Oliver Twist (49 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Oliver Twist
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Sin contratiempo llegaron a la morada del judío, donde encontraron a Tomás Crackit y a Chitling jugando la décima quinta partida de cartas que, como es natural, perdió, lo mismo que todas las anteriores, el nombrado en último lugar, y con la décima quinta partida, el último penique. Las risotadas, cuchufletas y chistes a que la desgracia de Chitling dio lugar, no son para descritas aquí. Crackit, un poquito avergonzado de que le encontrasen entreteniéndose con quien tan inferior le era en posición y facultades mentales, bostezó, y después de preguntar cómo estaba Sikes, se encasquetó el sombrero para marcharse.

—¡Naturalmente! ¡Es un alto honor! ... ¡No le importe que hablen, Chitling! Esos dos son un par de envidiosos que rabian porque el señor Crackit, que jamás se digna tener familiaridades con ellos, las ha tenido con usted.

—¡Eso es! —exclamó Chitling con expresión triunfante—. Cierto que me ha dejado sin un penique; pero no me importa; cuando me dé la gana repondré mis pérdidas, ¿no es cierto, Fajín?

—¿Quién lo duda? —replicó el judío—. Por cierto que esas cosas cuanto antes se hacen mejor. Reponga usted sus pérdidas sin desperdiciar momento... Y vosotros,
Truhán
y Bates, no sé si sabéis que ya deberías estar en campaña... ¡Vaya! ¡Van a dar las diez y no habéis hecho nada todavía!

Apresuráronse los jóvenes a obedecer la insinuación. Salieron los muchachos de la estancia, no sin antes despedirse de Anita con sendas cortesías, acompañando a Chitling, a quien hicieron objeto de mil burlas, sin tener en cuenta que la conducta de éste nada tenía de extraño, pues son muchos los jóvenes de buen tono que pagan bastante más caro que Chitling el honor de ser admitidos en la buena sociedad, y no pocos los caballeros de reputación confesada y reconocida generalmente que la han fundamentado sobre bases tan recomendables y honrosas como las que a la del brillante Tomás Crackit servían de cimiento.

—Voy a darte ese dinero, Anita dijo el judío luego que quedaron solos—. Esta llave es la de la alacena en que guardo las chucherías que me traen esos buenos muchachos, que en cuanto al dinero, nunca lo encierro, hija mía, porque... ¡ja, ja, ja, ja! ¡porque no tengo dinero que encerrar! Ya ves si la razón es convincente. El oficio está perdido, Anita, perdido sin remedio. Lo habría dejado ya tiempo ha; pero me gusta ver en mi derredor a esos buenos muchachos, y por eso lo sobrellevo... lo sobrellevo... ¿Qué es eso? —dijo, escondiendo con precipitación la llave.

—¿Has oído?

No pareció que interesase poco ni mucho a la muchacha, que cruzada de brazos estaba sentada frente a la mesa, la llegada de ninguna persona, extraña o conocida, hasta que hirió sus oídos el murmullo de una voz de hombre, pero apenas sonó ésta, quitóse el sombrero y el chal y con la rapidez del rayo los arrojó debajo de la mesa. Cuando un segundo más tarde se volvía hacia ella el judío, oyó éste que la joven se quejaba de sentir mucho calor con una languidez que contrastaba singularmente con la extremada ligereza de su movimiento anterior, que no había observado Fajín, vuelto de espaldas hacia ella cuando lo hizo.

—¡Bah! —exclamó el judío, como si le contrariase la llegada de un extraño. Es el que estaba esperando... Ya baja la escalera... Ni una palabra acerca del dinero mientras esté aquí, Anita... Se irá muy pronto... antes de diez minutos.

Poniendo sobre sus labios su descarnado índice, acercóse a la puerta con la luz en la mano, llegando a ella al mismo tiempo que el visitante, el cual penetró presuroso en la habitación, y tropezó casi con la muchacha antes de darse cuenta de su presencia.

Era Monks.

—Es una de mis discípulas —dijo Fajín, viendo que Monks retrocedía al encontrar allí a una joven que no conocía—. No te vayas, Anita.

La joven se acercó más a la mesa y, después de dirigir al recién llegado una mirada de suprema indiferencia, volvió los ojos hacia el judío, en cuya cara los clavó de una manera tan penetrante y con tanta intención, que cualquier observador que hubiese reparado en las dos miradas, con dificultad habría creído que eran obra de la misma persona.

—¿Hay noticias? —preguntó Fajín.

—Importantes —contestó Monks.

—¿Y... buenas? —inquirió el judío con vacilación, como si temiera contrariar a su visitante.

—No son malas —respondió Monks sonriendo—. Por esta vez he manejado bien... Quisiera hablar dos palabras a solas con usted.

No parecía la joven dispuesta salir de la estancia, aunque comprendio perfectamente la
indirecta
de Monks. El judío, tal vez por teme que aquélla pudiera hacer alusión al dinero, hizo una seña a Monks para que le siguiese y salió de la habitación.

—Supongo que no me llevará aquel agujero infernal donde estuvimos la otra vez —oyó Anita que decía Monks, mientras subían.

El judío contestó con una carcajada seguida de algunas palabras que no llegaron a oídos de la joven, la cual, por el crujido de las tablas que gemían bajo los pies de los dos hombres, comprendió que subían al piso segundo.

No se había extinguido el rumor de los pasos, cuando ya Anita estaba descalza y, levantada la falda sobre su cabeza, salía a la puerta y quedaba en ésta, escuchando con interés palpitante. Cuando se apagó el ruido de las pisadas salió como una sombra, subió la escalera y no tardó en perderse entre las tinieblas de los pisos superiores de la casa.

La habitación quedó sola durante media hora, acaso más. A poco de haber vuelto a ella la joven, tan sigilosamente como había salido, sonaron en las escaleras vasos de los dos hombres, que bajaban. Monks se fue en derechura a la calle, al paso que el judío subió de nuevo escalera Cuando volvió encontró a Anita con el sombrero puesto y echándose el chal sobre los hombros, como disponiéndose a marchar.

—¿Qué te pasa, Anita? —preguntó el judío al dejar la luz sobre la mesa—. ¡Qué pálida te encuentro!

—¡Pálida! —repitió la muchacha, poniendo las manos sobre sus ojos a guisa de pantalla como para mirar de frente al judío.

—¡Horriblemente pálida, sí! ¿Qué has hecho mientras te hemos dejado sola?

—Que yo sepa, no he hecho otra cosa que aguantar con paciencia la eterna espera que el visitante me ha proporcionado —contestó la joven con negligencia—. ¡Vaya! ¡Despachemos pronto, que tengo prisa!

El judío contó el dinero, exhalando un suspiro por cada moneda que pasaba por sus dedos, lo entregó a Anita, y ésta se fue sin que se cruzara entre ella y Fajín más palabras que las «Buenas noches» de despedida.

Una vez en la calle, Anita sentóse sobre el umbral de una puerta donde permaneció largo rato sumida en meditaciones tan profundas, que no parecía sino que hasta le robaron las fuerzas para seguir su camino. Levantóse de pronto con movimiento nervioso y echó a andar precipitadamente en dirección opuesta a la casa en que Sikes estaba esperándola, no tardando en convertirse en carrera desenfrenada lo que en los comienzos fuera paso sumamente rápido. Falta de fuerzas, detúvose para tomar aliento, y entonces, cual si volviera en sí,

o cual si deplorara la impotencia en que acaso se encontraba de llevar a cabo algo que la preocupaba, se retorció desesperada las manos y rompió a llorar.

Fuera que las lágrimas desahogaran un poco su pecho oprimido, fuera que se diese cuenta cabal de lo desesperado de su situación, el hecho, es que volvió sobre sus pasos, tomando casi con tanta rapidez como antes, rumbo opuesto al que traía, sin duda para ganar el tiempo perdido, o bien para armonizar su marcha con la de su desenfrenado pensamiento. No tardó mucho en llegar a la casa en que la estaba esperando el bandido.

Si al entrar reflejaba su rostro alguna agitación, no reparó en ella Sikes, quien se contentó con preguntar si traía el dinero, y al recibir contestación afirmativa exhaló un gruñido de satisfacción, dejó caer nuevamente la cabeza sobre la almohada y reanudó el sueño interrumpido.

Fue para la joven una suerte que Sikes, viéndose con dinero, dedicara todo el siguiente día a sus placeres, consistentes en comer mucho y beber más, gracias a lo cual se suavizó tanto su bronco temperamento, que además de no tener tiempo, tampoco sintió deseos de criticar y hasta ni de reparar en la conducta singular de su compañera. Que la expresión nerviosa e inquieta de Anita era la de la persona que está en vísperas de tentar una de esas empresas aventuradas a las cuales no se revuelve uno sino después de largas y enconadas luchas internas era cosa que no habría pasado inadvertida a los ojos de lince del judío, quien es más que probable que, de haber reparado en ello, habría dado inmediatamente la voz de alarma; pero Sikes, menos ladino que aquél y refractario a toda clase de preocupaciones que no fueran tratar con brutalidad a cuantos con él estaban en contacto, disfrutando por añadidura de uno de esos paréntesis, raros en él, de buen talante, conforme hemos podido observar, nada extraño observó en la conducta de su amiga, o, mejor dicho, tan escaso interés prestó a la persona de aquélla, que aun cuando su turbación hubiera sido mil veces más visible de lo que era, es casi seguro que no llamara su atención.

Acrecentábase la agitación de Anita a medida que el día avanzaba. Cuando cerró la noche, se sentó callada, esperando que el bandido cayera dormido a fuerza de libaciones. Tal era la palidez de sus mejillas, tanto fuego brotaba de sus ojos que hasta Sikes hubo de notarlo al fin.

—¡Cargue el diablo con mi cuerpo —exclamó, al alargar a la joven el vaso para que lo llenase de ginebra por tercera vez—, sí no estás más blanca que un cadáver! ¿Qué te pasa?

—¿Qué me pasa, preguntas? ¡Nada! —respondió la joven—. ¿Por qué me miras así?

—¿Pero qué tonterías son ésas? —insistió Sikes, agarrándola por la muñeca y sacudiéndola brutalmente—. ¿Qué significa eso? ¿En qué piensas?

—En muchas cosas, Guillermo —contestó la joven estremeciéndose y escondiendo el rostro entre las manos—. En muchas... si, ¿pero qué importa?

Mayor impresión pareció producir en Sikes el tono de alegría fingida con que pronunció las palabras anteriores que la descompuesta fisonomía anterior.

—Voy a decirte lo que es —repuso Sikes—. Si no te ha atacado la fiebre, lo que en todo caso habrá ocurrido hace muy poco, es que hay algo en la atmósfera, y algo peligroso. ¿Será que te vas a...? ¡No... no me...! ¡Tú no harás eso!

—¿El qué? —preguntó la joven.

—No hay muchacha de corazón más leal que ésta —murmuró Sikes, como hablando consigo mismo y mirándola con fijeza—, pues si así no fuera, más de tres meses hace que le hubiese cortado el pescuezo... ¡Es la fiebre, no me cabe duda!

Tranquilo el ladrón con esa idea, trasegó de un trago el contenido del vaso y seguidamente pidió su medicina entre blasfemia y blasfemia. Levantóse la muchacha presurosa, y vertió la poción en una taza, pero vueltas sus espaldas a Sikes, y la acercó a los labios de éste para que bebiera su contenido.

—¡Mira! —exclamó el criminal—. Siéntate a mi lado, pero con tu cara de los días de fiesta, si no quieres que la altere de manera que no la reconozcas en mucho tiempo cuando te mires al espejo.

Obedeció la joven. Sikes, tomando su mano, la estrechó entre las suyas y dejó caer la cabeza sobre la almohada, fija siempre la vista en los ojos de Anita. Cerró ojos, volviólos a abrir, repitió la operación dos o tres veces, se resolvió en el lecho como buscando la posición más cómoda, se incorporó una porción de veces dirigiendo en torno suyo miradas casi de terror hasta que al fin sus párpados se cerraron pesadamente y quedó sumido en una especie de letargo. Soltó la mano de Anita, dejó caer el brazo con languidez, y quedó inmóvil.

—¡Al fin ha producido efecto láudano! —exclamó Anita levantándose—. ¿Será ya tarde?

Vistióse apresuradamente, se puso el sombrero y el chal lanzando de vez en cuando miradas inquietas a la cama, cual si temiera que Sikes, a pesar del narcótico, despertara. A cada instante esperaba sentir en sus hombros la presión de la zarpa del bandido. Al fin, inclinándose sobre el cuerpo del enfermo, le dio un beso en los labios, abrió sin hacer ruido la puerta de la habitación, y salió a la calle.

Un sereno cantaba las nueve y media en el callejón obscuro que Anita debía atravesar para salir a una calle céntrica.

—¿Hace mucho que dio la media? —preguntó la muchacha.

—Van a tocar los tres cuartos —contestó el sereno alzando el farol a la altura del rostro de la que acababa de interrogarle.

—¡Y no puedo llegar en menos de una hora! —murmuró Anita alejándose a buen paso.

Iban cerrando la mayor parte de las tiendas en las calles que recorría, dirigiéndose desde Spitalfie1ds hacia el extremo occidental de Londres. Un reloj, que envió a sus oídos las diez campanadas, lentas, sonoras, vino a centuplicar su impaciencia. La joven avanzó con paso más rápido todavía, dando codazos a los transeúntes que se interponían en su camino, entorpeciendo su marcha, y saltando de una acera a otra sin reparar en los coches, que más de una vez estuvieron a punto de atropellarla. Así atravesó una porción de calles muy concurridas, llamando la atención de cuantos la veían.

—¡Esa mujer está loca! —exclamaban muchos.

Menos concurridas estaban las calles cuando llegó al barrio más rico de la ciudad, pero la curiosidad y extrañeza que su apresuramiento venía excitando entre los transeúntes, fue allí mucho mayor. No pocos apretaron el paso para seguirla y otros quedaron mirándola, sin saber qué pensar de aquella mujer; pero poco a poco fueron dejándola, y cuando llegó cerca del término de su viaje, se encontró ya sola.

Dirigíase a un hotel situado en una calle tranquila, pero de las más elegantes, no lejos del Hyde Park. Un farol pendiente sobre la puerta, que derramaba torrentes de viva luz sobre la calle, guió sus pasos. La joven llegó hasta frente a la puerta, se detuvo como irresoluta, pero sonaron en aquel instante las once, y cual si la voz de la campana disipase sus vacilaciones, penetró resueltamente en el Vestíbulo, Después de pasear alrededor una mirada de incertidumbre, adelantó hacia la escalera.

—¡Eh... joven! —gritó una mujer, vestida con atildado esmero—. ¿Qué busca usted aquí?

—A una señora que vive aquí —contestó Anita.

—¡Una señora! —replicó la portera midiendo a Anita de pies a cabeza—. ¿Qué señora es ésa?

—La señorita Maylie —dijo Anita.

La portera, que ya había examinado a su sabor a Anita, limitóse a dirigirle una mirada de desdén llena de virtud, y llamó a un hombre, a quien nuestra conocida hizo la misma pregunta.

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