Oliver Twist (61 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Oliver Twist
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—¿Y ese ladrillo? ¿Es bueno para comer? —preguntó un labriego, haciendo guiños altamente cómicos y señalando a unas pastillas colocadas en un rincón de la caja.

—Esto, mi querido paisano —contestó el buhonero tomando una en sus manos—, es una composición preciosa e infalible que borra y hace desaparecer toda clase de manchas, herrumbres, mohos, mugres, roñas, lunares, macas, máculas y mancillas, salpicaduras y suciedades de las telas de seda, algodón, sean de raso, liberty, bengalina o
moire
, de lienzo, madapolam, holanda, nipis, o nansú o batista, de jerga, cheviot o patén, merinos o muselinas, alfombras, tapices y terciopelos, moquetas, felpas y peluches. Borra las manchas de vino, las manchas de fruta, las manchas de cerveza, las manchas de agua, las manchas de pintura, las manchas de betún, de brea, de alquitrán, de pez, de resina, toda clase de manchas salen y desaparecen con que se las frote una sola vez con esa composición infalible y maravillosa. Si una dama, damisela o señorita, casada, soltera o viuda, doncella o no doncella, mancha y ensucia su honor, no tiene que hacer más que tragarse una pastilla y queda limpia e inmaculada como un rayo de sol. El caballero que desee probarlo, engúllase una pastilla y quedará convencido, pues es de efectos tan seguros y rápidos como los de un pistoletazo, aunque de sabor menos desagradable. ¡un penique la pastilla!.. . ¡No vale más que un penique, no obstante poseer tantas y tan preciosas cualidades!

Surgieron inmediatamente dos compradores y en el auditorio se vieron otros que titubeaban, lo que, observado por el vendedor, aumentó considerablemente su locuacidad.

Todo lo que producen las fábricas se vende en el acto – añadió—. Hay catorce molinos con motores hidráulicos, seis de vapor, y otro con baterías galvánicas, todos trabajando, todos produciendo sin cesar, Y aun así, no bastan para satisfacer las necesidades del mercado, aunque los obreros de las fábricas trabajan día y noche hasta caer muertos sobre las máquinas. Verdad es que las viudas que dejan cobran desde el instante de serlo una pensión de veinte libras esterlinas al año, otras veinte por cada uno de los hijos, Y un premio de cincuenta cuando se trata de gemelos... ¡Un penique vale la pastilla!... También las vendo por dos medios peniques, y si me apuran, hasta las daré por cuatro cuartos de penique. ¡Manchas de vino, manchas de fruta, manchas de cerveza, manchas de pintura, manchas de honra, manchas de sangre! En el sombrero de aquel caballero veo una mancha que haré desaparecer en menos tiempo del que tarde él en mandarme servir una pinta de cerveza.

—¡Eh! —gritó Sikes, poniéndose en pie de un salto—. ¡Traiga usted el sombrero!

—No tardaré en limpiarla el tiempo que usted tarde en cruzar la habitación para tomarlo —contestó el charlatán—. Vean ustedes, caballeros, la mancha que presenta este sombrero, una mancha obscura, de menor diámetro que un chelín, pero más espesa que una media corona. Tanto si es de vino, como de fruta, cerveza, agua, pez, pintura o alquitrán, sea de fango o de sangre...

No pudo terminar el charlatán su discurso porque Sikes barbotando una blasfemia espantosa, se lanzó sobre él derribando la mesa y algunas sillas, y salió como un loco del figón.

Dando una vez más pruebas de la irresolución que desde que cometió el crimen le dominaba, el asesino, al observar que nadie le seguía, y creyendo que los sujetos que escuchaban al charlatán le supondrían borracho, volvió a entrar en la población, y se disponía a pasar frente a la parada de diligencias, alejándose todo lo posible del resplandor de los faroles que iluminaban la calle, cuando reconoció la diligencia de Londres y vio que acababa de llegar. Desde luego supuso lo que iba a suceder; pero, a pesar de todo, se acercó a escuchar.

Delante de la puerta esperaba el conductor del correo, con la valija de la correspondencia en la mano. Llegó un hombre vestido como de guardabosque, a quien el primero entregó una cesta que antes había dejado en la acera.

—Para sus señores —dijo el conductor—. ¡Menos calma, hombre, menos calma...! ¿me va a tener aquí eternamente? Anteayer tampoco tenía listo el correo y eso no puede seguir así... ¿Oye usted?

—¿Ocurre algo de nuevo en la ciudad, Benjamín? —preguntó al guardabosque, sin parar mientes en la reprensión del conductor.

—Nada que yo sepa —respondió el conductor poniéndose los guantes—. Algo he oído hablar sobre un asesinato cometido por Spitalfields, pero tal vez no sea cierto.

—Lo es, sí señor —exclamó el viajero, asomando la cabeza por la portezuela—. Por cierto que ha sido un asesinato horrible.

—¿Y es hombre o mujer la víctima? —preguntó el conductor, llevando la mano al sombrero.

—Mujer —contestó el viajero—. Se cree que...

—¡Benjamín! —gritó el mayoral con impaciencia.

—¿Pero viene esa maldita valija? —preguntó el conductor—. ¿Es que se han dormido dentro?

—¡Voy! —contestó el encargado de la estafeta.

—¡Voy! —gruñó el conductor—.

—¡Voy... pero no llegas nunca! ... ¡Al fin!

Sonó la bocina y partió la diligencia como una exhalación.

Sikes permaneció inmóvil en la calle, indiferente, al parecer, a lo que acababa de oír y sin pensar en otra cosa que en la dirección que le convendría tomar. Al fin dio media vuelta, y tomó el camino que conduce desde Hatfield a San Albano.

Comenzó caminando con paso firme y resuelto; mas no bien dejó a sus espaldas la población y se aventuró por el camino obscuro y solitario, sintió que penetraba hasta la medula de los huesos una impresión de terror que le oprimía el corazón. Cuantos objetos tropezaban sus ojos fueran reales o sombras, se movieran o permanecieran inmóviles, parecíanle imágenes terroríficas, bien que no eran nada comparadas con los pensamientos que le acosaron aquella mañana, pensamientos que le producían el efecto de un fantasma sangriento que le fuera pisando los talones. No tardó, empero, en presentarse el mismo fantasma, cuya sombra veía en la obscuridad, acompañándole en el camino con expresión solemne y rígida actitud. Sus oídos distinguían el roce de las faldas de su víctima al pasar sobre los matorrales y todas las ráfagas de viento repetían el grito de angustia que brotó de los labios de Anita al recibir el golpe de muerte. Si el asesino suspendía la marcha, el fantasma hacía lo propio; si corría aquél, corría el fantasma, pero no moviendo las piernas, que esto hubiera sido, en medio de todo, un consuelo, sino deslizándose sobre el suelo, como empujado por un soplo melancólico de la brisa, que ni aumentaba ni moría.

A veces se volvía desesperado, resuelto a cerrar contra el fantasma y acribillarlo a golpes, no obstante presentar todas las características de la muerte; pero se le erizaba el cabello, y la sangre se le helaba en las venas al ver que el fantasma se volvía también, quedando siempre a su espalda. Por la mañana caminaba el fantasma como mostrándole el camino, delante de él; pero entonces volaba detrás... siempre detrás.

Recostóse contra un talud, y el fantasma quedó ante sus ojos, como suspendido entre la tierra y el profundo azul del cielo: se tendió en medio del camino, boca arriba... y pegada a la cabeza vio una losa sepulcral, en una inscripción escrita con sangre.

¡Que no se diga que hay asesinos que burlan la acción de la justicia, que no se hable de que la Providencia duerme nunca! ¡Los terrores, las agonías que Dios infiltra en el corazón del asesino son más terribles que veinte muertes violentas!

A su paso encontró Sikes una, cabaña que parecía brindarle abrigo para pasar el resto de la noche. Frente a la puerta se alzaban tres álamos gigantescos que acrecentaban la obscuridad. Gemía el viento al cruzar por entre sus ramas. El asesino
no podía
continuar la marcha hasta que llegase el nuevo día, y decidió tenderse al abrigo de la choza... para sufrir nuevas torturas.

Asaltóle allí otra visión, tan obstinada como las anteriores, pero mucho más terrorífica. En medio de las densas tinieblas aparecieron aquellos ojos extraviados, de mirada vidriosa y fija, que hubiera preferido ver con los suyos de la carne a representárselos con los de la imaginación, y aparecieron luminosos, pero sin comunicar su claridad a los objetos inmediatos. Los ojos sólo eran dos, pero aparecían por todas partes. Si entornaba los párpados, su fantasía le presentaba la estancia en que cometió el asesinato, con todos los objetos, hasta los más insignificantes, hasta los que él había olvidado, y todos en el sitio de costumbre. En su lugar continuaba también el cadáver, cuyos ojos ofrecían la misma expresión pavorosa que cuando él salió huyendo. Se levantó y echó a correr desatinado, loco, por los campos, mas al ver que el fantasma no le dejaba, volvió a la choza y se tendió en el suelo. En la choza le esperaban los ojos fosforescentes, los ojos que le enloquecían.

Y allí permaneció. No hay lengua humana capaz de dar una idea aproximada de las horribles torturas que hubo de apurar, ni imaginación, no siendo la misma del asesino, tan potente que pueda concebir los terrores que le atenaceaban, produciéndole temblores convulsivos y haciendo que el sudor brotase a chorros por todos los poros de su cuerpo.

¿Qué pasaba en el exterior de la choza? ¿Qué significan esos gritos lejanos, ese bramar de voces, esos alaridos como de alarma o de admiración que en alas del viento llegan a sus oídos? El asesino lo ignora, pero ¡ah! cualquier eco humano tiene para él en aquellas circunstancias la misma significación. El criminal se estremece, nuevos terrores le invaden, y ante la perspectiva de un peligro personal, recobra las fuerzas y las energías perdidas, se pone en pie violentamente y emprende desatinada carrera.

El firmamento semeja inmensa bóveda encendida. Millones de chispas elevándose en pavoroso remolino, mezcladas con lenguas de fuego, iluminan la atmósfera en un radio de algunas millas, y en dirección al sitio en que el asesino se halla avanzan densas nubes de humo arrastradas por él aire. Aumentan los gritos, nuevas voces centuplican el tumulto, y al fin llegan a oídos del feroz asesino las fatídicas palabras ¡fuego... fuego! mezcladas con el repicar alarmante de las campanas que tocan a rebato, y el estruendo que producen enormes masas pesadas al desplomarse, y el bramar de las llamas al enroscarse en algún obstáculo, que a la postre se convierte en alimento nuevo arrojado al elemento destructor. A la luz siniestra del incendio ve el asesino muchas personas, hombres y mujeres... vista que para él es algo así como un soplo de vida. Corre... corre de frente, con carrera frenética, salvando zanjas y terraplenes, puertas y cercas, corre con carrera tan desatinada como la de su perro, que mostrándole el camino vuela ladrando y aullando.

Llegó al lugar del siniestro. Personas a medio vestir corrían de acá para allá, unas procurando sacar de las caballerizas a los enloquecidos caballos, otras forzando las puertas de los corrales para dar salida a las reses y otras saliendo de la casa con cargas sobre sus hombros, entre mares de chispas y trozos de maderos encendidos que caían de lo alto. Los huecos del edificio, una hora antes defendidos con ventanas, dejaban ver un mar agitado de fuego que rugía y bramaba en el interior agrietábanse las paredes y concluían por derrumbarse con estruendo, y los objetos de hierro o de metal, puestos al rojo blanco, se fundían, enviando al suelo chorros de hirviente líquido. Las mujeres y los niños lanzaban alaridos de espanto, que los hombres procuraban acallar, animándolas con formidables gritos. También gritó el asesino, gritó hasta quedar sin voz, y lo olvidó todo, todo, hasta sí mismo, y siguiendo el ejemplo general, se precipitó en lo más espeso de las turbas.

¡Lo que trabajó aquella noche! Tan pronto se le veía en las bombas, ayudando a los bomberos a lanzar ríos de agua sobre las maderas ardiendo o sobre las paredes calcinadas, como pasando entre nubes de humo o entre mares de llamas. Ora trepaba por las escaleras de cuerda, ora corría sobre los tejados que se desplomaban, ora sobre los pisos que temblaban bajo su peso, ora saltaba sobre piedras o ladrillos ardiendo. Donde el fuego era más voraz, allí estaba él; pero cual si potencias sobrenaturales protegieran su persona, ni sufría quemaduras, ni se fatigaba, ni se rendía, ni pensaba tampoco. Cuando asomaron las primeras claridades de la aurora, lo que fueran edificios no eran ya más que informes montones de ruinas ennegrecidas que, semejantes a inmenso pebetero, enviaban al cielo nubes de humo.

Disipada la excitación, volvieron, con fuerza centuplicada, los terrores consiguientes a la conciencia de su abominable crimen. Sikes miró receloso en derredor, pues los hombres formaban grupos y conversaban entre sí, y temió ser él el objeto de sus conversaciones. El perro, obediente a un gesto significativo que le hizo, se acercó al criminal y ambos se alejaron cautelosamente. Al pasar junto a la bomba, en rededor de la cual había sentados varios hombres, fue llamado por éstos para que tomara un refrigerio. Aceptó un bocado de pan y un trozo de carne, y mientras bebía un trago de cerveza, oyó que decía uno de los bomberos:

—Dicen que ha huido hacia Birmingham, pero le cogerán: han salido correos en todas direcciones, y mañana por la noche resonarán en toda la región los gritos de alarma.

Huyó Sikes de aquel lugar, y corrió hasta caer rendido. Gracias al cansancio pudo dormir, pero con sueño agitado. Cuando despertó, continuó vagando indeciso, sin rumbo fijo, poseído de terror al pensar en la noche de torturas que le esperaba.

De repente tomó el partido desesperado de volver a Londres.

—Allí, al menos, tendré personas con quienes hablar —pensó—. Además, no me faltará sitio donde esconderme. No es de esperar que me busquen en la ciudad después de haberme perseguido por el campo. ¿No podré permanecer oculto una o dos semanas, y luego, a fuerza de amenazas, obligar a Fajín a que me ayude a pasar a Francia? ¡A fe que voy a correr ese riesgo!

Cediendo a este primer impulso, emprendió sin dilación el viaje de regreso, buscando los caminos menos frecuentados, decidido a esconderse a poca distancia de la capital y a entrar en ésta a favor de las sombras de la noche, hasta llegar al sitio que había resuelto fuera su refugio.

—¿Pero y el perro? Si las autoridades habían enviado requisitorias, seguramente no habrían olvidado que faltaba el perro, y que según todas las probabilidades acompañaría al criminal. Esta circunstancia podía muy bien ser causa de su aprensión al pasar por las calles. Resolvió, pues, ahogar a su fiel compañero, y, a este efecto, continuó caminando en busca de un estanque, cogiendo de paso una piedra de algún peso que ató con su pañuelo.

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