Authors: Charles Dickens
—Nunca es tarde para el arrepentimiento y la expiación —objetó Rosa.
—¡Lo es... sí! —insistió Anita retorciéndose las manos con desesperación—. ¡No puedo dejarle!... ¡No quiero ser causa de su muerte!
—¿Por qué había de serlo? —preguntó Rosa.
—Nada podría salvarle —respondió Anita—. Si a otros dijera yo lo que a usted acabo de decirle, si descubriera el lugar donde se encuentra, moriría indefectiblemente. Es el más... resuelto, y ha cometido muchos horrores.
—¿Es posible que por un hombre así renuncie usted a la esperanza de una vida mejor y a la certeza de verse libre inmediatamente? ¡Es una locura; perdone que se lo diga!
—Yo no sé si es o no locura; lo que sí aseguro es que así es, y que no soy yo sola la que así procedo, sino muchos cientos de otras tan malas y tan desdichadas como yo. Necesito volver a casa, y me vuelvo. Quizá sea un castigo de Dios por las malas acciones que he cometido; pero es lo cierto que ese hombre me atrae, a pesar de las crueldades, a pesar de los malos tratos de que me hace objeto, y volvería con toda seguridad a su lado, aun cuando supiese que había de morir a sus manos.
—¿Qué hacer? —exclamó Rosa—. Creo que no debería dejarla marchar.
—Sí, señorita. Debe usted dejarme marchar —replicó Anita levantándose—. Me parece que sería injusta si pusiera obstáculos a la marcha de la que ha venido aquí confiada en su bondad, y le ha hecho revelaciones graves sin exigirle promesa alguna, como hubiera podido hacerlo.
—Entonces, ¿qué uso quiere usted que haga de sus revelaciones? ¿Si no se penetra el misterio, si no se toman medidas, qué beneficio puede reportar su confidencia a Oliver, a quien parece desea usted salvar?
—Seguramente tendrá usted algún caballero bueno que escuchará de sus labios la repetición de mi historia y la aconsejará lo que deba hacer.
—¿Pero y dónde vuelvo yo a encontrarla a usted cuando la necesite? No tengo interés por averiguar dónde viven esos hombres terribles; pero, ¿no le parece que debiera decirme el sitio en que podrá encontrársela un día, un momento que determinaremos?
—¿Me promete usted guardar fielmente el secreto, y que vendrá sola, o acompañada del único confidente a quien con autorización mía puede hacer partícipe del secreto, y que nadie me vigilará ni me seguirá?
—Se lo prometo solemnemente —contestó Rosa.
—Todos los domingos por la noche, desde el instante en que los relojes den las once hasta que suenen las doce —dijo la muchacha sin sombra de vacilación—, pasearé por el Puente de Londres, si vivo todavía.
—¡Un momento más! –exclamó Rosa, viendo que la muchacha se dirigía presurosa a la puerta—. Reflexione una vez más en su situación, y en la oportunidad que salir de ella se le ofrece. Tiene usted derecho a que yo le tienda la mano, no sólo por haber venido espontáneamente a revelarme un secreto, sino también porque es una mujer casi irremisiblemente perdida. ¿Volverá a reunirse con esa gavilla de ladrones, con ese hombre terrible, cuando basta que pronuncie una palabra, para verse a salvo? ¿Qué diabólica fascinación la arrastra a semejantes abismos de oprobio y de miseria? ¡Oh! ¡Será posible que no quede en su alma una cuerda sensible que yo pueda hacer vibra! ¿No queda en usted alguna puerta a la que yo pueda llamar con esperanzas de arrancar de su imaginación las alucinaciones que la arrastran?
—Cuando ángeles tan jóvenes, tan buenos, tan hermosos como usted entregan sus corazones –replicó Anita con decisión—, arrástrales el amor a abismos sin fondo, aun cuando, como usted, tengan casa, amigos, riquezas, admiradores, y todo cuan pudiera halagarles; pero cuando mujeres como yo, que no tienen ni esperan tener otro techo que la tapa del ataúd en que las enterrarán limosna, ni han de conocer otros amigos, cuando la enfermedad haga en ellas presa, que la enfermera de un hospital, entregan su corrompido e impuro corazón a un hombre, permite a éste que llene un hueco que estuvo vacío durante toda la vida, tenga usted por seguro que no hay fuerzas humanas que baste para curarnos. ¡Compadézcanos, señorita! ¡Compadézcanos a las que no quedándonos más que uno solo de los sentimientos de mujer, convertimos, por una fatalidad horrible en manantial de nuevos sufrimientos y violencias, lo que debiera ser nuestro orgullo y consuelo!
—Por lo menos —dijo Rosa, al cabo de algunos momentos de silencio—, me hará el favor de aceptar de mí algún dinero que la permita vivir honradamente... hasta que volvamos a vernos; ¿no es cierto?
—¡Ni un céntimo! —contestó Anita.
—¡No ponga usted obstáculos insuperables a cuantos esfuerzos hago para serle, de algún provecho! Con toda mi alma deseo servirla.
—¡Sólo arrancándome de un golpe la vida podría servirme, señorita! —exclamó la infeliz, retorciéndose las manos—. La conciencia de lo que soy me ha hecho sufrir esta noche torturas más acerbas que nunca, y algo saldría ganando si no muriera en el infierno en que siempre he vivido. ¡Dios la colme de bendiciones, señorita, y derrame sobre su cabeza tanta dicha como vergüenza he acumulado yo sobre la mía!
Hablando de esta suerte y sollozando con desesperación, salió la desventurada Anita, mientras Rosa dolorosamente afectada por aquella extraña entrevista, más semejante a una pesadilla que a un incidente de la vida real, se dejó caer en una butaca e hizo lo posible para recoger y poner en orden sus confusos pensamientos.
Hace nuevos descubrimientos y demuestra que las sorpresas, lo mismo que las desgracias, rara vez vienen solas
A decir verdad, la situación de Rosa no dejaba de ser difícil y complicada. A la par que sentía un deseo ardiente, un anhelo irresistible de rasgar el velo misterioso que envolvía la historia de Oliver, no podía menos de guardar religiosamente el secreto que aquella desventurada mujer, con la cual acababa de hablar, había confiado a su inocente y cándida buena fe. Tanto las palabras como la expresión de Anita habían conmovido profundamente el corazón de Rosa y mezclado al cariño tierno y sin límites que a su joven protegido profesaba, anhelos vivísimos de atraer al arrepentimiento y a la esperanza a aquella desgraciada.
La familia Maylie tenía resuelto no detenerse en Londres más que tres días, pasados los cuales emprendían la marcha hacia un lugar de la costa, bastante distante, donde pasarían algunas semanas. Anita se había presentado en la noche del primer día de estancia en la capital de Inglaterra. ¿Qué resoluciones podía tomar Rosa en el breve espacio de cuarenta y ocho horas? Y si en ese lapso de tiempo no las tomaba, ¿sería posible diferir el viaje sin excitar sospechas?
Con la familia Maylie estaba el señor Losberne, quien debía continuar acompañando a las señoras en los dos días siguientes; pero Rosa conocía perfectamente el temperamento impetuoso de aquel caballero excelente y preveía la terrible explosión de cólera que en el primer momento estallaría en el corazón del buen doctor contra la mujer que fue instrumento principal de los que por segunda vez se apoderaron de la persona de Oliver, para confiarle el secreto e inclinarle en favor de la culpable, sobre todo, careciendo de otra persona de experiencia que la auxiliase en la empresa y secundase sus esfuerzos. Estas consideraciones eran motivos más que suficientes para disuadirla de poner en autos a la señora Maylie, cuyo impulso primero la llevaría infaliblemente a tratar el asunto con el buen doctor. En cuanto a recurrir a los consejos de cualquier abogado, aun suponiendo que Rosa supiera cómo hacerlo no había ni que pensarlo, por las mismas causas. Brotó en su mente la idea de asesorarse de Enrique; pero esa idea despertó el recuerdo de su última despedida, y creyó poco en armonía con su dignidad llamarle cuando... ¡sus ojos se arrasaron en lágrimas al pensar en ello! Quizá habría aquél aprendido a olvidarla y a ser feliz sin ella.
Fluctuando en el agitado mar de pensamientos tan opuestos, adoptando ahora una solución para desecharla como imposible segundos más tarde, aventurándose ora en un rumbo, ora en otro contrario, Rosa pasó la noche sin conciliar el sueño, presa de horrible inquietud. Al día siguiente, después de mucho reflexionar, y no sabiendo qué hacer, decidió consultar a Enrique.
—¡Si a él le es penoso volver aquí –pensó—, mil veces más me lo será a mí! ¿Pero querrá venir? ¡Acaso no!... Escribirá, o vendrá en persona, pero esquivará cuidadosamente mi encuentro. Ya lo hizo cuando se fue... Nunca lo hubiera yo creído, pero así fue... ¡y probablemente sería preferible para ambos!
Rosa dejó caer la pluma y volvió la cabeza, cual si no quisiera que fuera testigo de sus lágrimas ni el papel que debía ser mensajero de sus deseos.
Había tomado y dejado la pluma cincuenta veces y meditado y vuelto a meditar la primera línea de la carta sin escribir ni la primera palabra, cuando Oliver, que había estado paseando por las calles de Londres, llevando por guardián a Giles, penetró en la estancia tan agitado, tan sin aliento, con tal prisa, que fácil era ver que traía a la angelical Rosa alguna sorpresa desagradable.
—¿Qué pasa? —preguntó Rosa, saliendo a su encuentro—. ¿Cómo vienes tan arrebatado?
—Casi no lo sé, aunque comprendo que me ahogo, que me falta aire para respirar —contestó Oliver—. ¡Oh, Dios santo! ¡Cuando pienso que al fin voy a tener la dicha de verle, y que ustedes podrán convencerse de que les dije la verdad, y nada más que la verdad!
—Jamás creí lo contrario —replicó Rosa con dulzura, intentando calmar al muchacho—. ¿Pero pasa? ¿De quién hablas?
—He visto al caballero... al caballero que tan bueno fue para mí —respondió Oliver sin poder articular palabra—. Al señor Brownlow, de quien tantas veces me ha oído hablar.
—¿Dónde? —preguntó Rosa.
—Le vi bajar de un coche y entrar en una casa —dijo Oliver vertiendo lágrimas de alegría—. No le hablé... me fue imposible, pues él no me vio, y yo temblé de modo que comprendí que carecía de fuerzas para acercarme hasta él. Giles preguntó por encargo mío dónde vive, y se lo dijeron. Vea usted —añadió el muchacho, mostrando un pedazo de papel—; aquí están las señas... las señas de su casa ¡Voy a verle inmediatamente! ¡Oh, Dios mío! ¡No sé lo que pasa por mí cuando pienso que voy a verle, a oír de nuevo su voz!
No poco sorprendida Rosa, y muy agitada, leyó las señas del domicilio del señor Brownlow: calle Craven, Strand, y resolvió utilizar el descubrimiento.
—¡Pronto! —exclamó—. ¡Di que enganchen un coche y preparate para acompañarme! Te llevaré ahora mismo, sin perder minuto. Voy a decir a mi tía que salimos y que tardamos una hora en volver.
Sin hacerse repetir la orden, Oliver no tardó ni cinco minutos en ponerse en disposición de acompañar a Rosa, con la cual salió hacia la calle Craven. Una vez hubienron llegado a la casa, Rosa hizo que el muchacho quedara en el coche esperándola, pretextando de preparar al caballero, y entregando su tarjeta a un criado, le rogó que hiciera presente al señor Brownlow que deseaba hablarle de asuntos urgentes. Momentos después reapareció el criado invitando a la joven subir. El criado acompañó a Rosa al piso principal, donde la dejó frente a un anciano de agradable aspecto, que vestía un traje color verde botella junto a él había otro anciano, que vestía calzones de mahón y botas altas, cuyas facciones no respiraban tanta bondad como las del primero, el cual estaba sentado, apoyadas ambas manos sobre el puño de un bastón y sobre las manos la barba.
—¡Dios mío! —exclamó el caballero del traje verde botella, levantándose presuroso al entrar Rosa y saludándola con exquisita cortesía.
¡Perdóneme usted, señorita! Yo creí que era algún importuno que... Le ruego que me dispense... Tenga la bondad de tomar asiento.
—¿Es usted el señor Brownlow, caballero? —preguntó Rosa, dirigiéndose al que acababa de hablarle.
—Para servir a usted, señorita —respondió el anciano—; y éste es mi buen amigo el señor Grimwig ¿Quieres dejarnos solos un momento, Grimwig?
—Creo que no hay inconveniente en que este caballero asista a nuestra conferencia, señor —dijo Rosa—. Si no estoy mal informada, conoce el asunto que motiva mi visita.
El señor Brownlow hizo una inclinación de cabeza y Grimwig, que acababa de hacer una reverencia, que por la rigidez nada tenía que envidiar a la de un autómata, la repitió y se dejó caer de golpe sobre la butaca.
—Segura estoy de que voy a sorprenderle a usted —comenzó diciendo Rosa con timidez manifiesta—. Sin embargo, me consta que en otro tiempo testimonió usted mucha bondad y benevolencia a un amigo mío muy querido, y estoy cierta de que ha de alegrarse de tener noticias suyas.
—¡Será posible! —exclamó Brownlow.
—Me refiero a Oliver Twist, a quien usted...
No bien salió de los labios de Rosa el nombre de Oliver, el señor Grimwig, que parecía embebido en la lectura de un libraco inmenso, cerrólo con estrépito y, echándose sobre el respaldo del sillón, ahuyentó de su rostro toda expresión que no fuera de estupefacción completa y se permitió permanecer largo rato con los ojos clavados en la cara de Rosa; luego, cual si le avergonzase haber exteriorizado tanta emoción, hizo un esfuerzo que pudiéramos llamar convulsivo, recobró la posición anterior y miró de frente, emitiendo un silbido que, en vez de perderse en el aire, pareció volver a esconderse en los repliegues más profundos de su propio pecho.
No fue menor la sorpresa de Brownlow, aunque no la exteriorizó en forma tan excéntrica. Aproximó su silla a la que ocupaba Rosa, y dijo:
—Tenga la bondad, mi querida señorita, de prescindir de la benevolencia de que acaba de hablarme, y que todos ignoran, y, si en su poder tiene pruebas que modifiquen la opinión desfavorable que me vi obligado a formar sobre ese joven, le ruego en nombre del Cielo que me las dé.
—¡Es un tunante! ¡Me como mi propia cabeza si no es un tunante de tomo y lomo! —gruñía el señor Grimwig sin mover los labios, como si fuera ventrílocuo.
—Es un corazón noble y generoso —dijo Rosa ruborizándose—. El señor, que creyó conveniente someterle a pruebas superiores a sus fuerzas, sembró en su pecho afectos y sentimientos que honrarían a personas que tienen seis veces más años que él.
—No tengo más que sesenta y uno —murmuró Grimwig, siempre sin mover los labios—, y si el diablo en persona no anda en ello, como Oliver cuenta doce años por lo menos, no veo a quien pueda aplicarse esa observación.
—No haga usted caso de mi amigo, señorita —dijo el señor Brownlow—. La mayor parte de las veces habla por hablar.