Authors: Charles Dickens
—Añadiré —prosiguió el judío después de tranquilizar a la muchacha con ademanes y palabras amistosas—, que tengo un amigo a quien será fácil satisfacer el ardiente deseo que antes expresó usted, poniéndole en el camino que le conducirá derechura a la clase de negocios que usted prefiera y conozca, y le enseñará los que le sean desconocidos.
—Parece que habla usted en serio —observó Noé.
—¿Le parece a usted que tengo yo cara de hablar en broma? —explicó Fajín, dándole unos golpecitos sobre el hombro. ¡Es usted un genio, querido! ¿Quiere usted salir un momento y hablaremos cuatro palabras a solas?
—No tenemos necesidad de molestarnos —contestó Noé, extendiendo nuevamente sus piernas—. Esta subirá arriba los equipajes mientras hablamos... Carlota, vete con los fardos.
La orden, que fue comunicada con gran majestad, tuvo exacto e inmediato cumplimiento.
—La he enseñado bastante bien, ¿no le parece a usted? —preguntó Claypole, con el tono de quien ha domado una bestia feroz.
—Admirablemente, amigo: bien se ve que lo entiende usted.
—No me encontraría yo en este sitio si así no fuera... Pero no perdamos tiempo, pues no puede tardar mucho en volver.
—Veamos: ¿qué me dice usted? Si el amigo de quién le he hablado le agrada, ¿no le parece que lo mejor sería asociarse a él?
—¿Prosperan sus negocios? —inquirió Claypole guiñando un ojo—. Porque lo importante es eso.
—Sus negocios están en plena producción; sus auxiliares son numerosos, y entre ellos cuenta con verdaderas lumbreras en el arte.
—¿Todos de la ciudad?
—Ni un lugareño ha sido admitido todavía, y es más; hasta creo que no admitiría a usted, no obstante mis recomendaciones, si no fuera porque en estos momentos está falto de auxiliares.
—¿Tendré que
aflojar la mosca?
—preguntó, dándose algunos golpecitos en el bolsillo.
—¡Ah! ¡Es condición precisa! —replicó Fajín con énfasis.
—Veinte libras esterlinas son una cantidad respetable... ¿no le parece?
—No valen gran cosa cuando las representa un billete del Banco del cual es difícil desprenderse —replicó Fajín—. Supongo que habrán tomado el número y la fecha de emisión, que el Banco estará avisado, y que, a su presentación, en vez de hacerlo efectivo... ¡Ah! Comprenda usted que su billete de veinte libras tiene muy poco valor. Mi amigo tendrá que enviarlo al extranjero donde habrá de venderlo con gran quebranto.
—¿Cuándo podré ver a su amigo? —preguntó Noé.
—Mañana por la mañana.
—¿Dónde?
—Aquí.
—¡Hum! Si me asocio, ¿qué ventajas obtendré?
—Podrá vivir como un caballero... tendrá casa, mesa, tabaco y licores... la mitad de lo que usted gane y la mitad de lo que gane la joven que le acompaña.
Es muy dudoso que Noé Claypole, cuya voracidad era implacable, hubiese aceptado las deslumbrantes proposiciones del judío si hubiera sido dueño absoluto de sus actos; pero, como se le ocurrió la idea de que, si las rechazaba, se encontraba en poder de su nuevo conocido, quien sin vacilar un segundo le entregaría a la justicia, poco a poco se fue convenciendo, y acabó por manifestar que las condiciones merecían su aprobación.
—Sin embargo —añadió Claypole—, en atención a que mi compañera trabajará mucho, me parece natural que a mí se me confíen ocupaciones sencillas y de poco compromiso.
—¿Trabajos de capricho, eh? —inquirió Fajín.
—Algo por el estilo. ¿Qué le parece a usted que podría hacer para empezar? Con que no sea pesado ni ofrezca peligros, lo acepto desde luego.
—Algo me parece que he oído hablar a usted sobre su capacidad para espiar a sus semejantes, querido —observó el judío—. Mi amigo necesita muy de veras a uno que se encargue de esas operaciones.
—No sé si lo he dicho, pero crea usted que sin inconveniente aceptaría ese entretenimiento; pero se me figura que debe ser oficio poco lucrativo.
—Eso es verdad —contestó el judío recapacitando, o haciendo que recapacitaba—. No; desde luego no.
—Entonces, ¿qué? —preguntó anhelante Claypole—. Me gustaría dedicarme a cualquiera de esas ocupaciones que pueden hacerse con facilidad y sin correr más riesgos de los que a uno puedan amenazarle en su casa.
—¿Quiere usted dedicarse a las viejas? —preguntó el judío—. Es negocio muy productivo. Se gana el dinero a espuertas arrebatándoles los saquitos de mano y perdiéndose acto seguido a la vuelta de la primera esquina.
—Sí... pero gritan como condenadas y hasta arañan alguna vez —replicó Claypole, moviendo la cabeza—. Me parece que no me conviene. ¿No quedan otras especialidades que explotar?
—¡Ah... sí! —exclamó el judío, poniendo una mano sobre la rodilla de Noé—. Nos queda la
zancadilla del cachorro.
—¿Y qué es eso?
—Llamamos cachorros, querido —explicó el judío—, a los niños que salen por encargo de sus madres a hacer cualquier recado, y llevan chelines o peniques... siempre suelen guardarlos en sus manos, y la zancadilla consiste en escamotearles el dinero derribándoles acto seguido en tierra, alejándose a continuación con paso lento y como si tal cosa, como si se tratara de un niño que ha caído por casualidad y se ha lastimado un poco. ¡Ja, ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja, ja! —rugió Claypole acoceando la mesa—. ¡Eso me conviene ¡Mi especialidad!...
—Indudable. Por cierto que por los alrededores de Camden Town o del Puente de Battle podrá explotar el negocio en gran escala. Siempre transitan por allí muchachos que van a recados y no ha de serle difícil echar muchas zancadillas diarias. ¡Ja, ja, ja, ja!
Noé Claypole hizo coro a las carcajadas de Fajín.
—No hay más que hablar —dijo Noé, luego que se hubo serenado un poco y cuando ya Carlota había vuelto a la habitación—. Quedamos entendidos: ¿a qué hora nos veremos mañana?
—¿Le parece a las diez? —preguntó Fajín.
—Sea a las diez.
—¿Y qué nombre he de dar a mi nuevo amigo?
—Bolter —contestó Noé, que se había preparado por si le hacían una pregunta que consideraba segura—; Mauricio Bolter... Esta es la señora Bolter.
—¡A los pies de usted, señora Bolter! —dijo Fajín, con cómica gravedad—. Será para mí un placer estrechar nuestras relaciones.
—¿No oyes lo que este caballero te está diciendo? —gritó Claypole.
—Sí, mi querido Noé, sí —contestó la señora
Bolter
alargando la diestra al judío.
—En la intimidad me llama Noé —explicó Mauricio Bolter, antes Noé Claypole—. ¿Comprende usted?
—¡Oh, sí! ¡Comprendo perfectamente! —contestó Fajín, diciendo, verdad acaso por primera vez en su vida—. ¡Buenas noches! ¡Buenas noches!
No sin repetir mil veces las despedidas y después de cambiar varias frases agradables con sus nuevos amigos, marchóse el judío. Noé Claypole reclamó toda la atención de su
esposa
para explicarle el trato que, acababa de cerrar con toda la altanería y aire de superioridad que tan perfectamente se armonizan, no diremos ya con un individuo del sexo fuerte, sino con un caballero que en, tanto estima la nueva dignidad que le ha sido conferida, consistente en preparar la
zancadilla del cachorro
a cuantos niños transiten con dinero por las calles de Londres y sus alrededores.
Donde encontramos que el famoso
Truhán
dio un tropiezo grave
—¿Conque su amigo de usted era usted mismo? —exclamó Claypole, por otro nombre Mauricio Bolter, a poco de haber llegado al día siguiente a la casa del judío, en cumplimiento de lo pactado—. No me la dio del todo, amigo mío, pues si he de decir verdad, me lo había figurado.
—No hay quien de sí mismo no sea amigo, querido —replicó Fajín, dirigiendo a su nuevo amigo una mirada insinuante—. No puede encontrar otro que lo sea tanto.
—Se dan casos —observó Mauricio Bolter, con aires de hombre de mundo—. Sabe usted muy bien que hay personas cuyos únicos enemigos son ellos mismos.
—¡No lo crea usted! —replicó el judío—. Cuando un hombre aparece enemigo de sí mismo, es porque se aprecia demasiado, y cuanto más parezca que le preocupan la felicidad y suerte de sus prójimos, más cuida de las suyas. ¡La abnegación!... ¡Uf! ¡No existe semejante fruta en el huerto de la Naturaleza!
—Y si existe, no debiera existir; es la verdad —observó Bolter.
—Nada más cierto. Algunos hechiceros pretenden que el número tres es un número mágico, otros afirman que es el siete. Todos se engañan; el número mágico es el uno.
—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Viva el número uno! —gritó Bolter.
—En comunidades pequeñas como la nuestra —explicó el judío, creyendo que era llegado el momento de determinar su propia posición—, tenemos un número uno general... o lo que es lo mismo: usted no puede considerarse como número uno sin tenerme también a mí por número uno, de la misma manera que por número uno me tienen todos los demás.
—¡Demonio! —exclamó Bolter.
—Comprenda usted —añadió el judío, sin hacer caso de la interrupción—, que dada la trabazón, el enlace íntimo que debe existir entre nosotros, dada la identificación que entre nuestros intereses existe, no puede ser de otra manera. Por ejemplo: obligación suya es velar por la seguridad del número uno... entendiéndose a usted mismo por número uno.
—De acuerdo; tocante a eso no hay cuestión.
—Perfectamente. Usted no puede cuidar de sí mismo, número uno, sin cuidar también de mí, número uno.
—Querrá usted decir número dos —replicó Bolter, egoísta hasta lo infinito.
—No por cierto —replicó el judío—. Para usted, debo tener la misma importancia que tenga usted mismo.
—No puedo dudar que me parece usted un hombre simpático y digno de todo mi aprecio; pero me parece que mi unión con usted no es ni puede ser tan íntima como mi unión con mi interés personal.
—Recapacite usted un momento, amigo mío, nada más que un momento —dijo Fajín, encogiéndose de hombros—. Ha dado usted un tropiezo según el mundo, aunque para mí sea una hazaña digna de respeto, una hazaña que merece mi aprobación y le da un título más a mi cariño; pero hazaña que podría valerle una corbata tan fácil de poner, como difícil de desatar: supongo que habrá comprendido que me refiero a la horca.
Bolter llevó maquinalmente la mano a la corbata, como si le apretara demasiado, y manifestó su conformidad con las palabras de su interlocutor por medio de un gruñido especial.
—La horca, amigo mío —repuso Fajín—, es un poste indicador horrible que, en forma tan brusca como brutal, ha puesto fin desastroso a la carrera de más de un valiente que trabajaba sin recelo por nuestras calles. Pues bien: objetivo número uno debe ser esquivar los obstáculos que pueda encontrar en su camino y maniobrar siempre a distancia respetable de aquella señora.
—Tiene usted mucha razón: pero, ¿por qué me habla de cosas tan desagradables?
—Lisa y llanamente para que me comprenda con toda claridad: Si no quiere usted dar de bruces, cuando menos lo piense, en el poste indicador de que acabo de hablarle habrá de velar por mis intereses de la misma manera que yo, si quiero que prosperen mis intereses, habré de velar por su seguridad de usted. Para usted, lo primero habrá de ser su número uno personal, lo segundo, mi número uno. Cuanta mayor sea la solicitud con que usted atienda a su número uno personal, en más alto habrá de apreciar mi número uno... y hétenos llegados a la postre a lo que manifesté a usted al principio: el amor hacia el número uno es el lazo que nos une en apretado ejército, que caminará de victoria en victoria mientras subsista ese lazo, pero que, roto éste, caerá precipitado a los abismos del no ser.
—¡Es verdad... es verdad! —exclamó Bolter con expresión meditabunda—. ¡Oh!... ¡Y cómo se advierte que es usted perro viejo!
Con visible complacencia comprendió Fajín que la alusión a su genio maravilloso no era estéril cumplimiento, sino reflejo de la impresión profunda y real que sus argumentos habrían producido en el ánimo de su nuevo recluta. Con el objeto de robustecer y dar mayor consistencia a una impresión tan apetecible como conveniente a sus fines, continuó dando a conocer a aquél, con algún detalle, la extensión y el alcance de sus operaciones, sirviéndole en el mismo plato la verdad mezclada con la mentira, cuando así convenía a sus fines, y combinándolo todo con tal arte, que el respeto del señor Bolter crecía por grados, bien que un tanto templado con cierto grado de saludable temor que a los intereses del jefe convenía despertar.
—Gracias a esta confianza mutua que entre nosotros reina, puedo consolarme de las dolorosas pérdidas que a veces lamento —observó el judío—. Ayer mañana, sin ir más lejos, perdí al que sin exagerar podría llamar mi brazo derecho.
—¿Murió? —preguntó Bolter.
—¡No, no! El mal no es tan grave, gracias a Dios.
—Entonces, será que lo...
—Llamaron —interrumpió el judío—; eso es; lo llamaron.
—¿Lo necesitaban para al asunto particular?
—Lo necesitaban... ¡No es ésa la palabra que mejor le cuadra! Le
acusaron
de haber intentado trabar relaciones demasiado estrechas con el bolsillo de un desconocido y, al registrarle, le encontraron una cajita de rapé de plata... la suya, amigo mía, la suya, pues he de hacer constar que el pobre tomaba rapé, y cierto que le gustaba mucho. Creyendo que conocen al dueño de cajita en cuestión, le han tenido preso hasta hoy... ¡Ah! ¡Vale cincuenta cajitas de oro, y con gusto las pagara yo a trueque de ponerle en libertad! ¡Cuánto siento que no haya conocido usted al
Truhán
amigo mío; cuánto lo siento!
—Espero tener el placer de conocerle; ¿no le parece?
—¡Mucho lo dudo! —contestó el judío, exhalando un suspiro—. Si no presentan pruebas nuevas, el castigo no pasará de seis semanas de cárcel y pronto lo tendremos de nuevo entre nosotros; pero si por desgracia ocurre lo contrario está perdido. Saben que el
Truhán
pierde de listo y harán de él un pensionista... un pensionista perpetuo. ¡Mire usted que hacer del
Truhán
nada menos que un pensionista perpetuo!
—¿Pero qué diablos significa hacerle pensionista perpetuo? ¿Por qué no me habla en forma que lo entienda, dejándose de enigmas?
Disponíase Fajín a traducir al lenguaje vulgar la expresión que significaba «cadena perpetua», cuando vino a poner fin brusco al diálogo la llegada de Carlos Bates, quien se presentó con las manos metidas en los bolsillos de sus calzones y con cara contorsionada, en la que se leía un terror que, por lo exagerado, resultaba cómico.