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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (50 page)

BOOK: Oliver Twist
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—¿A quién he de anunciar? —preguntó el llamado.

—Es inútil que le diga mi nombre, puesto que la señorita no me conoce.

—¿Y el objeto de su visita?

—Ni el nombre ni el objeto de mi visita. Necesito ver a la señorita, y nada más.

—¡Vaya! —exclamó con impaciencia el portero, empujando a Anita hacia la puerta—. ¡Fuera de aquí... largo!

—Para que me vaya será preciso que me saquen arrastrando —gritó con violencia Anita—, y para sacarme arrastrando, necesito que se reúnan tres hombres como usted. ¿No hay aquí nadie que quiera llevar a la señorita un recado de una desventurada como yo?

El llamamiento produjo al parecer cierto efecto en un cocinero de expresión bonachona que con otros criados había salido a ver qué sucedía.

—Sube el recado, Pepe, que eso poco cuesta —dijo el cocinero.

—¿Para qué? —contestó el aludido—. ¿Crees tú que la señorita querrá recibir a una mujer de esa clase?

Aquella alusión a la conducta dudosa de Anita excitó una tempestad de furia casta en los puros pechos de cuatro doncellas de la casa, las cuales aseguraron con acentos de fervor que aquella mujer era la deshonra de su sexo y que era preciso arrojarla al arroyo sin más contemplaciones.

—Háganme el favor que les pido y arrójenme luego a la calle, si quieren —instó Anita—. No me desatiendan; se lo pido por amor de Dios.

Gracias al cocinero, que reiteró su intercesión, el hombre que primero había salido accedió a subir el recado.

—¿Qué he de decir? —preguntó, puesto ya un pie en la escalera.

—Diga usted que una joven desea hablar a todo trance y a solas con la señorita Maylie —contestó Anita—. Añada que, si la señorita se digna escuchar las dos primeras palabras, ella verá si le interesa seguir escuchando, o si debe echarme a la calle por impostora—. Algo fuerte me parece el recado, joven.

—Délo usted sin alterar palabra, y tráigame la respuesta —replicó Anita con entereza.

Subió el criado. Anita quedó esperando, pálida y casi sin aliento, escuchando con cólera reconcentrada las expresiones insultantes que con voz bastante alta para que llegara a sus oídos le dirigían las castas y pudibundas doncellas, insultos que arreciaron cuando volvió el criado y dijo que la señorita recibía a la desconocida.

—En este mundo de nada sirve ser decente y honrada —exclamó una de las doncellas.

—Hay quien prefiere el cobre brilloso al oro mate.

—Las señoras se inclinan siempre hacia...

—¡Eso es vergonzoso!

Tales fueron los comentarios de las cuatro Dianas.

Anita, cerrando los oídos, siguió al criado hasta una antecámara iluminada por una lámpara que pendía del techo, donde su guía la dejó sola.

Capítulo XL

Entrevista extraña que es la continuación del capítulo precedente

Anita había malgastado su miserable vida en las calles de Londres y en los burdeles y guaridas más inmundas de la ciudad, mas no se habían borrado aún del todo en ella los instintos femeninos; ¡tan profundamente los graba la Naturaleza en el pecho humano! Cuando llegó a sus oídos ligero rumor de pasos de una persona que se acercaba a la puerta que daba frente a la que ella franqueara momentos antes, y pensó en el extraño contraste que muy en breve iba a presenciar el reducido saloncito recibimiento, al encontrarse frente a la señorita Maylie, sintióse agobiada bajo el peso de propia vergüenza y retrocedió, considerándose sin fuerzas para soportar la presencia de la persona quien tanto y con insistencia tan extremada había deseado ver.

Pero vino el orgullo a combatir con furia esos sentimientos; el orgullo, vicio tan común a los seres más bajos y degradados como a las naturalezas más nobles y elevadas. La vil compañera de rufianes y ladrones, la que ni digna era de pisar las chozas más humildes la que clamaban las guaridas más infames la cómplice de las basuras y piltrafas de cárceles y presidios, la que vivía bordeando a todas horas el patíbulo... hasta aquel ser envilecido sintió oleadas de orgullo que le impedían revelar un destello débil d sentimientos femeninos, que pella eran debilidades, no obstan ser los vestigios que de aquéllos que, daban en su corazón, el eslabón único que la unía todavía a la raza humana, cuyas características habíanse borrado de su alma, en su mayor parte, ya cuando era muy niña.

Alzó, pues, los ojos lo suficiente para ver que tenía delante a una criatura hermosa y espiritual, y clavándolos a continuación en tierra, movió la cabeza con indiferencia afectada, y dijo:

—Es difícil empresa poder llegar hasta usted, señorita. Si yo, dándome por ofendida, como hubieran hecho tantas otras en mi lugar, me hubiera ido, usted lo habría lamentado, y con razón sobrada por cierto.

—Si alguien en esta casa le ha inferido algún agravio, crea usted que de veras lo deploro —contestó Rosa. Ruego a usted que lo olvide y que me diga qué es lo que de mí desea, pues soy la persona por quien usted preguntó.

La dulzura con que Rosa contestó sus palabras, la voz musical, la afabilidad de expresión, la ausencia absoluta de orgullo y de desagrado, de tal suerte sorprendieron a Anita, que rompió a llorar.

—¡Ay, señorita, señorita! exclamó, ocultando el rostro entre sus manos—. ¡Si abundaran más los ángeles como usted, a buen seguro que escasearían mucho los demonios como yo! ...

—Siéntese —repuso Rosa—. Me aflige usted extraordinariamente—. Si la pobreza, la miseria se han cebado en usted, tendré un placer especial socorriéndola en lo que pueda; pero tenga la bondad de sentarse.

—Permítame que continúe en pie, señorita —replicó Anita sin cesar de llorar—, y no me hable con tanta dulzura hasta que me conozca mejor. Se hace tarde... ¿Está... está cerrada esa puerta?

—Sí —contestó Rosa, retrocediendo algunos pasos, como si deseara encontrarse más cerca de los habitantes de la casa para el caso en que pudiera necesitar pedir socorro—. ¿Por qué?

—Porque voy a poner en manos de usted mi vida y la de muchos otros. Soy la mujer que llevó a viva fuerza a Oliver a la casa del judío Fajín la noche que el muchacho salió de la casa de Pentonville.

—¡Usted! —exclamó Rosa.

—Yo, señorita. Soy una de esas criaturas infames, de las cuales acaso haya usted oído hablar, que viven entre ladrones y asesinos y que no recuerdan haber conocido otra existencia ni oído otro lenguaje que el de aquellos miserables. ¡Tenga Dios piedad de mí! ¡No le importe a usted demostrarme abiertamente y con franqueza el horror que le inspiro, señorita! ¡Menos años tengo de los que usted supone, de los que aparento, pero estoy muy acostumbrada a ser para las personas honradas objeto de horror! ¡Hasta las Mujeres más pobres retroceden o se apartan cuando conmigo se cruzan en la calle!

—¡Qué cosas tan horribles me está usted diciendo! —exclamó Rosa desviándose involuntariamente de su extraña interlocutora.

—¡Dé usted gracias al Cielo, señorita, que la ha rodeado de personas buenas y cariñosas que la cuidaron solícitas en su infancia y han velado siempre por usted, no la han dejado expuesta al frío y condenada a los rigores del hambre, la han aislado de la depravación, de la borrachera... y de otras cosas mil veces peores, que han sido los compañeros de la mía, el ambiente que desde que vine al mundo he respirado, las brisas que oreaban mi frente ya cuando estaba en la cuna! ¡Nadie podrá decir con mayor propiedad que yo que el fango del arroyo fue mi cuna y que el fango del arroyo será mi lecho de muerte!

—Me apena oírla hablar así —contestó Rosa con voz conmovida.

—Dios la bendiga por su bondad —repuso la muchacha—. Más me compadecería, aún así, supiera quién soy y lo que en algunas ocasiones sufro. Pero, vamos a mi asunto; me he escapado de entre los que sin piedad me asesinarían si llegaran a saber que he venido aquí, y me he escapado para revelar a usted un secreto terrible que acabo de sorprender. ¿Conoce usted a un individuo llamado Monks?

—No —respondió Rosa.

—Pero él la conoce a usted y sabe donde vive, pues si yo he podido presentarme en esta casa, es porque a él le oí las señas.

—No recuerdo haber oído pronunciar nunca ese nombre.

—En ese caso, será un nombre falso, supuesto, lo que ya me recelaba yo. Hace algún tiempo, a raíz de haber recogido ustedes en su casa a Oliver, después del robo de que quisieron hacerlas víctimas, yo... que sospechaba de ese hombre, sorprendí una conversación reservada que tuvo con Fajín. Inferí de aquélla, que Monks... el individuo que he preguntado a usted si conocía...

—Comprendo, sí.

—Que Monks había visto accidentalmente a Oliver, acompañado de dos muchachos, el día mismo que nosotros lo perdimos por primera vez, y que conoció inmediatamente que era el mismo niño que él andaba buscando con afán, aunque no pude entonces averiguar por qué. Yo no sé lo que se proponía; pero sí que convino con Fajín que le entregaría una cantidad, si el último conseguía apoderarse de Oliver, y que la cantidad sería mayor, si Fajín lograba hacer del muchacho un ladrón, que es lo que Monks deseaba por motivos que él se sabrá.

—¿Pero, con qué objeto?

—Es lo que yo deseaba averiguar, señorita; pero vieron mi sombra proyectada en la pared, y hube de escapar. ¿Cómo? No lo sé; sólo diré que hubieran sido muy contadas las personas que hubiesen podido hacerlo en las circunstancias en que yo me encontraba. Escapé, y no he vuelto a ver a aquel hombre hasta anoche.

—¿Qué ocurrió anoche?

—Es lo que voy a decir a usted, señorita. Volvió anoche ese hombre, y, repitiendo lo de la vez anterior, subió con Fajín al piso alto de la casa. Envuelta yo en forma que no fuera probable que me vendiera mi propia sombra, escuché pegada a la puerta. Las primeras palabras de Monks fueron éstas: «En consecuencia, lo único que podría probar la identidad del muchacho está en el fondo del río y la bruja que recibió las pruebas de la madre se está pudriendo bajo tierra». Soltaron los dos la carcajada después de pronunciadas las palabras anteriores, se vanagloriaron de haber dado un golpe que ponía los laureles de la victoria en sus manos, y Monks, hablando del muchacho cada vez con mayor fuego y entusiasmo, dijo que si bien era cierto que ya podía hacerse dueño de la fortuna de aquel diablillo sin riesgo alguno, prefería apelar al otro procedimiento que echaría por tierra el estúpido testamento de su padre, a cuyo objeto era preciso arrastrar al muchacho de cárcel en cárcel y terminar echando sobre él la responsabilidad de un crimen penado con pena capital, lo que para Fajín sería cosa sencillísima conseguir y le valdría un buen premio.

—¿Pero qué me está usted diciendo? —preguntó Rosa.

—La verdad, señorita, la pura verdad, aun cuando salga de unos labios como los míos —contestó Anita—. Añadió luego, entre maldiciones y blasfemias a las que a mis oídos están por desgracia demasiado habituados aunque hubiesen escandalizado a los suyos, que si le hubiera sido dado satisfacer su odio arrancando la vida al muchacho sin riesgo de su pescuezo, lo habría hecho con el mayor placer, pero que como semejante solución llevaba aparejados graves peligros, estaba resuelto a vigilarle de cerca, a seguirle paso a paso, y si algún día averiguaba que el muchacho se proponía aprovechar en su favor las ventajas que le daban su nacimiento y su historia, concluiría con él sin remordimiento. «En una palabra, Fajín —añadió— por judío que usted sea, yo le juro que en su vida ha tendido redes tan admirables como las que yo tendré a mi buen hermanito Oliver»

—¡Su hermano! —exclamó Rosa.

—Tales fueron sus palabras —repuso Anita, tendiendo alrededor sin cesar miradas de espanto como si temiera ver aparecer en todo momento a Sikes—. Y no es eso todo.

Cuando habló de usted y de la otra señora y dijo que no parecía sin que el Cielo, o mejor dicho los demonios del infierno habían tenido extraño capricho de poner al muchacho en sus manos, sin duda para hacerle rabiar a él, terminó asegurando, entre horribles carcajadas, que en medio de todo era una ventaja, pues no podían calcularse siquiera los miles y centenares de miles de libras que usted daría, caso que las tuviera, a trueque de saber quién era ese perro de aguas de dos patas que tan misericordiosamente habían recogido.

—¿Pero es su intención decirme que aquel hombre hablaba en serio? —preguntó Rosa poniéndose pálida.

—Tan en serio como jamás se haya hablado en el mundo. Es hombre que nunca bromea cuando aborrece. Conozco a muchos otros que dicen cosas mil veces peores, pero yo prefiero oír a estos últimos cien veces que una sola a Monks. No puedo detenerme más tiempo; se me hace muy tarde, y necesito encontrarme en casa sin que nadie sospeche que he salido. Me voy al instante.

—¿Pero y qué puedo yo hacer? —preguntó Rosa—. Sin usted, ¿cómo utilizar su aviso? ¡Volver!... ¿Por qué ha de volver usted a reunirse con unos compañeros que con colores tan negros me acaba de pintar? Si usted repite las palabras que me ha dirigido a un caballero que se encuentra en la habitación contigua, y a quien llamaré inmediatamente, antes de media hora se la llevará a sitio seguro, a sitio donde no correrá el menor peligro.

—Deseo volver... necesito volver, porque... ¿cómo decir la causa a una señorita inocente y pura como usted? Necesito volver porque entre los hombres de quienes he hablado a usted, hay uno, el más vil, el más criminal de todos, que me es imposible abandonar. ¡No! ¡No le abandonaré nunca, ni aun cuando abandonándole me viera redimida de la vida horrible que llevo!

—La mediación de usted en favor de ese pobre muchacho —dijo Rosa—, su venida a esta casa corriendo riesgos gravísimos para decirme lo que escuchó, su actitud, que me convence de la sinceridad de sus palabras, su arrepentimiento, que salta a la vista, la conciencia, en fin, de su propia ignorancia, todo ello me induce a creer que no está todo perdido en usted, que todavía puede rehabilitarse... ¡Oh! —repuso aquel ángel de bondad, juntando las manos en actitud suplicante y derramando lágrimas abundantes—. ¡No se haga usted sorda a las súplicas de una persona de su mismo sexo! ¡A las instancias de la primera... la primera, tal creo, que dirige a usted palabras de verdadera piedad y conmiseración! ¡Preste oídos a mi voz, y deje que la salve, que la libre del abismo en que ha caído!

—¡Señorita! —exclamó la desdichada Anita cayendo de rodillas—. ¡Señorita querida, señorita dulce y virtuosa, señorita ángel! ¡Es usted, en efecto, la primera que me dirige palabras consoladoras, palabras que si hubiese escuchado algunos años antes, acaso me habrían librado del vicio y de la desgracia! ¡Hoy es tarde!.. ¡Demasiado tarde!

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