en las rodillas de Anders.
—¿Adónde?
Cecilia señaló a través de la ventana hacia el nordeste.
—A Gåvasten. Al faro.
Maja se echó hacia delante y entornó los ojos contra la luz del sol. El viejo faro de piedra solo se distinguía en el horizonte como un escollo desdibujado contra el cielo. Había aproximadamente dos kilómetros hasta allí y estaban esperando un día como este para hacer la excursión de la que llevaban hablando todo el invierno.
Maja se desinfló.
—¿Vamos a ir
andando
hasta allí?
—Pensábamos ir esquiando —dijo Anders, y antes de que terminara de decir la última palabra, Maja ya se había bajado de sus rodillas y corría hacia la entrada. Le habían regalado sus primeros esquís dos semanas antes, cuando cumplió los seis años, y ya la segunda vez que salieron a probarlos lo había hecho muy bien. La niña tenía un talento natural para esquiar. Dos minutos después volvió vestida con el buzo, el gorro y los guantes.
—¡Venga, vamos!
Ellos, sin hacer caso a las protestas de Maja, prepararon la mochila con algunas provisiones para comer junto al faro. Café, leche con cacao y bocadillos. Después buscaron los equipos de esquí y bajaron hasta la bahía. La luz era cegadora. Hacía varios días que el viento estaba en calma y había nieve sobre las ramas de los árboles. Se girara uno hacia el lado que se girase, todo estaba blanco, muy blanco, deslumbrantemente blanco. Era imposible imaginarse que pudiera haber calor y vegetación en algún sitio. Incluso desde el espacio la Tierra tenía que parecer una bola de nieve muy bien hecha, blanca y redonda.
Llevó un poco de tiempo ponerle los esquís a Maja porque estaba tan impaciente que no podía estarse quieta. En cuanto le ajustaron bien las fijaciones y le colocaron las correas de los bastones alrededor de las muñecas, Maja salió inmediatamente deslizándose sobre el hielo mientras gritaba:
—¡Mira lo que hago! ¡Mira lo que hago!
Menos mal que ahora no tenían que preocuparse al verla alejarse sola. Pese a que Maja se había apartado unos cientos de metros del muelle antes de que Anders y Cecilia terminaran de ponerse los esquís, podían verla como una mancha roja resplandeciente en medio de aquella blancura.
En la ciudad era distinto. Después de que Maja se les hubiera escapado unas cuantas veces correteando detrás de algo que había visto o algo que se le había ocurrido, ellos habían bromeado con ponerle un transmisor de GPS. No solo bromeado. Lo habían considerado seriamente, pero parecía una medida demasiado drástica.
Se pusieron en marcha. A lo lejos Maja se cayó, pero se puso de pie enseguida y siguió esquiando. Anders y Cecilia siguieron las huellas que ella había ido dejando. Anders se dio la vuelta cuando se habían alejado poco más de cincuenta metros.
La Chapuza, su casa, se encontraba en el extremo del promontorio. De las dos chimeneas salían sendos penachos de humo. Dos pinos cargados de nieve la enmarcaban por ambos lados. Era una auténtica mierda de casa, mal construida y mal conservada, pero en ese momento y desde aquella distancia parecía como un paraíso en la tierra.
Anders consiguió encontrar su vieja Nikon en la mochila, enfocó el objetivo y tomó una foto. Una especie de consuelo para cuando empezara a jurar por el mal aislante de las paredes y la inclinación del suelo. Que era un paraíso en la tierra. Además. Metió la cámara en la mochila y siguió a su familia.
Llegó a su altura dos minutos después. Él había pensado en ir abriendo camino para que les resultara más fácil a Maja y a Cecilia deslizarse por aquel manto de nieve de varios decímetros de espesor, pero Maja se negó. Ella era la guía y marcaba el ritmo, ellos tenían que ir detrás.
El hielo no presentaba problemas. Un ruido procedente de la orilla se lo confirmó. Desde el muelle de Nåten venía un coche en dirección a Domarö. Desde aquella distancia parecía del tamaño de una mosca. Maja se detuvo y lo miró detenidamente.
—¿Ese es un coche de verdad?
—Sí —dijo Anders—. ¿Qué iba a ser si no?
Maja no respondió y siguió mirando el coche, que se dirigía a la punta, en el otro extremo de la isla.
—¿Quién lo conduce?
—Algún veraneante, probablemente. Algún bañista.
Maja se rio burlona, lo miró con aquella cara de sabelotodo que ponía a veces y contestó: