Oliver Twist (45 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Oliver Twist
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El doctor había tomado ya asiento en el carruaje; Giles tenía abierta la portezuela; las criadas estaban en el jardín, curioseándolo todo, y Enrique, no sin dirigir una mirada rápida a la ventana que le interesaba, entró en el coche.

—¡En marcha! —exclamó—. ¡Vivo, vivo... a galope! ¡Hoy necesito volar!... ¡No me conformo con menos!

—¡Eh!.. —gritó el doctor bajando presuroso la ventanilla y dirigiéndose al postillón—. ¡Yo no tengo empeño por volar! Me conformo con mucho menos... ¿oye usted?

Partió la silla de posta como una exhalación, no tardando en perderse entre nubes de polvo. Los que la seguían con la vista no se dispersaron hasta después de haberse perdido las nubes en que aquélla iba envuelta.

Hubo, sin embargo, una persona que continuaba con los ojos fijos en el punto por donde desapareciera el carruaje cuando éste se había alejado ya muchas millas. Oculta tras la cortina blanca de la ventana hacia la cual había vuelto Enrique sus miradas antes de montar en el coche, estaba Rosa, que era la persona a que nos referimos.

—Parece contento y feliz —murmuró la joven, exhalando un suspiro—. Temí que no fuera así, pero felizmente me engañé. ¡Me alegro... me alegro mucho!

Síntomas son las lágrimas de felicidad y contento lo mismo que de tristeza y quebranto; pero las que rodaban por las mejillas de Rosa, mientras sentada junto a la ventana continuaba con la mirada perdida en la dirección que siguiera la silla de posta, más parecían de amargura que de júbilo.

Capítulo XXXVII

Donde el lector encontrará un contraste bastante frecuente en los matrimonios

Volvemos a encontrar al egregio señor Bumble sentado en el salón recibimiento del hospicio-asilo, clavada la mirada en la estufa que, dada la estación, verano riguroso, no lanzaba más fulgores que los producidos por algunos pálidos rayos de sol que venían a quebrarse en su fría y brillante superficie. Pendía del techo una jaulita de papel para moscas, hacia la cual alzaba de vez en cuando sus ojos el bedel, sumido al parecer en pensamientos sombríos, y cuando reparaba en la indiferencia con que los aturdidos insectos revoloteaban alrededor de la jaula, su pecho dejaba escapar un suspiro muy hondo y se ensombrecía más y más su semblante. El señor Bumble meditaba, y parece que las moscas aprisionadas evocaban en su mente tristes recuerdos relacionados con alguna circunstancia dolorosa de su vida.

Y no era la expresión sombría del rostro del bedel lo único indicado para excitar en el pecho de cualquier espectador un sentimiento de melancolía agradable, que sobraban en aquel personaje otros indicios, estrechamente relacionados con su persona, anunciadores de que en su posición se había operado un cambio trascendental. ¿Dónde estaba la levita galoneada? ¿Dónde el famoso tricornio? Cierto que vestía calzón corto y medias negras de algodón, pero el calzón corto que adornaba la parte interior de su cuerpo no era el
calzón.
Largos faldones tenía la levita, y en esto ciertamente parecía a
la levita.
¡Pero cuán distinta era! Por añadidura, el tricornio imponente, el tricornio majestuoso, había sido reemplazado por un modesto y vulgar sombrero redondo. En una palabra: ¡el buen Bumble no era ya bedel!

Existen en la vida ciertos cargas sociales que, independientemente d las ventajas de orden substancial que reportan, derivan un valor peculiar y una dignidad especial de las levitas y chalecos afectos al cargo en cuestión. Viste el Capitán general hermoso uniforme, sotana morada obispo y usa el bedel tricornio ricamente galoneado; despojad al Capitán general de su uniforme, al obispo de su sotana morada y al bedel de su tricornio, y, ¿qué queda?

¡Hombres... hombres como los demás! Y es que la dignidad, y no pocas veces la santidad, son con harta frecuencia, y en mayor escala de lo que muchos creen, cuestión de traje.

El señor Bumble se había casa con la tierna señora Corney y era director del hospicio-asilo. Otro bedel le había sucedido en su antiguo cargo, y heredado su autoridad, su tricornio, su levitón galoneado y su bastón.

—¡Dos meses mañana! —murmuró Bumble, exhalando un suspiro con el que pareció que salía toda su alma—. ¡Parece que ha pasado un siglo!

Muy bien podían significar las palabras de Bumble que todo un siglo de felicidad se había concentrado en el breve lapso de ocho semanas; pero aquel suspiro... ¡aquel suspiro significaba mucho más!

—Me vendí —continuó el señor Bumble, siguiendo el hilo de sus pensamientos— por seis cucharillas de té, una tenacilla de azúcar y una lechera... más algunos muebles muy usados y veinte libras esterlinas en metálico... ¡Barato... horriblemente barato!

—¡Barato! ¿eh? —gritó una voz agria en su mismo oído—. ¡Tenga usted entendido, señor mío, que por muy poco que por usted hubieran pagado, habrían hecho un mal negocio! ¡Vale usted bastante menos de lo que yo pagué... bien lo sabe Dios!

Volvió la cabeza el señor Bumble, y tropezó con el rostro de su dulce mitad, la cual, aunque no había escuchado más que las palabras últimas de su esposo, y como consecuencia, sólo de una manera imperfecta pudo comprender su significado, aventuró las palabras que acababa de leer el lector, las que no dejaban de venir al caso.

—¡Querida mía! exclamó Bumble con ternura sentimental admirablemente fingida.

—¿Qué hay? —preguntó la dama.

—Ten la bondad de mirarme a la cara —dijo Bumble, clavando los ojos en los de su cara mitad.

—Si resiste esta mirada —pensó el buen bedel para su capote—, es capaz de resistirlo todo. Jamás dejó de producir efecto en los pobres; si en mi mujer no lo produce, ¡adiós para siempre mi autoridad!

Puede que una mirada cualquiera baste para intimidar a los pobres, los cuales, por lo mismo que están pésimamente alimentados, suelen adolecer de defecto de entereza varonil; puede que la ex señora de Corney estuviera hecha a prueba de miradas de águila; asunto en ése opinable, acerca del cual me abstendré de dar una decisión; lo que sí aseguro, es que la matrona, lejos de intimidarse, midió a Bumble de arriba abajo, y luego de abajo arriba, con una mirada que respiraba desdén, y hasta se permitió soltar una risotada muy significativa.

La expresión del rostro del bedel al oír la carcajada fue de incredulidad al principio, y luego de estupefacción. No sabiendo qué partido adoptar, resolvió entregarse de nuevo a sus reflexiones, de las que no despertó hasta que sonó en sus oídos la voz estridente de su dulce compañera.

—¿Piensas estar ahí roncando como un becerro todo el día? —preguntó aquélla.

—Pienso permanecer aquí todo el tiempo que tenga por conveniente, señora —replicó el señor Bumble—;
no estoy roncando
en este momento, pero roncaré, toseré, estornudaré, reiré o lloraré, según me venga en gana, porque a ello me da derecho mi prerrogativa.

—¡Tu prerrogativa! —exclamó la dama con sorna.

—Mi prerrogativa, sí; la prerrogativa del hombre es mandar.

—¿Y la prerrogativa de la mujer? ¿Cuál es? ¿Tiene el señor la bondad de decírmelo?

—¡Obedecer, señora, obedecer! ¡Su difunto marido debió habérselo enseñado así, y quién sabe si aun viviría!... ¡Cuánto daría yo porque viviera!... ¡Pobre señor!

Comprendiendo la señora Bumble que había llegado el momento decisivo, que en aquel punto y hora se decidiría de modo irrevocable quién de los dos empuñaba el cetro de la autoridad doméstica, y que para conquistar ésta precisaba dar un golpe que fuese final y concluyente, no bien sonó en sus oídos la delicada alusión a su difunto marido, se dejó caer sobre una silla, y diciendo a grito herido que el señor Bumble era un bruto sin corazón ni conciencia, rompió a, llorar desaforadamente jamás encontraron las lágrimas el camino que conducía al corazón de Bumble, sencillamente porque la víscera indicada, si es que realmente existía en el pecho del ex bedel, se encontraba protegida con tres o cuatro capas perfectamente impermeables. De la misma manera que los sombreros de hule brillan y lucen más cuanto mayor es la cantidad de agua que reciben, así los nervios de Bumble ganaban vigor y fortaleza cuando más desecha era la tempestad de lágrimas que se les venía encima, fenómeno muy natural, pues las lágrimas, a la par que prendas de debilidad, son confesiones tácitas de sumisión, y reconocimiento, también tácito, de la autoridad de la persona que, en circunstancias como las presentes, las provoca. Bumble, pues, contento y satisfecho de sí mismo, dijo a su cara consorte que la aconsejaba que llorase mucho, hasta caer rendida, toda vez que la ciencia médica aseguraba que el ejercicio no podía ser más sano.

—Ensancha los pulmones –añadió—, lava la cara, ejercita los ojos, suaviza el carácter y baja los humos. Mi mayor alegría, será verte llorar eternamente.

Pronunciadas estas palabras, Bumble tomó el sombrero de la percha, se lo encasquetó de lado como hombre orgulloso por haber afianzado de una vez y para siempre su autoridad, metió ambas manos en los bolsillos y echó a andar hacia la puerta, contoneándose con aire jocoso y retozón.

Pero era el caso que la ex viuda Corney había apelado al registro de las lágrimas porque entendió que era más cómodo que un asalto material, pero dispuesta y siempre preparada a recurrir a lo segundo, si la obligaban, como no tardó el señor Bumble en descubrir.

La primera prueba la recibieron los oídos de Bumble en forma de ruido sordo, seguido inmediatamente por el vuelo del sombrero que partió desde su cabeza hasta el rincón más lejano de la estancia. Desnuda la cabeza del buen bedel como consecuencia del procedimiento preliminar apuntado, la experta matrona le agarró con una mano por el cuello, y con la otra le propinó una lluvia torrencial de golpes, con vigor poco común y acierto maravilloso. En su deseo de variar el ejercicio, a los puñetazos sucedieron sendos arañazos que dejaron en la cara de eximio Bumble caprichosos dibujos, matizados con tirones de pelo que aclararon un poco el que cubría su cuero cabelludo; luego creyó que el castigo correspondía la magnitud de la ofensa, derribó de un empellón sobre una silla, que afortunadamente recogió su cuerpo y le desafió a que en su vida volviera a hablar de prerrogativas maritales si se atrevía.

—¡De pie y largo de aquí, si no quieres que apele al recurso extremo! —gritó la matrona con voz autoritaria.

Bumble se levantó con aire compungido y preguntándose mentalmente qué entendería su mujer por cursos extremos. Recogió del su sombrero y volvió sus ojos a la puerta.

—¿Te vas? —preguntó la señora.

—¡Enseguida, querida mía, enseguida! —respondió con acento meloso Bumble—. La verdad... no fue mi intención... ¡Ya me voy, querida, ya me voy! Estás hoy un poquito violenta y yo...

Avanzó en aquel instante la señora Bumble unos pasos con ánimo de extender la alfombra que se había arrugado en la lucha, lo que bastó para que su marido saliera presuroso sin terminar la frase y dejando a su señora completamente dueña del campo.

La sorpresa de Bumble había sido grande, casi tan grande como la paliza recibida. Hombre propenso por temperamento a la matonería, aficionado al ejercicio de las pequeñas crueldades, que le proporcionaban un placer inmenso, era, como comprenderá el lector, un perfecto cobarde. Y cuenta que no me propongo con esta observación echar un borrón sobre su carácter, pues son muchas las personas que desempeñan altos cargos oficiales, a quienes se respeta y teme, que son víctimas de debilidades de la misma índole. Más que con ánimo de perjudicarle, hice la observación con el propósito de favorecerle y a fin de que el lector se penetre muy bien de su aptitud en el desempeño de las funciones de su cargo.

Mayores habían de ser todavía sus humillaciones. Después de dar una vuelta por el hospicio—asilo y de ocurrírsele por vez primera en su vida el pensamiento de que las leyes que regulaban la vida de los pobres eran excesivamente rígidas y de que los maridos que abandonaban a sus tiernas esposas dejándolas a cargo de la parroquia no deberían, en justicia, ser castigados, antes bien recompensados como beneméritos que habían sufrido mucho, volvió el señor Bumble a la estancia en la que de ordinario estaban las pobres encargadas del lavado de ropa del asilo, de donde partía rumor de voces enzarzadas en animada conversación.

—¡Hum! —murmuró el antiguo bedel, adoptando toda su dignidad nativa—. ¡Al menos esas mujeres continuarán respetando la prerrogativa! ¡Eh!... ¡Eh! –gritó—. ¿Qué significa ese ruido, brujas condenadas?

Barbotando estas palabras cariñosas abrió la puerta y penetró con fiero continente y ceño adusto en la habitación, fiereza que se trocó en humildad y ceño que se convirtió en dulce sonrisa no bien sus ojos tropezaron con la persona de su cara mitad, que se encontraba en el centro del grupo.

—¡Querida mía! —exclamó—. Ignoraba que estuvieses aquí.

—¿Ignorabas que estuviese aquí? —replicó la matrona—. ¿Y qué se le ha perdido a usted en este sitio?

—Se me figuró que hablaban aquí demasiado para que no se resintiera el trabajo —respondió Bumble, mirando de soslayo a dos viejas que exteriorizaban la maravilla que les producía la humildad del director del establecimiento.

—Conque te parecía que hablaban demasiado, ¿eh? ¿Y te importa algo eso?

—Yo creo... amiga mía... entiendo...

—Repito: ¿te importa algo que hablen o no?

—Confieso, querida mía, que el ama eres tú... pero creí que no estarías aquí y...

—¡Óigame usted bien, señor Bumble! Aquí no hace usted maldita la falta. Es usted muy aficionado a meter la nariz donde no debe, a presentarse donde no le llaman, sin pensar que todo el mundo se ríe de usted apenas vuelve la espalda, sin tener en cuenta que da motivos sobrados para que le llamen imbécil a todas las horas del día y de la noche... ¡Largo de aquí!

El buen Bumble, reparando con dolor lacerante en la expresión de júbilo que reflejaban las arrugadas caras de las dos viejas y en los guiños significativos que se dirigían, titubeó, como no decidiéndose a marcharse, pero su mujer, cuyo fuerte parece que no era la paciencia, cogiendo una vasija llena de agua de jabón, le indicó la puerta, amenazándole en caso contrario con arrojar el líquido sobre su majestuosa persona.

¿Qué podía hacer Bumble? Tendió alrededor una mirada de desesperación y salió, entre las risotadas de las viejas, que no pudieron contener ya su hilaridad. ¡Era lo único que le faltaba para que el calvario fuera completo! Veíase deshonrado a sus ojos, degradado públicamente, despojado de su autoridad ante los mismos asilados, derribado desde las alturas del importante cargo de bedel hasta el abismo sin fondo de la más baja de las abyecciones, convertido de orondo director de la casa, en despreciable Juan Lanas.

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