Authors: Charles Dickens
—¿Sabido qué? —inquirió la matrona—. ¡Hable, por Dios, hable!
—Tan parecido era aquel niño a su madre —repuso la moribunda, sin tener en cuenta la pregunta—, que cuantas veces le veía, acudía a mi memoria la desdichada joven. ¡Pobrecilla!... ¡Infeliz! ¡Tan joven!... ¡Tan dulce!... ¡Espere usted!... Me queda mucho por decir... No se lo he dicho todo, ¿verdad?
—¡No, no! —respondió la matrona, pegando su oído a la boca de la enferma, más débil por momentos—. ¡Dése prisa, hermana, no sea que le falte tiempo!
—La madre —prosiguió la mujer, no sin hacer un esfuerzo mucho más violento que los anteriores—, la madre, al sentirse próxima a la muerte, me dijo al oído que si su hijo nacía con vida y se hacía hombre, llegaría un día en que podría oír pronunciar, sin avergonzarse, el nombre de su madre. «¡Oh, Dios misericordioso! —me dijo, juntas sus manos enflaquecidas en actitud de súplica—. ¡Sea niño o niña lo que nazca, búsquele amigos que en este mundo de miserias tengan lástima de un huérfano sin ventura abandonado a su conmiseración!»
—¿El nombre del niño? —preguntó anhelante la matrona.
—Le
pusieron
por nombre Oliver... El oro que yo robé está...
—¿Dónde... dónde?
—Pegaba su cara con la de la moribunda para poder oír su contestación, pero la infeliz enferma retrocedió instintivamente sin responder, oprimió la colcha de la cama entre sus crispados dedos, murmuró algunos sonidos inarticulados, y cayó desplomada sin vida.
—¡Muerta! —exclamó una de las viejas, precipitándose dentro de la habitación en cuanto la matrona franqueó la puerta.
—¡Y sin decir nada! —contestó la matrona, saliendo con fría indiferencia.
Las dos brujas, sobre las cuales pesaba la obligación de amortajar el cadáver, quedaron junto a la muerta.
Donde se vuelve a encontrar al señor Fajín y compañía
Mientras en el hospicio-asilo de provincias ocurrían los sucesos que quedan narrados en el capítulo anterior, encontrábase el buen judío Fajín en su caverna, la misma de la que Oliver había sido sacado por Anita, sentado junto a la chimenea, que despedía más humo que calor, sumido en profundas cavilaciones. Sobre las rodillas tenía un fuelle, con cuyo auxilio parece que había intentado avivar el fuego, pero las funciones mentales pusieron fin a las de orden físico, y cruzado de brazos, doblada la cabeza sobre el pecho, contemplaba con expresión distraída los mohosos morillos del hogar.
Sentados alrededor de la mesa que había a sus espaldas estaban el
Truhán,
Carlos Bates y Chitling, atentos a la partida de
whist
que jugaban, partida entablada por el primero de los caballeritos nombrados contra los otros dos. La fisonomía del
Truhán,
siempre viva e inteligente, era sin comparación mucho más merecedora de interés en aquellos momentos a causa de la atención inmensa que al juego prestaba, y más aún por la sagacidad con que aprovechaba los menores descuidos de Chitling para mirarle las cartas, y, como consecuencia, por la maestría con que acomodaba sus jugadas a las cartas de los contrarios. Como la noche estaba sumamente fría, el
Truhán
conservaba el sombrero puesto, costumbre que, dicho sea de paso, había constituido en él una segunda naturaleza cuando en casa se encontraba. Sus dientes oprimían una pipa de escayola que no sacaba de su boca más que durante el tiempo estrictamente necesario para trasladar a su estómago un buen trago de la bebida refrescante que contenía un jarro enorme que sobre la mesa había, cuya bebida era una composición de ginebra y aguardiente.
También Bates prestaba atención al juego; pero, individuo de temperamento más excitable que su compañero, repetía con mucha frecuencia las visitas al jarro de los refrescos, y por añadidura se permitía bromas pesadas y cuchufletas del peor gusto, poco en armonía con su esmerada educación v menos con suposición social. El
Truhán,
aprovechando la amistad estrecha que los unía, reprendíale a cada momento sus impropiedades de lenguaje, reprensiones que Bates echaba siempre a la buena parte y recibía con paciencia ejemplar, pues a lo sumo se permitía decirle que se fuera al diablo o desearle que se le secara la lengua, o le decía cualquier otra lindeza por el estilo, todas dulces y mesuradas, con no poca admiración de Chitling, que las escuchaba maravillado. Como circunstancia extraña e incomprensible, diremos que el caballero nombrado en último lugar y su compañero perdían invariablemente, pero lo más raro del caso es que el buen Bates, lejos de enfurruñarse, parecía por el contrarío soportar sus pérdidas con viva y ruidosa alegría; por lo menos, cada juego perdido arrancaba a su garganta una tempestad deshecha de ruidosas carcajadas, y un torrente de protestas encaminadas a hacer constar que jamás desde que vino al mundo había conocido hombre de suerte tan insolente como la del
Truhán.
—¡Perderíamos hasta la camisa! —exclamó Chitling, sacando del bolsillo, con cara compungida, una moneda de media corona—. No he conocido hombre como tú. Tienes la suerte de ganar siempre, con buenas cartas o con malas. En cambio, Bates y yo, aunque reunamos el mejor juego, perdemos irremisiblemente.
La observación, o tal vez el tono con que fue hecha, hizo tanta gracia a Bates, que las carcajadas que fueron su consecuencia disiparon las preocupaciones de Fajín, quien preguntó de qué se trataba.
—¿Que de qué se trata? —preguntó Carlos—. ¡Quisiera que hubiese presenciado usted la partida! Chitling no ha ganado un solo juego, y yo era su compañero de desgracia contra el
Truhán.
—¡Ay, ay, ay! —exclamó el judío, haciendo muecas que demostraban que sin gran esfuerzo de imaginación adivinaría la causa—. ¡Prueba otra vez, Tomás, prueba otra vez, y verás!
—Muchas gracias, Fajín, pero antes ciegue que hacer nuevas pruebas —replicó Chitling—. Es mucha la suerte del
Truhán
para poder resistirla.
—La verdad es, amigo mío, que tienes que madrugar mucho para ganar al
Truhán.
¡Ja, ja, ja!
—¡Madrugar! —exclamó Carlos Bates—. Para competir con él, necesitarías ponerte un telescopio en cada ojo y echarte a la espalda unos gemelos de teatro.
El señor
Truhán
recibió aquellas alabanzas con modestia filosófica, y se comprometió a hacer salir de la baraja cualquier carta que le fuera indicada, sin mirar, por supuesto, apostando un chelín cada vez. Como nadie tuvo a bien aceptar el reto y se hubiera terminado el tabaco de su pipa, entretúvose, por vía de pasatiempo, en trazar sobre la mesa con el pedazo de tiza que utilizara para apuntar los tantos, un plano de la cárcel de Newgate, silbando mientras trabajaba.
—¡Qué tonto tan delicioso eres, Tomás! —exclamó el
Truhán
al cabo de un rato de silencio, suspendiendo su trabajo y mirando a Chitling—. ¿A que no acierta usted, Fajín, en qué estaba pensando?
—¿Y cómo quieres que lo acierte, querido? —respondió el judío—. En lo que acaba de perder, tal vez, o acaso en el retiro delicioso en que ha pasado una temporadita... ¡ja, ja, ja! ¿Acierto, amigo?
—¡Ni a cien leguas! —replicó el
Truhán—.
¿Y tú, Carlos qué dices?
—Yo digo —contestó Bates— que Belita le trae loquito... ¡Mira cómo se ruboriza! ¡Es para morirse de risa!... ¡Tomás Chitling enamorado como un colegial!
El pensamiento sólo de que Tomás Chitling fuera víctima de una pasión tierna produjo en Carlos Bates tal explosión de risa, que al dejarse caer con alguna violencia contra el respaldo de la silla, perdió ésta el equilibrio y le envió rodando al suelo. Pero a bien que el accidente en nada atenuó su hilaridad. Tendido cuán largo era y revolcándose permaneció hasta después de pasado el primer acceso, que fue seguido por otro no menos violento apenas se hubo puesto en pie.
—¡No le hagas caso, amigo mío! —dijo el judío, guiñando un ojo al
Truhán
y dando con el fuelle un golpecito en la espalda a Chitling—. Belita es una niña angelical. Quiérela, Tomás, quiérela mucho.
—No contestaré más que una cosa, Fajín —replicó Chitling, rojo como un pimiento—, y es que a nadie de los que están aquí importa ese asunto.
—¡Justo! —dijo el judío—. Tienes razón que te sobra. Bates es un hablador, del que no debes hacer caso, amigo mío. Belita es una niña encantadora. Haz lo que ella te mande, Tomás, y tienes hecha la fortuna.
—Que hago lo que ella me manda —contestó Chitling—, lo prueba el hecho de que por seguir sus inspiraciones me he pasado una temporada a la sombra; pero a bien que no fue mal negocio para usted; ¿no es cierto, Fajín? ¿Pero qué suponen seis semanas de encierro? De todas maneras, tenía que ser un día u otro; ¿por qué no durante el invierno, cuando no son muchas las ocasiones que de operar se presentan? ¿Qué dice usted, Fajín?
—Que hablas como un libro, amigo mío —respondió el judío.
—Y no te importaría gran cosa volver allá siempre que el regreso te valiera las simpatías de Belita, ¿no es cierto? —preguntó el
Truhán
guiñando el ojo a Bates y al judío.
—¡Pues bien, sí! ¡Me sería completamente igual! —contestó Chitling con cólera—. ¡Oh! Me gustaría conocer a quien dijera otro tanto; ¿digo bien, Fajín?
—Dices lo que es, amigo —respondió Fajín—. Ten por seguro que ninguno de ellos sabría imitarte.
—Y hubiera yo salido tan campante del negocio si hubiese querido acusarla a ella —repuso aquel cándido—. Una palabra más habría sido bastante, ¿acierto, Fajín?
—Como en todo, querido, no hay duda.
—Pero a mí no hay quien me sonsaque, ¿eh, Fajín? —preguntó Chitling, que menudeaba las preguntas con extraordinaria volubilidad.
—¡No, no! —contestó el judío—. Un corazón tan noble como el tuyo es incapaz de vender a los demás.
—¡El Evangelio! —exclamó Chitling, mirando alrededor—. Y si tengo un corazón noble, ¿soy por eso motivo de risa, Fajín?
Percatado el judío de que la indignación de Tomás iba en aumento, apresuróse a asegurarle que nadie se reía de él, y en su afán por demostrar la gravedad de todos los que escuchándole estaban, apeló al testimonio de Bates, que era el más dado a las cuchufletas. Por desgracia, en el momento que Carlos abría la boca para afirmar que en su vida había estado tan serio, ni que nunca tuvo menos ganas que entonces de bularse de nadie, fuéle imposible contener una carcajada atronadora que hizo desbordar la cólera de Chitling. Este, creyéndose mortalmente agraviado, sin andarse con ceremonia se abalanzó sobre Bates y le dirigió un puñetazo furibundo, que tuvo habilidad para esquivar el que debía recibirlo merced a un salto de costado, pero que recibió en pleno pecho Fajín, quien salió proyectado contra la pared y acabó por dar con su humanidad en tierra, mientras Chitling quedaba con la boca abierta mirándole aterrado.
—¡Cuidado! —exclamó de pronto el
Truhán—.
Acabo de oír el cencerro.
Mientras tomaba la luz y subía cauteloso la escalera, dejando a sus contertulios a obscuras, la campana, repicó nuevamente con mayor fuerza que la vez primera. Al cabo de breves momentos reapareció el
Truhán,
quien habló en voz baja y con aires de misterio con Fajín.
—¡Cómo! —exclamó el judío ¿Solo?
Contestó el Truhán afirmativamente, y acto seguido, colocando una mano delante de la luz, dio a entender a Bates por medio de una seña que era hora de poner fin a las bromas. Cumplido este deber de amistad, volvió sus ojos hacia e judío y esperó las instrucciones d éste.
Mordíase el viejo las yemas de sus amarillentos dedos, Y permaneció meditabundo durante algunos segundos. Las contracciones de su cara demostraban claramente que esperaba recibir una mala noticia que temía que ésta fuera la peor de las que podía esperar. Al fin alzó la cabeza y preguntó:
—¿Dónde está?
Por medio de una seña indicó el
Truhán
que en el piso alto, e hizo ademán de marcharse.
—Sí —dijo el judío, como contestando a una consulta muda—. Que baje. Silencio, amigos... Tú, Carlos, y tú Tomás, despejad, pero muy callandito.
Obedecieron al instante Bates y su enemigo de momentos antes. No se oyó el menor rumor, no sonaron pasos en la escalera, pero de pronto penetraron en la estancia el
Truhán
, llevando la luz en la mano, seguido por un sujeto pobremente vestido, el cual, después de recorrer con la vista la habitación, quitóse una bufanda que cubría toda la parte inferior de su cara, dejando visibles las facciones chupadas, amarillas, desencajadas, sucias y barbudas del... petimetre Tomás Crackit.
—¿Cómo va, Fajín? —preguntó el recién venido, dirigiéndose al judío—. ¡Mira! Ponme este tapanarices donde pueda encontrarlo luego,
Truhán.
No importa que por una vez me sirvas de ayuda de cámara.
Seguidamente acercó una silla a la lumbre y se sentó, poniendo los pies sobre los morillos.
—¡Mire usted, Fajín! —exclamó con acento de desconsuelo, mostrando sus botas—. No han visto betún, ni crema ni cepillo desde aquel día... ¡Chitón! ¡Pero no me mire usted así, hombre de Dios, que todo llegará a su tiempo! Me es imposible hablar de asuntos hasta después que haya refrescado el gaznate; así que engráselo usted, y póngale antes algodones, pues uno y otro necesita. Tres días hace que no funciona.
Mandó Fajín al
Truhán
que pusiera algunas viandas sobre la mesa, y tomando asiento frente al recién llegado, esperó la narración de la historia.
O mentían descaradamente las apariencias, o maldita la prisa que Tomás tenía de romper el fuego de la conversación. En los primeros momentos, conformóse el judío con estudiar pacientemente su rostro cual si en la expresión del mismo esperara encontrar las explicaciones que con verdadera ansiedad deseaba oír; pero fue en vano. La cara de Tomás revelaba cansancio, agotamiento de fuerzas, pero conservaba la misma tranquilidad, la complacencia misma que le era habitual, y aunque sucio, con la barba crecida y el cabello en desorden, brillaba en sus ojos el contentamiento consiguiente a la persuasión en que Tomás estaba de que nadie podía competir con él en elegancia. El judío, muerto de impaciencia al cabo del rato, seguía con mirada angustiada cuantos bocados llevaba su huésped a su boca, midiendo la estancia a zancadas. Su excitación era tremenda, pero perfectamente inútil. Tomás seguía comiendo con la mayor indiferencia, y no dio reposo a sus mandíbulas hasta que le fue imposible engullir más. Entonces mandó salir de la habitación al
Truhán,
cerró la puerta, echóse al coleto un vaso de aguardiente, y se dispuso a hablar.