Puerto humano (5 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

BOOK: Puerto humano
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Simon desató la red y la enrolló para que no se estropeara al sol. Cuando iba hacia la caseta para colgarla, observó que el gato estaba jugando con algo en el muelle.

Peleándose con algo, más bien. Dante saltaba de un lado a otro, hacia arriba, golpeaba con las patas algo que Simon no podía ver. Parecía como si el gato estuviera bailando, pero Simon lo había visto jugar de ese modo con los ratones. De todos modos, esto era diferente. Con los ratones y con las ranas era un juego, el gato hacía como si la presa fuera más difícil de cazar de lo que en realidad era. En esta ocasión parecía como si el gato estuviera realmente... ¿asustado?

Tenía los pelos del lomo erizados, y sus saltos y sus tímidos ataques no podían interpretarse de otro modo: se enfrentaba a algo que le imponía respeto. No podía explicarse qué, puesto que no se veía ni siquiera a veinte metros de distancia, y eso que Simon tenía buena vista.

Simon dobló la red para evitar que se enredara, la dejó encima de una piedra y fue a ver lo que estaba haciendo el gato.

Al llegar al muelle seguía sin poder ver qué era lo que excitaba tanto al gato. Sí, había allí un trozo de cuerda alrededor del cual daba vueltas. Aquello no era propio de Dante, tenía once años y no se rebajaba a jugar con bolas de papel o con pelotas. Pero, evidentemente, aquel trozo de cuerda le parecía divertido.

Dante realizó un ataque rápido y saltó con las dos patas sobre el trozo de cuerda, pero salió despedido con una sacudida, como si la cuerda tuviera electricidad. Dante se tambaleó y cayó de lado, quedó aplanado sobre el muelle.

Cuando Simon se acercó, el gato permanecía inmóvil al lado del noray más alejado. Aquello con lo que estaba jugando no era una cuerda, puesto que se movía. Era algún tipo de insecto, algo parecido a una lombriz. Simon dejó de prestarle atención y se agachó junto al gato.

—Dante, pequeño, ¿qué te pasa?

El gato tenía los ojos abiertos como platos y se estremeció un par de veces como si sollozara. Echaba algo por la boca. Simon le levantó la cabeza y vio que era agua. Salió un montón de agua por la boca del gato. Dante tosió y el agua salió a borbotones. Después se quedó quieto. Con los ojos perdidos.

Simon detectó un movimiento por el rabillo del ojo. El insecto se arrastraba por el muelle. Se inclinó sobre él, lo estudió de cerca. Era completamente negro, del grosor de un bolígrafo y de largo como un dedo meñique. Su piel brillaba al sol. Las uñas de Dante le habían hecho un arañazo, y por allí asomaba carne de color rosáceo.

Simon resopló y miró a su alrededor. En el muelle había una taza de café olvidada. La cogió, le dio la vuelta y la colocó sobre el insecto. Parpadeó un par de veces y se frotó la cara con las manos.

No es posible. No puede ser
...

Aquel insecto no estaba en ningún libro de insectos y él, Simon, probablemente era la única persona en muchos kilómetros a la redonda que sabía lo que era. Había visto uno antes, en California cuarenta años atrás. Pero aquél estaba muerto, disecado. De no haber sido por lo que le había pasado al gato, ni siquiera se le habría ocurrido pensar en ello.

Dante
.

El primer Dante, en recuerdo del cual todos los gatos de Simon recibieron su nombre. El mago, el más grande de todos. Tras décadas de giras y rodajes de cine se había retirado a descansar a un rancho en California y allí había conseguido Simon que lo recibieran cuando tenía veinticuatro años y era una joven promesa.

Dante le había enseñado su museo. Atrezos de diferentes épocas realizados a mano: las fuentes chinas que fueron su número estelar durante algunos años; cofres de sustitución de varios tipos; ataúdes llenos de agua y armarios de los que Dante había salido en las pistas de circo de todo el mundo.

Al terminar la visita Simon señaló una pequeña vitrina de cristal que había en una esquina. En el centro de la vitrina había un pedestal y encima de él había algo que parecía un trozo de cordón de cuero. Preguntó qué era.

Entonces Dante, con gesto teatral, arqueó una ceja, gesto que tenía muy bien aprendido, y en el idioma danés de su infancia le preguntó a Simon si creía en la magia.

—¿Se refiere usted a... magia de verdad?

Dante asintió.

—Entonces, tendré que reconocer que soy... agnóstico. No he visto ninguna prueba, pero no niego la posibilidad. No sé si esto suena razonable.

Dante pareció satisfecho con la respuesta y levantó la tapa de cristal. Simon comprendió que la situación requería que él prestara mucha atención y así lo hizo. Entonces pudo observar que el cordón de cuero era un insecto disecado parecido a un ciempiés, aunque solo tenía unos pocos pies.

—¿Qué es?

Dante observó a Simon con detenimiento, tanto que Simon se sintió algo incómodo. Después el mago asintió como si hubiera tomado una decisión para sus adentros, volvió a colocar el cristal y sacó un libro con las tapas de cuero. Lo hojeó. Ante los ojos de Simon pasaron imágenes de vivos colores, antes de que Dante se detuviera en una página y le pusiera el libro delante.

El dibujo que cubría toda la página estaba pintado a mano. Representaba un insecto parecido a una lombriz, tan bien pintado que podía verse el reflejo de la luz sobre su piel brillante, negra. Simon meneó la cabeza y Dante, con un suspiro, cerró de nuevo el libro.

—Es un Spiritus, o un Spertus, como dicen ustedes en Suecia —dijo.

Simon miró la vitrina, al mago, la vitrina otra vez. Luego dijo:

—¿Uno de verdad?

—Sí.

Simon se acercó más al cristal. El ser disecado que había allí dentro no parecía que tuviera realmente ningún poder especial. Simon lo miró detenidamente.

—¿Cómo es posible que haya muerto? Porque está muerto, ¿verdad?

—No lo sé, esa es la respuesta a ambas preguntas. Me lo dieron así.

—¿Y eso?

—Eso es algo de lo que no quiero hablar.

Dante hizo un gesto con el que le dio a entender a Simon que la visita al museo había terminado. Antes de alejarse de la vitrina, Simon preguntó:

—¿Qué elemento?

El mago esbozó una sonrisa retorcida.

—Agua. Evidentemente.

Tomaron café, intercambiaron cumplidos y después Simon abandonó el rancho. Dos años después murió Dante y Simon se enteró por la prensa de que sus pertenencias se iban a subastar. Simon sopesó la idea de atravesar el charco y pujar por el objeto de la vitrina, pero en parte porque se encontraba en mitad de una gira por los parques públicos y en parte porque le iba a resultar demasiado caro el viaje y demás, el caso es que lo dejó pasar.

En los años siguientes pensó a veces en aquel encuentro. Sus colegas, cuando se enteraban de que había visto a Dante, querían que les contara todo. Simon se lo contaba, pero sin mencionar lo que mejor recordaba, el Spiritus de Dante.

Naturalmente, pudo tratarse de una broma. El mago era famoso no solo por sus trucos de magia, sino también por lo hábil que era para hacerse propaganda llamando la atención en público. Había creado un aura de misterio en torno a su persona. Su aspecto, la barba larga y apuntada, y los ojos oscuros, fueron durante varias décadas la imagen del mago por antonomasia. Pudo ser una mentira, todo.

Lo que hablaba en contra de ello era que Dante nunca dijo públicamente que era dueño de un Spiritus. A Dante le gustaba dar pábulo a especulaciones que afirmaban que había hecho un pacto con el diablo, que estaba en connivencia con poderes ocultos. Era una carta de presentación y nada más que tonterías, naturalmente.

Pero teniendo en cuenta la última respuesta que le había dado en el museo, Simon había llegado a otra conclusión, que también convertía a Dante en un mentiroso, pero de otro tipo. Que Dante en realidad había mentido al decir que su Spiritus ya estaba muerto cuando se lo dieron.

Agua. Evidentemente
.

Dante era aclamado sobre todo por sus números de magia dentro del agua. Su habilidad para escapar de barriles y tanques llenos de agua emulaba la de Houdini. Se decía que podía contener la respiración allí dentro durante cinco minutos, por lo menos. Poseía la facultad de hacer que el agua cambiara de un sitio a otro: su truco consistía en hacer aparecer una gran cantidad de agua en un sitio que un momento antes estaba vacío.

Agua. Evidentemente
.

Si Dante hubiera sido dueño de un Spiritus del agua, todo resultaría más fácil de explicar: había sido magia auténtica, y Dante solo la había limitado con la intención de que la gente no se diera cuenta de que precisamente era de eso de lo que se trataba. ¿O acaso los poderes del Spiritus eran limitados?

Simon se dedicó a leer sobre el tema.

Su agnosticismo natural tuvo que ceder frente a la fe en la magia, al menos en lo tocante al Spiritus. Parecía que algunas personas a lo largo de la historia realmente habían sido dueñas de un ejemplar auténtico. Se trataba siempre de un insecto negro del tipo que él había visto en el museo de Dante, ya fuera de tierra, fuego, aire o agua.

Intentó averiguar lo que había pasado con el Spiritus que él había visto, pero no sacó nada en claro y se arrepintió amargamente de no haber actuado en su momento y haber viajado cuando tuvo la posibilidad de hacerlo. Nunca volvería a tener la oportunidad de ver un Spiritus.

Eso creía él.

Su mirada iba del gato muerto a la taza de café. Era una ironía del destino que fuese Dante quien le encontrara un Spiritus y muriera en el intento.

Unas horas más tarde Simon tenía lista una caja de madera, colocó a Dante en ella y la enterró junto al seto de avellanos donde el gato solía sentarse a observar los pájaros. Fue entonces cuando la emoción por su Spiritus dejó paso a una ligera tristeza. Él no era sentimental, había tenido cuatro gatos con el mismo nombre, pero con todo era una época, un tiempo de su vida que iba a la tumba con este cuarto Dante. Un pequeño testigo que se había deslizado junto a sus piernas durante once años.

—Adiós, amigo. Gracias por este tiempo. Eras un buen gato. Espero que te vaya bien allá donde llegues. Que haya arenques que tú mismo puedas pescar con las patas. Que haya alguien que... te quiera.

Se le hizo un nudo en la garganta y se quitó una lágrima del ojo. Hizo una inclinación con la cabeza y dijo:

—Amén.

Después entró en casa.

Encima de la mesa de la cocina había una caja de cerillas.

Sin tocar al insecto, Simon había conseguido meterlo en la caja y cerrarla. Se acercó con cuidado a la caja, puso la oreja al lado. No se oía nada.

Lo había estudiado. Sabía lo que se esperaba de él. La cuestión era si él estaba dispuesto. De todo lo que decían los libros, no era fácil desentrañar cuánto eran meras especulaciones y cuánto había de cierto, pero algo creía saber con certeza: unirse a un Spiritus llevaba implícita una obligación. Una promesa al poder que lo había soltado.

¿Merece la pena?

No, la verdad es que no.

De joven se había vuelto loco de contento ante la mera posibilidad, pero ahora tenía setenta y tres años y había colgado los artilugios de magia dos años antes. Solo hacía trucos para el consumo casero, cuando se lo pedían la familia o los amigos. Trucos de estar por casa. El cigarrillo en la chaqueta, el salero por la mesa. Nada extraordinario. No tenía, pues, ninguna necesidad de magia de la de verdad.

Podía seguir dándole vueltas al asunto todo lo que quisiera; en el fondo, sabía que lo iba a hacer. Había pasado toda una vida al servicio de la magia de salón. ¿Iba a echarse atrás cuando tenía la cosa-en-sí al alcance de la mano?

Idiota. Idiota. Lo harás, ¿no?

Abrió la caja con cautela y observó al insecto. No había nada en él que dejara entrever que era un nexo de unión entre el mundo de los humanos y la insensata y bella magia. Su aspecto era más bien repulsivo. Como una víscera extirpada de su sitio y ennegrecida.

Simon tosió, juntó saliva.

Después lo hizo.

El escupitajo apareció entre sus labios. Él agachó la cabeza encima de la caja y vio caer el interminable chorro de saliva viscosa sobre el insecto. Un hilillo fino le colgaba aún de los labios cuando la saliva alcanzó su objetivo y se extendió sobre aquella piel brillante.

Como si el hilo de saliva que los unía hubiera sido una aguja, a Simon le llegó un sabor a través de los labios. Aquel sabor penetró inmediatamente en su cuerpo, no tenía ningún parecido con nada. Lo más próximo era el gusto a nuez estropeada dentro de la cáscara. Madera podrida, pero amarga y dulce a la vez. Un sabor repugnante.

Simon tragó en seco y se pasó la lengua por el paladar. La débil cuerda se rompió, pero aquel sabor seguía creciendo en su cuerpo. El insecto se estremeció y la herida que tenía en la piel se empezó a curar. Simon se levantó y todo su cuerpo era una náusea.

Esto ha sido un error
.

Sacó una cerveza del frigorífico, la abrió y dio un par de tragos con los que se enjuagó la boca. Algo mejor, pero la náusea seguía en su cuerpo y le dieron arcadas.

El insecto se había recuperado y ahora salía de la caja, recorriendo la mesa en dirección a Simon. Él retrocedió hasta el fregadero y miró fijamente la masa negra que se arrastró hasta el borde de la mesa y desde allí se dejó caer al suelo con un golpe húmedo y suave.

Simon se hizo a un lado, hacia la cocina. El insecto cambió de dirección, lo siguió. Simon sintió que estaba a punto de vomitar. Respiró profundamente un par de veces y se frotó los ojos con las yemas de los dedos.

Tranquilízate. Esto ya lo sabías
.

Sin embargo fue incapaz de quedarse quieto cuando el insecto casi había llegado a su pie. Salió huyendo hacia la entrada y se sentó en el arcón marinero, donde guardaba los impermeables, se apretó las sienes con las manos e intentó analizar la situación con calma. La náusea que sentía en el cuerpo empezaba a debilitarse, el sabor ya no era tan intenso.

El insecto cruzó el umbral de la cocina, en dirección a él. Iba dejando tras de sí un delgado rastro de mucosidad. Simon sabía ahora cosas que cinco minutos antes no sabía. El conocimiento había penetrado en él.

Lo que él sentía como un sabor en el cuerpo, el insecto lo percibía como un olor. Lo iba a perseguir, ir tras él hasta que consiguiera estar con él. Ese era su único objetivo. Estar con él...

Hasta que la muerte nos separe
.

... Compartir su fuerza con él. Él lo sabía. Con la saliva había sellado un pacto imposible de romper.

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