A no ser que
...
Sí, había una salida. Pero ese no era el momento de pensar en ello, porque el insecto se dirigía de nuevo hacia su pie. Ahora era suyo. Para siempre, de momento.
Dio unos pasos rápidos por encima del insecto, que inmediatamente cambió de dirección y buscó la caja de cerillas que estaba encima de la mesa de la cocina. Puso la caja sobre aquel cuerpo negro que seguía arrastrándose, y con cuidado logró taparla.
Solstickspojken
[2]
, el niño de la caja de cerillas, caminaba hacia el sol, hacia un futuro mejor, y Simon sopesó la caja con la mano.
Apretó los labios para contener el malestar que sentía cuando el insecto se movía dentro de la caja y podía sentir su calor contra la palma de la mano. Sí. Tenía calor. Se encontraba bien ahora, tenía comida y un dueño.
Se lo metió en el bolsillo.
Difícil la existencia de esos potros que no toleran fusta ni espuela. Con cada dolor que los supera, se desbocan por caminos desenfrenados hacia precipicios abismales.
Selma Lagerlöf,
Gösta Berlings saga
.
Helecho (octubre de 2006)
Fue el helecho el que acabó con aquella situación.
Anders había estado sentado mirándolo fijamente durante veinte minutos; mientras, se había fumado dos cigarrillos. Veía el helecho a través de una cortina de humo y de partículas de polvo que giraban alrededor de la luz tamizada del sol. La ventana no se había limpiado desde hacía mucho tiempo y algunas manchas irregulares de grasa ensuciaban la superficie, huellas de todas las noches que Anders se había pasado con la frente apoyada contra el cristal mirando al aparcamiento con la esperanza de que ocurriera algo que cambiara las cosas. Algo, lo que fuera, un milagro.
El helecho estaba en la repisa de la ventana que cubría el radiador. Una rama larga se mecía con el aire caliente. Tenía las hojas pequeñas y marrones, secas.
Anders encendió un cigarrillo más para aclarar sus pensamientos o como recompensa porque acababa de atrapar un pensamiento, un pensamiento claro. Le escocían los ojos del humo, tosió y siguió mirando el helecho.
Está muerto
.
La mayor parte de las ramas caían pegadas a los lados del tiesto, marrón claro contra el rojo. La tierra de la maceta estaba tan seca que tiraba a blanca. Anders dio una profunda calada y trató de recordar: ¿cuánto tiempo llevaba así el helecho, cuánto tiempo llevaba muerto?
Repasó en su memoria los días y las noches que había pasado sentado en el sofá o dando vueltas por el piso o de pie junto a la ventana. Se convirtieron en una niebla a través de la cual no podía ver ningún helecho marchitándose. Pensándolo bien, lo cierto era que no podía recordar siquiera cuándo lo había comprado, ¿a santo de qué le había dado a él por comprar una planta?
¿Se la habría regalado alguien?
Probablemente.
Se levantó del sofá y le flojearon las piernas. Pensó en llenar una botella con agua y regar el helecho, pero sabía que el fregadero estaba lleno de cacharros sin fregar y que la botella no iba a caber debajo del grifo. En el lavabo no se podía poner la botella de manera que entrara algo de agua en ella. Es decir, tendría desenroscar la boquilla de la ducha...
De todos modos, está muerta
.
Y, además, no se veía con fuerzas.
En el tiesto encontró ocho colillas. Algunas estaban medio enterradas en la tierra seca. Por lo visto debía de haber estado allí fumando. No podía recordarlo. Al pasar los dedos por las ramas secas se desprendieron unas cuantas hojas que revolotearon hasta el suelo.
¿De dónde vienes?
Le asaltó la idea de que la planta había aparecido en el mundo real de la misma forma que Maja había desaparecido de él. A través de un resquicio en el espacio-tiempo de repente estaba allí, igual que su hija de repente había dejado de estar allí. Desaparecida.
¿Qué era lo que solía decir Simon cuando les hacía sus trucos de magia?
Nada por aquí, nada por allá
... Después, señalando a su cabeza...
y nada de nada ahí
.
Anders esbozó una sonrisa al recordar la cara de Maja la primera vez que Simon le hizo unos trucos de magia, fue apenas un par de meses antes de que desapareciera. La pelota de espuma que tenía en la mano desapareció, y apareció junto a la única pelota que Maja tenía en la mano hasta entonces. Maja siguió mirando a Simon con la misma expectación:
¿Y eso? ¿Y ahora?
La magia no es tan inexplicable cuando uno tiene cinco años, sino, más bien, algo natural.
Anders apagó el cigarrillo en la tierra convirtiendo las ocho colillas en nueve, y justo en ese momento lo recordó:
mamá
.
Fue su madre quien le había traído la planta cuando vino a visitarlo, cuatro meses antes. Le había limpiado el piso y había puesto allí el helecho. Él pasaba entonces por un periodo apático, y solo la había visto desde la cama. Después ella volvió a su propia vida en Gotemburgo.
El helecho no formaba parte de las cosas necesarias, y por eso se había olvidado de él, no le había llamado más la atención que una mancha en el papel pintado.
Pero ahora lo veía. Ahora lo miraba. Ahora volvía a pensar otra vez lo mismo.
Es lo más feo que he visto en mi vida
.
Sí. Eso fue lo que se le ocurrió pensar cuando por fin se fijó en él: un helecho solitario y muerto encima de la repisa polvorienta de la ventana, recortándose contra la luz de los rayos del sol tamizados a través del sucio cristal. Era lo más feo que había visto en su vida.
Lo raro fue que esta vez el pensamiento no quedó ahí, sino que siguió hasta cuestionar qué tipo de vida podía dar lugar a semejante monstruo, y era una vida fea.
Podía aceptar que su vida era fea. Lo sabía, la había dispuesto así, se había acostumbrado y aceptaba que iba a morir en unos años como consecuencia de la fea vida que llevaba.
Pero el helecho...
El helecho era demasiado. Era insoportable.
Anders se arrastró tosiendo hasta el dormitorio. Le parecía que sus pulmones se habían reducido al tamaño de un puño. De un puño bien apretado. Cogió la foto de Maja de la mesilla de noche y la llevó consigo hasta la ventana.
Era una foto tomada el día que cumplió los seis años, dos semanas antes de su desaparición. Encima de la frente llevaba una máscara que había hecho en la guardería y a la que llamaba el Trol del Diablo. Él la había captado justo en el instante en que ella se levantó la máscara y lo miraba con ojos expectantes para ver el efecto que había tenido su «asustamiento», como ella dijo.
Se le marcaban con claridad los hoyuelos de la risa; la máscara le apartaba el cabello fino de color castaño hacia atrás de manera que se le veían las orejas ligeramente despegadas. Sus ojos, normalmente diminutos, estaban abiertos de par en par y lo miraban directamente.
Se sabía la foto de memoria, cada minúscula partícula pegada a la lente y plasmada allí como un puntito blanco, cada vello de su labio superior. Podía imaginársela cuando quisiera.
—Maja —dijo—. No puedo más. Aquí. Mira.
Dio la vuelta a la foto de manera que los ojos de Maja miraran el helecho.
—No puede ser.
Dejó la foto al lado del helecho y abrió la ventana. Su piso estaba en el cuarto piso y al echarse hacia delante pudo ver Haninge Centrum, la estación del tren de cercanías. Miró hacia abajo. Había diez metros hasta el asfalto del aparcamiento, no se veía a nadie.
Cogió la foto de nuevo, la apretó contra su corazón. Unos bucles de humo se acercaban a la luz del sol, flotando hacia arriba.
—Ya no puede ser.
Cogió el helecho y lo sacó por la ventana. Luego lo soltó. Poco después oyó el ruido del tiesto al hacerse añicos contra el suelo. Él volvió la cara hacia el sol y cerró los ojos.
—Esto tiene que acabar.
El ancla
Junto a la playa en el cementerio de Nåten hay un ancla. Un ancla gigantesca de hierro fundido con la caña de troncos de madera alquitranada. Es más grande que cualquiera de las lápidas, más grande que todo lo demás dentro del cementerio, a excepción de la iglesia. Casi todas las personas que visitan el cementerio se acercan antes o después hasta el ancla, se paran y la contemplan un rato antes de continuar
.
En el ancla, a la altura de los ojos, hay una placa. En ella dice: «En recuerdo de aquellos que desaparecieron en el mar». El ancla es, por lo tanto, un monumento conmemorativo de aquellos cuyos cuerpos no pudieron recibir sepultura, cuyas cenizas no pudieron ser esparcidas en el jardín del recuerdo. Los que salieron y nunca regresaron
.
El ancla tiene cuatro metros y medio de alto, pesa más de novecientos kilos
.
¡Cómo sería el barco! ¿Dónde estará ahora?
Quizá se deslice desde el ancla del cementerio de Nåten una cadena invisible. Una cadena que suba al cielo, baje a la tierra o salga hasta el mar. Y allí, en el otro extremo de la cadena, encontraremos el barco. La tripulación y los pasajeros son los desaparecidos. Están dando vueltas por la cubierta oteando el horizonte
.
Están esperando que alguien los encuentre. El ruido de un motor diésel o la punta de un mástil a lo lejos. Un par de ojos que lleguen y los vean
.
Quieren seguir su viaje y llegar al fin, quieren bajar a la tumba, quieren arder. Pero están atados a la tierra por una cadena invisible y solo pueden escudriñar un mar deshabitado en perpetua calma
.
De vuelta
Cuando el barco de pasajeros daba marcha atrás para abandonar el muelle, Anders levantó la mano para saludar a Roger, quien iba en el asiento del conductor de la cabina de mandos. Eran casi de la misma edad, aunque nunca habían alternado. Pero se saludaban, como hacía todo el mundo en la isla, cuando se veían. Excepto, quizá, algunos veraneantes.
Anders se sentó en la maleta y siguió al barco con la mirada mientras este daba marcha atrás, volvía y ponía rumbo a la punta sur, de vuelta a Nåten. Se desabrochó la cazadora. La temperatura era aquí un par de grados más alta que en la ciudad, el mar guardaba aún algo del calor del verano.
Para él la llegada a Domarö siempre había estado asociada con un cierto olor: una mezcla de agua salada, algas, coníferas y gasoil del depósito que había al lado del muelle. Respiró profundamente por la nariz. No notó casi nada. Dos años fumando como una chimenea le habían hecho polvo las mucosas. Rebuscó en el bolsillo el paquete de Marlboro y encendió un cigarrillo contemplando el barco mientras doblaba el cabo de Norrudden peligrosamente cerca para un ojo desentrenado.
No había estado aquí desde que Maja desapareció y no sabía aún si no era un error volver. De momento solo sentía la alegría nostálgica y apacible de la llegada. Un sitio en el que sabes dónde está cada piedra.
El matorral de espino amarillo que había al lado del muelle estaba como siempre, ni más grande ni más pequeño. Como todo lo demás en la isla era inalterable, siempre había estado allí. Le había servido para ocultarse cuando jugaban al escondite, después, de sitio para esconder las botellas de alcohol compradas en el ferry de Åland que no quería que viera su padre.
Anders cogió su maleta y bajó por el camino pasando por el sur del pueblo. Las casas de la zona cercana al puerto eran básicamente las antiguas viviendas de los prácticos de puertos y en la mayoría de los casos se habían renovado o reconstruido. La actividad de los prácticos había sido la base de la relativa bonanza que vivió Domarö durante el siglo
XIX
y principios del
XX
.
Anders no quería encontrarse con nadie, así que tomó el atajo que subía paralelo a las rocas hasta el albergue, que en aquella época del año se encontraba cerrado. El camino se estrechó y se dividió en dos. Él dejó la maleta en el suelo y dudó. El de la izquierda iba hasta la casa de su abuela y la casa de Simon, el de la derecha iba a la Chapuza. Después de pensárselo un rato continuó por el de la izquierda.
Simon era la única persona con la que había permanecido en contacto durante los últimos años, al único al que le parecía que podía llamar incluso cuando no había nada que decir. La abuela de Anders llamaba a veces, su madre más de cuando en cuando, pero a Simon era al único al que él llamaba cuando necesitaba oír la voz de otra persona.
Simon aquel día de otoño estaba cavando el huerto y parecía que no había envejecido mucho desde la última vez que Anders lo vio el invierno en que Maja desapareció. Había llegado a una edad en la que eso ya no tiene ninguna importancia. Además, Anders siempre lo había visto igual de viejo; es decir, muy viejo. Solo cuando veía fotos de su infancia en las que Simon tendría unos sesenta, podía apreciar que los veinte años largos que habían transcurrido habían dejado su impronta.
Simon lo abrazó y le dio unas palmadas en la espalda.
—Bienvenido a casa, Anders.
El pelo blanco y más bien largo, que era el orgullo de Simon, le cosquilleó a Anders en la frente cuando apoyó la mejilla en el hombro de Simon y cerró los ojos. Los breves instantes en los que uno no tiene que comportarse como una persona mayor y responsable. Hay que aprovecharlos.
Entraron en casa y Simon puso la cafetera. La cocina no había cambiado mucho desde cuando Anders siendo niño se sentaba allí en los veranos. Sobre la encimera había ahora un calentador para el agua y un microondas. Pero el fuego seguía chisporroteando en la cocinilla de hierro fundido irradiando calor a los mismos papeles pintados de las paredes y a los mismos muebles. Anders se desinfló un poco, se relajó. Tenía su historia y su casa, y ellas no habían desaparecido aunque todo lo demás se hubiera ido a la mierda. Puede que le estuviera permitido existir, puesto que tenía recuerdos.
Simon colocó una caja de plástico con pastas y sirvió el café en las tazas. Anders levantó la suya.
—Recuerdo cuando tú... ¿qué fue lo que hiciste? Tenías tres tazas y una bola de papel que se movía de una a otra. Luego, al final... había un caramelo debajo de cada taza. Y me los regalaste. ¿Cómo lo hacías?
Simon sacudió la cabeza y se echó el pelo hacia atrás.
—Entrenando, entrenando y vuelta a entrenar.
Nada había cambiado tampoco en aquel tema. Simon no había revelado nunca ningún secreto. Sin embargo recomendaba un libro,
Trolleri som hobby
[la magia como hobby]. Anders lo leyó cuando tenía diez años y la verdad es que no entendió nada. Sí, claro, allí se describía cómo se podían hacer diferentes trucos y Anders probó un par de ellos. Pero no era lo mismo que lo que hacía Simon. Lo suyo era
magia
.