Puerto humano (7 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

BOOK: Puerto humano
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Simon suspiró.

—Eso no podría hacerlo ahora —le enseñó los dedos, rígidos y torcidos, que sujetaban la cucharilla del café—. Ya solo me quedan las cosas sencillas.

Simon juntó las manos, se las frotó y las abrió. La cucharilla del café había desaparecido.

Anders se rio y Simon, que había actuado en grandes escenarios, actuado para reyes y reinas, se echó hacia atrás en la silla y parecía ufanamente satisfecho. Anders buscó en las manos de Simon, encima de la mesa, en el suelo.

—¿Y dónde está?

Cuando levantó la vista, Simon ya estaba dando vueltas a su café con la cucharilla. Anders resopló.

—Truco y despiste, ¿no?

—Sí, truco y despiste.

Eso era lo único importante que había aprendido del libro que había leído. Que buena parte de la magia consistía en truco y despiste. Apuntar hacia otro sitio. Hacer mirar al espectador hacia donde no pasa nada, hacerle volver a mirar cuando ya ha pasado. Como con la cucharilla. Pero, esa era la teoría. Y a Anders no le ayudaba a entender más. Tomó un sorbo de café mientras escuchaba el chisporroteo de la lumbre. Simon tenía los brazos apoyados en la mesa.

—¿Qué tal estás?

—¿De verdad?

—Sí.

Anders bajó la mirada a la taza de café. La luz de la ventana se reflejaba como un rectángulo fluctuante. Él lo miró y esperó a que se parase. Cuando el rectángulo estuvo completamente quieto dijo:

—He decidido vivir. A pesar de todo. Creía que quería desaparecer, yo también. Pero... parece que no ha sido así. Así que ahora lo voy a intentar... estoy a cero. He tocado fondo y... bueno, entonces es cuando se puede dar una patada para coger impulso. Hacia arriba.

Simon aguardaba musitando. Cuando dejó de hablar, le preguntó:

—¿Sigues bebiendo igual que antes?

—¿A qué te refieres?

—No, nada, estaba pensando... que puede ser difícil dejarlo.

A Anders le dio un tic en la mejilla. Eso era algo de lo que prefería no hablar. Cecilia y él bebían con moderación cuando Maja vivía. Un brik de tres litros de vino a la semana, aproximadamente. Después de la desaparición de Maja, Cecilia dejó de beber totalmente, decía que un solo vaso de vino la deprimía aún más. Anders bebía por los dos y después aún más. Tardes silenciosas frente al televisor. Un vaso detrás de otro, primero de vino y luego otras bebidas más fuertes. Para no pensar en nada.

No sabía hasta qué punto la bebida había jugado un papel importante para que ella un día le dijera que ya no aguantaba, que la vida que él llevaba era como un lastre de plomo atado a sus pies que la hacía hundirse cada vez más en las tinieblas.

Después de aquello el alcohol se convirtió en el centro de la existencia de Anders. Él mismo se puso un límite: no empezar a beber antes de las ocho de la tarde. Una semana después bajó el límite a las siete. A la semana siguiente... Al final, bebía cuando le daba por ahí, es decir, casi a todas horas.

Durante las tres semanas que habían transcurrido desde que ocurrió lo del helecho, con un gran esfuerzo de voluntad había vuelto a poner el límite en las ocho, y había conseguido respetarlo. Su cara y sus ojos, rojos durante más de un año por la rotura de los vasos sanguíneos, habían recuperado algo del color normal.

Anders se pasó la mano por la cara y dijo:

—Lo tengo bajo control.

—¿De verdad?

—Sí, ¿qué cojones quieres que te diga?

Simon no hizo ningún gesto en respuesta a su salida de tono. Anders parpadeó un par de veces, sintió vergüenza y dijo:

—Lo estoy intentando. De veras que lo hago.

Se quedaron de nuevo en silencio. Anders no tenía nada que añadir. El problema era suyo, y solo suyo. En parte, la idea de volver a Domarö era alejarse de la perniciosa rutina en la que había caído. No podía más que esperar que aquello funcionara. No había más que decir.

Simon le preguntó si sabía algo de Cecilia, y Anders se encogió de hombros.

—No sé nada de ella desde hace seis meses. Raro, ¿no? Uno lo comparte todo y luego... puff. Desaparece. Tendrá que ser así.

Sintió que empezaba a invadirle la tristeza. No era bueno. Si continuaba allí sentado un rato más, seguramente iba a empezar a llorar. No era bueno. No se trataba de ocultar sus sentimientos, había llorado a cubos.

¿A cubos?

Sí. Igual había llorado como para llenar un cubo. Un maldito cubo de diez litros llenos de lágrimas. Secadas con papel, con las mangas, lágrimas en el sofá, en la sábana, evaporadas de su cara durante la noche. Sal en la boca, mocos en la nariz. Un cubo. Un cubo azul de plástico lleno de lágrimas. Había llorado.

Pero ahora no iba a llorar. No quería empezar su nueva vida lamentándose por todo lo que había desaparecido.

Anders apuró su café y se levantó.

—Gracias, Simon. Voy a bajar a... ver si la casa sigue en pie.

—Sigue en pie —dijo Simon—. Por extraño que parezca. Subirás a ver a Anna-Greta, ¿no?

—Mañana. Sin falta.

Al encontrarse de nuevo en el punto en el que se dividía el camino, Anders pensó: «¿Una nueva vida? Eso no existe».

Que la gente tuviera una nueva vida era algo que solo pasaba en las portadas de las revistas del corazón. Dejó la bebida o las drogas, encontró un nuevo amor. Pero la misma vida.

Anders contempló el camino que iba hasta la Chapuza. Podía poner muebles nuevos, pintarla de azul y cambiar las ventanas. Sin embargo, sería la misma casa desastrosa, la misma construcción defectuosa. Se podía echar abajo todo, claro está, y construir una casa nueva, pero ¿cómo se hace eso con una vida?

Es imposible. Ahí la comparación que vale es la de los muebles, la pintura y las ventanas. Quizá, las puertas. Cambiar lo que está estropeado y confiar en que la estructura aguante. A pesar de todo.

Anders agarró la maleta con decisión y echó a andar por el camino que iba a la Chapuza.

La Chapuza

Un nombre extraño aquel. La Chapuza. Nada que uno escribiera en un letrero de madera labrada, como se pone Villa del Mar o Casa Serena.

Pero ese no era el nombre que su constructor le había puesto, ni el nombre que aparecía en los papeles del seguro. Allí ponía Nido del Acantilado. Pero la gente de Domarö la llamaba la Chapuza, incluso Anders la llamaba así, porque era una chapuza de construcción.

El tatarabuelo de Anders fue el último práctico del puerto de la familia Ivarsson. Cuando Torgny, su hijo, heredó la casa del práctico la reconstruyó, convirtiéndola en una amplia vivienda de dos pisos. Animado por el resultado, construyó con la ayuda de su hermano la Casita del Mar, que era la casa en la que vivía ahora Simon como inquilino permanente.

Cuando empezaron a llegar los primeros veraneantes con los barcos de Vaxholm a principios del siglo pasado, muchos de los habitantes de la isla quisieron ampliar o reconstruir sus casas. Los dos hermanos convirtieron viejos gallineros en casitas de veraneo, a las casetas de los pescadores les añadieron un ala y les cambiaron el tejado, en algunos casos construyeron nuevas. Lo que después se convertiría en un albergue fue una casa construida para un fabricante de tejidos de Estocolmo.

Cuando su hijo Erik, el abuelo de Anders, en los años treinta necesitó algo propio, le dieron un terreno en el acantilado. Tenían sus dudas. Erik había ido con su padre a las obras, trabajando de peón y echando una mano en los trabajos de albañilería más sencillos. No demostró mucha habilidad. Pero, claro está, sabía las cosas básicas.

Su padre se ofreció a ayudarle, pero Erik se empeñó en hacer la casa él solo. Era un chico de temperamento fogoso que no soportaba que le llevasen la contraria, oscilaba entre periodos de intensa actividad y otros de sombría introspección. La casa sería la demostración de que podía volar con sus propias alas y valerse por sí mismo.

Se buscó la madera en los bosques de la península, se serró en el aserradero de Nåten y se transportó en barco hasta Domarö. Hasta ahí, todo bien. En el verano de 1938 Erik empezó a abrir los cimientos. En otoño había levantado todas las vigas y el caballete del tejado y había echado aguas. No le pidió consejo a su padre ni una sola vez y le prohibió visitar la obra.

Y pasó lo que tenía que pasar. Un sábado a mediados de septiembre Erik se fue a Nåten. Anna-Greta, su prometida, y él iban a ir a Norrtälje para mirar las alianzas. Tenían planeado casarse en primavera, la joven pareja no se había visto mucho durante el verano ya que Erik había estado ocupado con la construcción. La idea era que él y su futura esposa, después de la boda, se fueran a vivir a la casa nueva, lista para entonces.

Cuando el barco de Erik desapareció de la vista más allá de la punta sur, su padre se presentó en la obra con un nivel y una plomada.

Se fue hasta las rocas y se puso a observar el armazón. No estaba mal, pero ¿no estaba un poco ralo entre las viguetas de las paredes? Él sabía que el pino que había cerca de la entrada daba la casualidad de que se elevaba formando con el suelo un ángulo de noventa grados exactos. Se agachó, cerró un ojo y entornó el otro. Una de dos, o el pino se había torcido durante el verano, o si no...

Cuando cogió el metro de carpintero y midió la distancia entre las viguetas de las paredes, se le encogió el estómago. Estaban colocadas a demasiada distancia unas de otras, y ni siquiera el espacio entre ellas era el mismo en todas partes. En algunos sitios era de setenta centímetros, en otros pasaba de ochenta. Él solía dejar una distancia de cincuenta centímetros, sesenta como máximo. Y las viguetas horizontales eran a todas luces demasiado pocas.

Fue a inspeccionar el suministro de materiales para la obra. Era lo que él sospechaba: no había ni una sola vigueta. Erik había escatimado con la madera.

El malestar del estómago se le mudó al pecho tras realizar las comprobaciones pertinentes con la plomada y el nivel. Los cimientos estaban ligeramente inclinados hacia el este y, para compensarlo, el armazón se inclinaba aún más hacia el oeste. Probablemente Erik se había dado cuenta de que los cimientos no le habían quedado bien nivelados, y había tratado de compensarlo inclinando la casa hacia el otro lado.

Torgny dio una vuelta a la cimentación golpeando en ella con una piedra. No era un desastre, pero sonaba hueco en algunos sitios. A Erik se le habían formado burbujas de aire en el cemento. Tampoco había dejado ningún hueco para la ventilación. Si Erik ponía un tejado de tejas sobre el armazón inclinado, era solo una cuestión de tiempo averiguar qué hundiría antes la casa, si la humedad desde abajo o el peso desde arriba.

Torgny se sentó apesadumbrado en el umbral y constató de pasada que las medidas de la puerta estaban mal. Y fue el primero en pensar lo que otros muchos dirían después:

¡Qué chapuza del demonio!

¿Qué podía hacer?

Si hubiera podido, la habría echado abajo inmediatamente y habría vuelto a levantar el armazón antes de que Erik volviera a casa, y se habría enfrentado a un hecho consumado. Lo cierto es que por un instante sopesó la idea de mantener a Erik una semana fuera de allí con alguna excusa, reunir toda la mano de obra que pudiera y hacer eso exactamente. Pero la cosa no era tan sencilla. Solo volver a abrir la cimentación...

Avanzó haciendo equilibrios sobre las escasas viguetas del suelo e inspeccionó la distribución interior de la casa. Hasta eso era raro. Un pasillo alargado dispuesto atravesado, los dormitorios y la cocina de medidas desproporcionadas esparcidos a los lados. Era como si Erik hubiera empezado por el cuarto de estar, que, a Dios gracias, parecía normal, y después hubiera ido construyendo el resto de las habitaciones al tuntún mientras dio de sí la madera.

Torgny estaba con las piernas abiertas apoyadas en dos viguetas del suelo de lo que iba a ser el cuarto de estar, y se avergonzó. No tanto porque hubiese sido su hijo quien había construido aquello como por el hecho de que se vería obligado a vivir el resto de sus días con aquel esperpento cerca, dentro de su propiedad. Aquello, de alguna manera, iba a formar parte de la familia.

Torgny recogió sus cosas y abandonó la obra de Erik sin echar la vista atrás. Ya en su casa le puso un buen chorro de aguardiente al café mientras la tristeza se iba adueñando de él, sentado en la terraza bajo el sol otoñal.

Su mujer, Maja, salió y se sentó a su lado con un cubo de manzanas que tenía que pelar para hacer luego compota.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó mientras hacía una serpentina con la monda de la primera manzana.

—¿El qué?

—La casa, la casa de Erik.

—Bueno, espero que los proteja del viento.

Maja cortó mal y la serpentina cayó al suelo antes de que estuviera lista.

—¿Tan mal está?

Torgny asintió y se quedó mirando fijamente los posos del café. Le pareció ver una torre de Babel que se derrumbaba sobre gente que gritaba. No hacía falta ser adivino para comprender lo que significaba.

—¿Y tú no puedes hacer nada?

Torgny movió la taza de modo que la torre desapareció, y se encogió de hombros.

—Podría ir allí con un bidón de queroseno y una cerilla, claro está, pero... pero podría tomárselo mal...

Erik volvió a casa por la noche, de buen humor. Anna-Greta y él estuvieron de acuerdo en que los anillos fueran lisos y sencillos, así que el asunto había sido formalidad más que nada. Pero habían pasado un día muy agradable en Norrtälje, sentados a orillas del canal se habían confirmado su mutuo amor y hecho planes para la boda.

Torgny, sentado a la mesa de la cocina arreglando las redes, escuchó a su hijo inusitadamente comunicativo; asintiendo y musitando, admitió que Erik había conseguido atrapar a una joven estupenda.

Maja, de pie frente a la cocinilla dando vueltas a la compota, no participó mucho en la conversación. Al rato Erik se dio cuenta de que algo pasaba. Se quedó mirándolos de hito en hito.

—¿Ha pasado algo?

Torgny hizo un nudo, lo apretó, y sin apartar la vista de la labor preguntó:

—¿Cómo has pensado poner las tejas?

—¿Qué tejas?

—Las de tu... casa.

—¿Por qué lo preguntas?

—Buena pregunta. ¿No?

Erik miró a su madre, que estaba de espaldas sin dejar de dar vueltas a la compota. Su padre seguía con la vista enredada en los puntos sueltos de la red. Después de permanecer un rato en silencio, Erik preguntó:

—¿No está bien? —Como su padre no contestó, añadió—: ¿Qué es lo que está mal, entonces?

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