Authors: Charles Dickens
—Dice lo que siente —refunfuñó Grimwig.
—¡No! ¡No siente lo que dice! —replicó Brownlow, montando en cólera.
—¡Se come su propia cabeza si no lo siente! —gritó Grimwig.
—¡Merecería que se la rompieran de un porrazo si habla en serio!
—¡Querría ver si hay nacido que se atreviera a hacerlo!
Llegada la discusión a ese punto, los dos ancianos tomaron rapé varias veces consecutivas, se miraron, y concluyeron por darse sendos apretones de manos, que era el resultado último y definitivo de todas sus disputas.
—Volvamos ahora, señorita al asunto que tanto interesa a su corazón. ¿Tendrá usted la bondad de decirme todo lo que acerca de ese pobre muchacho sepa? Me permitirá que principie por hacer constar que puse en juego, cuando desapareció, cuantos medios me sugirió mi buen deseo para descubrir su paradero, y que desde que salí de Inglaterra, se ha modificado por completo la opinión, que formé en los primeros momentos, de que me había robado obedeciendo instigaciones de sus antiguos cómplices.
Rosa que había tenido tiempo para coordinar sus pensamientos, hizo una historia sucinta y precisa de cuanto a Oliver había acontecido desde que salió de la casa del señor Brownlow, omitiendo únicamente las recientes revelaciones de Anita, que pensaba declarar en secreto y a solas al anciano, y cerró su narración asegurando que el pesar único del muchacho, desde algunos meses antes, era no poder encontrar a su antiguo bienhechor.
—¡Loado sea Dios! exclamó Brownlow—. Me proporciona usted una verdadera alegría, un placer como no lo experimentaba en mucho tiempo. Pero no me dice usted dónde se encuentra en este momento, señorita Maylie. Perdónome si me quejo; pero, ¿cómo no lo ha traído usted?
—En mi coche, que dejé a la puerta, quedó esperando.
—¡A mi puerta! —exclamó buen caballero.
Sin hablar más palabra, lanzóse fuera de la habitación, descendió precipitadamente la escalera, y segundos después habría la portezuela del carruaje.
No bien salió el señor Brownlow de la estancia, Grimwig levantó la cabeza y convirtiendo en pivote una de las patas traseras de la silla que ocupaba, y auxiliándose con el bastón y la mesa, describió tres círculos completos sin levantarse de su asiento. Ejecutada la maniobra descrita, se levantó, dio diez o doce vueltas por la habitación con paso rápido, y deteniéndose al fin bruscamente frente a Rosa, besó a ésta sin preámbulos ni ceremonias.
—¡Pschis! —susurró, al observar que la señorita se levantaba alarmada ante su singular manera de ser—. No se asuste usted. Por la edad podría muy bien ser su abuelo... Es usted una niña encantadora y yo la quiero mucho... ¡Ya están aquí!
En el instante preciso en que, haciendo una conversión hábil volvía Grimwig a ocupar su asiento, entraba Brownlow acompañando a Oliver, a quien el primero dispensa una acogida amabilísima. En cuanto a Rosa, aun cuando sus cuidados, no la hubieran valido otra recompensa que la felicidad que saboreó en aquellos momentos, hubiérase tenido por suficientemente pagada.
—Alguien queda aún a quien no debemos olvidar —observó Brownlow haciendo sonar la campanilla—. Hágame el favor de decir a la señora Bedwin que venga inmediatamente —añadió, dirigiéndose al criado que había acudido al llamamiento.
No se hizo esperar la antigua ama de llaves, la cual quedó en la puerta de la habitación esperando órdenes.
—Observo que pierde usted vista de día en día, señora Bedwin —dijo Brownlow con cierta sequedad.
—Cierto, señor —contestó la anciana—. A mis años, no suele mejorar con el tiempo la vista.
—Es ésa una verdad que me sé yo de memoria —replicó Brownlow—; pero también lo es que, si usted se calara las antiparras, acaso adivinase el motivo que me obligó a llamarla.
La buena señora comenzó a registrar sus bolsillos en busca de sus anteojos; pero Oliver, cuya paciencia no estaba hecha a prueba de dilaciones, cediendo a su primer impulso, se arrojó en sus brazos.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó la anciana—. ¡Si es mi inocente y querido niño!
—¡Oh, mi idolatrada enfermera! —gritó Oliver.
—¡Ha vuelto... el corazón me decía que volvería!... ¡Y qué bien está, y con qué elegancia viste!... ¡Si parece el hijo de un caballero!... La misma carita dulce, pero menos pálido... ¿Dónde has estado tanto tiempo? La expresión de la mirada es la misma, aunque menos triste la de hoy que la de aquellos tiempos... Ni un solo día he dejado de ver su dulce sonrisa, pero siempre se me figuraba verle acompañado a mis pobres hijos, muertos cuando yo era aún muy joven...
Mientras hablaba, la buena anciana examinaba a Oliver, intentaba precisar cuánto había crecido, le estrechaba entre sus brazos, pasaba sus dedos por su cabello, y ora lloraba, ora reía.
Brownlow, dejando a la señora Bedwin y a Oliver en libertad de hablar a sus anchas, pasó a otra habitación, donde Rosa le refirió detalladamente la entrevista que con Anita había tenido, relato que le produjo tanta sorpresa como inquietud. También explicó Rosa los motivos que la aconsejaron no confiar el secreto a Losberne. El digno caballero contestó que a su entender había obrado con prudencia, y en el acto resolvió pedir al doctor una conferencia solemne. A fin de proporcionarle ocasión de poner cuanto antes en planta sus propósitos, convinieron en que aquella misma noche, a las ocho, se presentaría Brownlow en el hotel en que residía la señora Maylie, a la cual, en el entretanto, se pondría en antecedentes de lo que ocurría. Convenidos los preliminares expuestos, Rosa y Oliver volvieron a casa.
Había calculado Rosa que la furia del buen doctor rayaría en lo inverosímil en cuanto tuviera noticias de las revelaciones de Anita, y fuerza es convenir que no erró ni exageró sus cálculos. De su boca salieron atropellándose torrentes de amenazas mezcladas con imprecaciones contra los miserables criminales y hasta contra Anita, a la que quiso, en los primeros momentos, confiar nada menos que a los cuidados solícitos de los señores Blathers y Duff. Que hablaba en serio, lo demostró elocuentemente el hecho de que inmediatamente se calara el sombrero con ánimo de lanzarse a la calle y de pedir la cooperación de aquellos dignos funcionarios. A buen seguro que, en los primeros momentos de indignación, hubiera puesto en planta sus propósitos sin consideración a las consecuencias, de no haberle detenido por una parte la diestra de Brownlow, cuyo temperamento no era menos irascible que el suyo, y por otra, la serie de argumentos y razones con que procuraron disuadirle de que cometiera un disparate que probablemente comprometería el asunto en vez de solucionarlo.
—Entonces, ¿qué diablos hacemos? —exclamó el impetuoso doctor cuando estuvieron presentes a la conferencia las señoras—. ¿Quieren ustedes que enviemos un voto de gracias a esa cuadrilla de ladrones y perdidas, rogándoles al propio tiempo que nos dispensen el honor de aceptar un centenar de libras esterlinas por barba, como muestra insignificante de nuestro aprecio y pobre recompensa por las bondades que han testimoniado a Oliver?
—No digo tanto —replicó Brownlow riendo—; pero sí que es preciso proceder con moderación y prudencia exquisitas.
—¡Moderación y prudencia!... —gritó el doctor—. ¡Yo principiaría por enviarlos todos a la...!
—No me opongo a que los envíe a donde quiera —dijo Brownlow interrumpiendo al doctor—, siempre que ello contribuya a facilitar el objetivo que perseguimos.
—¿Qué objetivo es? —inquirió el doctor.
—Conocer a los parientes de Oliver y poner a éste en posesión de la herencia que fraudulentamente le arrebatan, suponiendo que la historia referida por la joven compañera de los ladrones sea cierta.
—¡Ah! —exclamó el doctor, pasando el pañuelo por su frente—. ¡Es verdad! ¡Ni me acordaba siquiera!
—Comprenda usted que, aun dejando a un lado a esa desventurada muchacha y suponiendo que sin comprometer a ésta, nos fuera posible poner a todos esos miserables en manos de la justicia, poco o nada habríamos adelantado.
—Algo adelantaríamos —replicó el doctor—. Ahorcarían a unos cuantos y deportarían a los restantes.
—Perfectamente —contestó Brownlow riendo—; pero es la suerte que les espera y que se atraerán ellos mismos, con el tiempo, sin intervención nuestra. Si hoy encaminamos nuestros esfuerzos a adelantarla, tenga usted por seguro que haremos el Quijote y perjudicaremos nuestros intereses... o los de Oliver, que viene a ser lo mismo.
—No veo cómo —objetó el doctor.
—Va usted a verlo. Es indudable que hemos de tropezar con dificultades inmensas para penetrar en el fondo del misterio, mientras no arranquemos la máscara a ese sujeto llamado Monks. Pero es que para conseguir esto último, habremos de recurrir a ardides y estratagemas, que no nos darán resultado si no le cogemos cuando esté solo, separado de los canallas que cooperan a sus villanos planes. Supongamos que le hacemos prender: ninguna prueba tenemos contra él; es más, ni sabemos siquiera que haya tomado parte en ninguna de las fechorías llevadas a cabo por la banda. Le absolverían de seguro, o a lo sumo, si la justicia extremaba sus rigores, le condenarían como vago, y nuestro Monks guardaría en lo sucesivo silencio tan obstinado, que para nosotros, o para nuestros proyectos, sería tanto como si hubiese quedado sordo, ciego, mudo e idiota.
—Entonces, vuelvo a preguntar otra vez —contestó con vivacidad al doctor—, si cree usted racional que nos consideremos ligados por la promesa empeñada a una perdida... promesa hecha con la mejor intención, lo reconozco, pero que...
—No discutamos siquiera ese punto... ¡Perdone que no le deje hablar señorita! —dijo Brownlow, observando que Rosa se disponía protestar—. Hay que atenerse a todo trance a la palabra empeñada, palabra que, a mi modo de ver, en nada ha de oponerse a nuestros procedimientos. Sin embargo, antes de convenir un plan preciso de operaciones, juzgo necesario ver a esa joven, a fin de tratar de conseguir que nos dé a conocer a Monks, asegurándole que trataremos directamente con él y sin mediación de la policía, y caso que aquélla no quiera, o no pueda darnos sus señas, recabar de la misma informes detallados y precisos acerca de sus señas personales y sitios que frecuenta, con objeto de ponernos en condiciones de conocerle cuando le encontremos. A la muchacha no podemos verla hasta el domingo por la noche. Hoy es martes. Propongo, pues, que hasta el domingo, permanezcamos perfectamente quietos y guardemos secreto impenetrable, que no revelaremos ni al mismo Oliver.
Por más que Losberne acogió con ceño y de mal talante una proposición que llevaba aparejados cinco días de inacción absoluta, no pudo menos de confesar que no se le ocurría por entonces plan más ventajoso, y como por otra parte, tanto la señora Maylie como Rosa defendieron con tesón lo propuesto por Brownlow, la proposición de éste quedó aprobada por unanimidad.
—Yo desearía —observó Brownlow—, solicitar la cooperación de mi amigo Grimwig. Es un hombre singular, rico en rarezas y excentricidades, pero ladino como el que más. Abrigo el convencimiento de que podría servirnos. Añadiré que fue abogado competente y que abandonó el foro porque en veinte años sólo se le presentó un pleito y de escasa importancia. Ustedes verán si esta circunstancia le recomienda o no.
—No tengo inconveniente en que usted llame a su amigo, siempre que a mí se me permita llamar a otro que lo es mío —contestó el doctor.
—Someteremos el asunto a votación. ¿Quién es ese amigo suyo? —preguntó Brownlow.
—El hijo de esta señora, amigo antiguo de esta señorita —contestó el doctor, extendiendo un brazo hacia la señora Maylie y dirigiendo a la señorita Rosa una mirada muy significativa.
Tiñéronse de vivo carmín las mejillas de Rosa, la cual no se opuso a la proposición, acaso porque creyera que se encontraría en minoría desesperada. Como consecuencia, acordóse invitar a los dos señores mencionados a formar parte de la junta de defensa de Oliver.
—Huelga decir que no saldremos de Londres en tanto haya esperanzas de que nuestras investigaciones puedan tener resultado —dijo la señora Maylie—. A trueque de ver logrado el objetivo que perseguimos, no perdonaré molestias ni gastos, y con gusto permaneceré en la ciudad aunque sean doce meses, siempre que ustedes me aseguren que queda un rayo de esperanza.
—¡Magnífico! —exclamó Brownlow—. Como quiera que estoy viendo en los semblantes de cuantos merodean el deseo de preguntarme a que fue debido que me viera yo en la posibilidad de corroborar y comprobar la historia que me refirió Oliver y qué causas me obligaron a abandonar repentinamente el reino, me permitirán que les haga presente que deseo que guarden en el fondo de su pecho las preguntas, hasta que yo pueda adelantarme a ellas refiriéndoles mi propia historia. Créanme que abonan mi conducta poderosas razones, no siendo la menor de ellas el estar seguro de que, hablando, podría despertar esperanzas que acaso nunca tengan realización, y aumentar las dificultades y los desencantos, harto numerosos por desgracia. ¡Vaya! Han anunciado que la cena está servida, y no es justo que la mesa espere. Por otra parte, Oliver se encuentra solo en la habitación contigua, y no sería de extrañar que creyese que su compañía nos es molesta, o bien que fraguamos alguna conspiración tenebrosa encaminada a lanzarle de nuevo a los rigores de su infausta suerte.
Diciendo estas palabras, el respetable anciano ofreció su mano a la señora Maylie, el doctor hizo lo propio con Rosa, y las dos parejas se dirigieron al comedor, quedando, por entonces, disuelta la junta de Defensa.
Un conocido antiguo de Oliver da pruebas tan brillantes de genio, que llega a ser un personaje público en la capital
La misma noche que Anita, cediendo a un impulso generoso, hizo a Rosa Maylie las importantes revelaciones que conoce el lector, después de propinar un narcótico a Sikes, acercábanse a Londres, por el Gran Camino Real Norte, dos personas, a las cuales no puede dispensarse esta verídica historia de prestar alguna atención.
Eran las personas en cuestión un hombre y una mujer (quizá les cuadrase mejor la denominación de macho y hembra); el primero, uno de esos ejemplares largiruchos, huesudos, patizambos y de andar perezoso y vacilante, a los cuales es difícil señalar edad determinada, seres que, de niños, parecen hombres entecos y poco desarrollados, y de hombres, podrían pasar por muchachos desarrollados prematuramente.
La mujer era joven, de constitución robusta y grandes fuerzas, pues en caso contrario, habríale sido imposible llevar el pesado fardo que gravitaba sobre su espalda. No llevaba su compañero tanto equipaje, reducido a un paquetito envuelto en un mal pañuelo y pendiente de la punta de un palo apoyado sobre el hombro, paquetito que tenía trazas de pesar muy poco. Esta circunstancia, unida a la longitud de sus piernas, realmente desmesuradas, permitíale llevar constantemente una delantera de doce pasos a su compañera, hacia la cual volvía la cabeza de tanto en tanto, haciéndole señas que traducidas al lenguaje vulgar, eran otros tantos reproches a su tardanza y excitaciones a que apresurara el paso.