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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (29 page)

BOOK: Oliver Twist
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No entra en nuestros propósitos analizar las intenciones del bedel, excelentes sin duda alguna, pero ocurría por desgracia, según hemos observado ya dos veces, que la mesa era redonda, de lo que resultó que, como el señor Bumble tenía propósito decidido de alejarse de la lumbre, pero sin perder el contacto de la mesa, a medida que se alejaba de la primera disminuía insensiblemente la distancia que de la dama le separaba, y continuando el viaje alrededor del borde de la segunda, llegó el momento en que las sillas se juntaron. Entonces fue cuando cesaron los movimientos del bedel.

Ahora bien: si la matrona hubiera movido su silla hacia la derecha, forzosamente había de dar con la lumbre, y si hacia la izquierda lo hacía, hubiera caído en los brazos de Bumble. Puesta en tan cruel alternativa, como matrona prudente y discreta que era, previendo a no dudar las consecuencias de uno u otro acto, optó por permanecer donde se encontraba y ofreció otra taza de té al señor Bumble.

—¿Corazón de bronce, señora? —preguntó, mirando a su interlocutora a los ojos—. ¿Y usted, señora, lo tiene duro como el bronce o blando como la cera?

—¡Dios mío! —exclamó la matrona—. ¡Curiosa pregunta en boca de un hombre soltero! ¿Para qué quiere usted saberlo, señor Bumble?

El bedel apuró su segunda taza de té de un trago, acabó de engullir la tostada, sacudió las migas que habían caído sobre sus rodillas, se limpió los labios, y, con calma y dignidad extraordinaria, dio un beso a la dama.

—¡Señor Bumble! —exclamó con voz que parecía un susurro la discreta señora (el espanto, sin duda, la dejó sin voz)—. ¡Voy a gritar, señor Bumble, voy a gritar!

El bedel, en vez de replicar, rodeó con su brazo, de la manera más digna, el talle de la matrona.

Como la dama había manifestado su intención de gritar, es claro que hubiera gritado al ver que el galán arreciaba en sus atrevimientos, pero vinieron a dispensarla de la necesidad de hacerlo unos golpes insistentes dados contra la puerta del cuarto. Oír los golpes el bedel, abalanzarse con agilidad sorprendente al aparador, tomar las dos botellas de vino y hacerlas desaparecer en sus bolsillos, fue todo obra de un momento. La matrona, mientras tanto, preguntaba con sequedad quién llamaba.

Como ejemplo curioso que demuestra la eficacia que una sorpresa repentina tiene para atenuar los efectos de un miedo grande, diremos que la voz de la señora Corney había recobrado como por encanto la aspereza oficial acostumbrada.

—Con permiso de usted señora —dijo una vieja de cara de bruja, asomando la cabeza por la puerta—. La anciana Sara está agonizando.

—¿Y a mí qué me cuenta usted? —contestó la matrona con violencia—. ¿Puedo yo impedir que se muera?

—No... no, señora; nadie puede impedirlo, puesto que se muere sin remedio. He visto morir a muchos... lo mismo niños débiles que hombres fuertes y robustos; y he aprendido a conocer cuándo llega la muerte. Pero es el caso que Sara parece agitada, y cuando los accesos le dejan un momento de reposo, cosa que ocurre rara vez, pues se muere a chorros, dice que es preciso que diga a usted algo muy importante, que no morirá tranquila hasta que haya hablado con usted.

La buena matrona se deshizo en invectivas y lanzó mil maldiciones contra las viejas que ni morir saben sin molestar a propósito y con dañina intención a las personas dignas, y arrebujándose en un abrigo, suplicó al señor Bumble que la esperase hasta su vuelta. Seguidamente dijo a la mensajera que caminase deprisa, porque no era caso de eternizarse ni de pasar toda la noche fuera de su cuarto, y echó a andar tras aquélla, de muy mala gana y refunfuñando sin cesar.

La conducta del señor Bumble, una vez le dejaron solo, fue en realidad inexplicable. Abrió el armario, contó las cucharillas de té, pesó las tenacillas para azúcar, examinó con gran cuidado una lechera de plata cual si deseara convencerse de que era plata de ley, y una vez hubo satisfecho su curiosidad acerca de esos puntos, calóse el tricornio de través y ejecutó con gran gravedad un paso de baile, dando cuatro vueltas en torno de la mesa. Terminado ejercicio tan extraño, quitóse el sombrero, sentóse junto a la lumbre, pero de espaldas a la misma, y adoptó la actitud del que mentalmente hace un inventario detallado y exacto del mueblaje de la habitación en que se encuentra.

Capítulo XXIV

Trata de un asunto muy pobre, pero muy breve, que acaso tenga alguna importancia en esta historia

No era mensajera impropia de la muerte la vieja que había perturbado la tranquilidad del cuarto de la matrona. El peso de los años encorvaba su cuerpo, un temblor convulsivo, resultado de una parálisis, agitaba sus descarnados miembros, y su cara momificada más parecido tenía con una caricatura grotesca dibujada por un lápiz extravagante que con las obras de la Naturaleza.

¡Triste sino el de la humanidad!

¡Son muy contados los rostros que se nos dejan en el mundo para que alegren nuestras miradas con sus encantos! Las zozobras, ansiedades, penas y anhelos desordenados los truecan y deforman de la misma manera que truecan y cambian los corazones, y sólo cuando esas pasiones duermen, cuando han perdido para siempre su imperio, es cuando se disipan las nubes y refleja la frente la hermosa serenidad de los Cielos.

Casi siempre los rostros de los muertos, no obstante su rigidez e inflexibilidad característica, vuelven a adquirir la expresión de la infancia, de tanto tiempo olvidada, y recobran la dulce tranquilidad de los años juveniles. Tal es la calma que reflejan, tal la beatitud, que las personas que los conocieron de niños, caen de rodillas junto al ataúd y creen ver todavía al ángel que bajó a visitar la tierra.

La vieja mensajera cruzó tambaleándose varios pasadizos, subió con paso vacilante la escalera contestando con palabras apenas inteligibles a las preguntas que su superiora le dirigía. Hubo de detenerse al fin para tomar aliento y entregar la luz a la matrona, la cual la dejó rezagada y entró en el cuarto donde la enferma se hallaba.

Era una especie de buhardilla apenas iluminada por una mísera lámpara. Junto al lecho velaba otra anciana y el aprendiz de la botica parroquial, de pie en un rincón, transformaba en mondadientes una pluma de ave.

—¡Vaya una noche fría, señora Corney! —exclamó el aprendiz al ver entrar a la matrona.

—¡Horriblemente fría, es cierto! —contestó la señora con amabilidad y haciendo una reverencia.

—Debería usted exigir carbón de mejor calidad a los abastecedores —dijo el aprendiz de boticario, revolviendo el fuego con una tenaza enmohecida—. No es éste el más indicado para las noches frías.

—Es cosa de la Administración —replicó la matrona—. Convengo que lo menos que ésta debería hacer en nuestro obsequio sería defendernos contra el frío, pues nuestras funciones son harto penosas.

Un gemido de la moribunda vino a interrumpir la conversación.

—¡Ah! —exclamó el boticario, mirando hacia el lecho como si el gemido le hubiera recordado que había allí una enferma—. Es el
finis,
señora Corney, el
finis definitivus.

—¿El
finis...
qué?

—Me sorprendería muchísimo si viviera dos horas —respondió el aprendiz, volviendo a la tarea de fabricar un mondadientes—. Todo su sistema está destrozado, aniquilado, destruido. ¿Duerme, anciana?

La anciana a la que se dirigió el boticario se acercó al lecho y contestó con un gasto afirmativo.

—Entonces, lo probable es que no despierte, como no hagamos algún ruido. Ponga la luz sobre el suelo para que no la vea.

Obedeció la vieja moviendo la cabeza, como si dudase que la enferma muriera con la tranquilidad que anunciaba el boticario. Seguidamente fue a tomar asiento junto a la otra enfermera, que ya había vuelto por aquel tiempo. La comadrona, sin tomarse la molestia de disimular su impaciencia, arrebujóse en el abrigo y se sentó al pie de la cama.

El aprendiz de boticario, terminada ya la fabricación de su mondadientes, se instaló cómodamente delante del fuego, pero a los diez minutos, aburrido sin duda, dio las buenas noches a la matrona y salió de la estancia, caminando sobre las puntas de los pies.

Las dos viejas enfermeras, después de permanecer largo rato inmóviles, se alejaron del lecho para acercarse a la chimenea, donde procuraron calentar sus ateridas manos. La llama proyectaba siniestros resplandores sobre las arrugadas caras, haciendo resaltar su espantosa fealdad. En la posición que acabo de indicar, comenzaron a conversar en voz baja.

—¿Ha dicho algo mientras yo estuve fuera Ana? —preguntó la que había ido a buscar a la matrona.

—Ni una palabra —contestó la llamada Ana—. Principió a retorcerse los brazos, pero yo la sujeté por las muñecas y pronto fue mía. Apenas si conserva fuerzas, y yo, para los años que tengo, y no obstante el régimen alimenticio del asilo, conservo bastantes bríos, gracias a Dios.

—¿Bebió el vino caliente que recetó el médico?

—Quise hacérselo beber; pero apretó tanto los dientes y agarró con tal fuerza el cubilete, que a duras penas, conseguí hacérselo soltar. El vino me lo bebí yo, y por cierto que no me ha sentado mal.

No sin antes tender una mirada de precaución alrededor, las dos arpías se acercaron más al fuego y continuaron charlando en voz baja.

—Me acuerdo del tiempo en que ella hubiera hecho lo que hacemos nosotras, y encima se hubiera reído después.

—¡Oh, seguramente! ¡Siempre fue alegre de cascos! ¡Cuántos muertos ha, amortajado, blancos como la cera! Mis cansados ojos lo han visto... y hasta mis manos los han tocado, pues docenas de veces la he ayudado.

Alargando su temblona mano mientras hablaba, la vieja movió con alegría los dedos y los metió en una faltriquera, de donde sacó una mísera caja de rapé, de la que tomó un polvo, ofreciendo luego otro a su compañera.

Mientras las dos viejas entretenían tan agradablemente el tiempo, la matrona, que había estado esperando con impaciencia a que la moribunda saliese de su estupor, se acercó también al fuego y preguntó con voz agria si tendría que esperar mucho tiempo.

—No mucho, señora —respondió una de las viejas—. Ninguna de nosotras espera largo tiempo a la muerte. ¡Paciencia... paciencia! ¡Harto pronto llegará para todas nosotras!

—¡Cállese la lengua larga! ¡Idiota! —gritó airada la matrona—. Dígame usted, Marta, ¿ha caído en ese estado de sorpor alguna otra vez?

—Muchas —contestó la interpelada.

—Pero no volverá a caer —añadió la otra vieja—. Y digo que no volverá a caer, porque no despertará de ése... más que una vez, y cuente usted que no tardará mucho.

—Tarde mucho o poco, no me encontrará aquí cuando despierte —dijo la matrona con voz destemplada—. Cuidado con que vuelvan ustedes a molestarme por nada, que no es incumbencia mía presenciar la muerte de todas las viejas de la casa. ¡Ea! ¡Se acabó! Si en su vida vuelve a ocurrírseles llamarme, brujas de Lucifer, yo les aseguro que me las pagarán a buen precio.

Iba a salir disparada del cuarto, cuando un doble grito lanzado por las dos viejas, al tiempo que se precipitaban hacia la cama, la obligó a volver la cabeza. La moribunda, se había incorporado y tendía los brazos hacia la matrona.

—¿Quién es ésa? —preguntó con voz sepulcral.

—¡Quieta... quieta! —exclamó una de las enfermeras— ¡Acuéstese, acuéstese!

—¡No volveré a acostarme viva! —replicó la moribunda debatiéndose—. ¡Es preciso que yo le hable!... ¡Acérquese... más... más cerca de mí!... ¡Quiero hablarle a oído!

Diciendo esto, asió a la matrona por el brazo y la obligó a sentarse en una silla pegada a la cama. Había abierto la boca para hablar, cuando tendiendo los ojos alrededor, vio a las dos viejas que se inclinaban sobre el lecho como si estuvieran decididas a no perder palabra, y dijo con voz desfallecida:

—¡Que salgan! ... ¡Hágalas salir... pronto... pronto!

Las dos brujas alzaron un coro de lamentaciones asegurando que la pobre enferma no estaba en sus cabales, como lo probaba el hecho de que desconociera a sus amigas más tiernas y cariñosas, y protestaban con energía que por nadie ni por nada saldrían de la habitación. De nada les sirvieron sus protestas, pues su superiora jerárquica las agarró por el brazo y las echó fuera, cerrando a continuación la puerta y volviendo a sentarse junto al lecho. Al verse expulsadas, las viejas variaron de actitud y empezaron a gritar por el ojo de la llave que la moribunda estaba borracha, lo que a decir verdad no dejaba de ser muy probable, puesto que, además de encontrarse bajo los efectos de una dosis regular de opio, que el aprendiz de boticario le había suministrado, sentía la influencia de un vasito de ginebra que las compasivas viejas, en un acceso de conmiseración, le habían hecho beber por su cuenta.

—¡Escúcheme! —dijo la moribunda alzando la voz, esforzándose por encontrar en su aniquilada naturaleza una chispa latente de energía—. En esta misma habitación... en esta misma cama, estuve cuidando a una joven de rostro angelical, que había sido traída al asilo con los pies destrozados, como consecuencia de una caminata larguísima, llenos de sangre y de lodo. Aquí dio a luz a un niño, y murió... Déjeme pensar, déjeme que busque en mis recuerdos... ¿En qué año fue?

—El año no viene al caso —contestó su impaciente oyente— ¿Qué hay de ella?

—¡Ah! —murmuró la moribunda, cuya inteligencia iba ganando nuevamente el sopor—. ¿Que qué hay de ella? Que... sobre... ¡Ah, sí! ¡Ya sé! —continuó, incorporándose con furia, arrebatado el semblante y con los ojos fuera de las órbitas—. ¡Que la robé... sí... la robé... yo! ¡La robé cuando aún no estaba fría! ... ¡Aseguro que la robé sin esperar a que se apoderara de ella el frío de la muerte!

—Pero la robó... ¿el qué, por Dios santo? —gritó la matrona, haciendo ademán de pedir auxilio.

—¡Aquello!
—contestó la moribunda, poniendo su mano sobre la boca de la que la escuchaba —¡Lo único que tenía! Ella carecía de ropas con que abrigarse, de alimentos que la reconfortaran, pero aquello lo conservaba intacto. . . lo llevaba en el pecho. ¡Era oro... oro, lo juro... oro rico que hubiera podido salvar su vida!

—¡Oro! —repitió la matrona, inclinándose con avidez sobre la mujer, que había caído de espaldas —¡Adelante... siga, siga! ... ¿Y después? ¿Qué pasó? ¿Quién era aquella joven, aquella madre? ¿Cuándo sucedió eso?

—Me había encargado que lo guardase cuidadosamente —repuso la enferma, exhalando un gemido de angustia—. Me lo confió, porque a nadie más que a mí tenía a su lado. Interiormente, con el corazón, se lo había yo robado desde el instante que vi el paquetito pendiente de su cuello... Probablemente soy también responsable de la muerte del niño. ¡Mejor le habrían tratado si lo hubieran sabido todo!

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