Authors: Charles Dickens
Resonó otro grito en el interior de la casa, aparecieron luces... cruzó ante sus ojos horrorizados la visión de dos hombres medio desnudos en lo alto de la escalera... brotó un relámpago, sonó un trueno horrísono... vio humo, oyó un crujido como de huesos rotos... allí... muy cerca de su persona, aunque no pudo precisar dónde, y cayó de espaldas.
Sikes había desaparecido momentáneamente; pero reapareció de nuevo agarrando a Oliver por el cuello, antes que se disipara el humo, disparó su pistola contra los hombres, que retrocedían ya, y se llevó arrastrando al muchacho.
—¡Agárrate con fuerza de mi brazo! —exclamó Sikes, sacando a Oliver por la ventana—. ¡Dame un pañuelo... pronto... lo han herido!... ¡Maldición! ¡Está desangrándose!
El repicar de una campana sacudida con furia se unió al estruendo de las detonaciones y a los gritos de las gentes de la casa. Oliver pudo darse cuenta de que le llevaban por un terreno desigual a paso fantástico. Los ruidos que en sus oídos resonaban fueron apagándose, creyó que partían de distancias enormes, sintió que el frío penetraba hasta su corazón, se nublaron sus ojos, se embotaron sus oídos, y perdió el sentido.
Trata de la agradable conversación que el señor Bumble tuvo con una dama y demuestra que hasta en el pecho de un bedel pueden caber ciertos sentimientos
Era una noche horriblemente fría. La capa espesa de nieve que cubría la tierra habíase convertido en diamantina costra, contra la cual nada podía el recio viento que soplaba, cuya acción únicamente se sentía en las crestas de los montones de nieve acumulados en las cunetas y en las esquinas de las calles. Era una noche lóbrega, heladora, de frío insoportable, una de esas noches en que las personas bien alimentadas y abrigadas se agrupan en torno de la alegre lumbre y bendicen regocijadas a Dios, que les concedió un hogar, en tanto que los desdichados que carecen de pan y de abrigo se tienden rendidos y se duermen a la intemperie para despertar en la eternidad. Son muchos los desheredados, los hambrientos, los criminales, que no tienen más lecho que la calle, en la que cierran los ojos que no han de volver a abrir en este mundo de miserias.
Tal era el estado de cosas al aire libre cuando la señora Corney, matrona del hospicio, donde repetidas veces hemos obligado a penetrar a nuestros lectores, por haber sido el lugar en que Oliver Twist vio la luz primera, acababa de tomar asiento al amor de un alegre fuego encendido en su reducida habitación y contemplaba con no poca complacencia un veladorcito, sobre el cual había una bandeja de regular tamaño, bien provista de todos los materiales necesarios para constituir la más suculenta de las cenas que una matrona pueda apetecer. En rigor, disponíase la respetable señora a regalarse con una soberbia taza de té. Al separar sus miradas del velador para fijarlas en la chimenea, donde la más microscópica de las teteras entonaba en voz muy baja la más suave de las melodías, la satisfacción interna de la comadrona crecía tanto, que sus labios sonreían jubilosos.
—¡Ah! —exclamó la matrona, apoyando un codo sobre el velador y contemplando como abstraída la que era una noche horriblemente fría—. ¡Cuánto tenemos que agradecer a la Providencia, mientras hundiendo la cucharilla de plata (propiedad particular) en los últimos rincones de una cajita de hoja de lata de unas dos onzas de capacidad, procedía a hacer la aromática infusión.
¡Oh dolor! ¡Cuán poco basta para perturbar la feliz ecuanimidad de nuestras almas! Como la tetera era muy pequeña y estaba excesivamente llena, el líquido al empezar a cocer se derramó, mientras la señora Corney moralizaba a su gusto, y el agua hirviente escaldó su mano.
—¡Maldita tetera! —exclamó retirando vivamente la mano—. ¿Quién sería el estúpido inventor de estos endiablados artefactos donde apenas caben dos tazas de agua? ¿Para qué sirven? ¡Únicamente para un ser tan pobre y abandonado como yo! ¡Ay de mí!
Mientras de esta suerte se quejaba, la buena matrona se dejó caer de nuevo sobre el sillón y, apoyando otra vez el codo sobre el velador, comenzó a reflexionar sobre su solitaria suerte. La microscópica tetera y la taza única acababan de despertar en su imaginación el recuerdo del señor Corney, fallecido nada más que veinticinco años antes, y el recuerdo la sumió en una melancolía profunda.
—¡Jamás tendré otro! —exclamó con acento lastimero—. ¡Jamás tendré otro... que se le parezca!
Si la exclamación hacía referencia al cacharro en que hervía el té o a su difunto marido, es lo que no podemos precisar. Es de presumir que se refiera al primero, pues en él fijaba sus ojos mientras hablaba y el cacharro fue lo que levantó apenas dejó de hablar.
Principiaba a saborear la primera taza de té, cuando llamaron suavemente a la puerta de su cuarto, cerrada para impedir el paso al frío.
—¡Adelante quien sea! —contestó con acento irritado la matrona—. ¡Siempre será alguna vieja que se empeña en morirse! ¡Pero lo intolerable es que se les ocurre morirse cuando más molestan, cuando estoy comiendo! ¡Así, hombre, así! ¡Esté usted ahí hasta que me convierta el cuarto en una nevera! ¿Qué pasa hombre de Dios, qué pasa?
—Nada, señora, nada —contestó una voz de hombre.
—¡Bondad divina! —exclamó la matrona, dulcificando extraordinariamente la voz—. ¡Si es el señor Bumble!
—Para servir a usted, señora —contestó el señor Bumble, quien se había detenido en el umbral para limpiar sus zapatos sacudiendo nieve que cubría su abrigo, y penetró en la estancia llevando el galoneado tricornio debajo de un brazo y un fardo debajo del otro—. ¿Desea que cierre la puerta, señora?
Vaciló un momento la dama sin saber qué contestar, temiendo sin duda faltar a las conveniencias si a puerta cerrada sostenía con bedel una conversación a solas. El señor Bumble, sensible al parecer al frío, aprovechó la vacilación aquélla para cerrar la puerta sin esperar el permiso.
—¡Mal tiempo, señor Bumble! —dijo la matrona.
—¡Pésimo, señora, pésimo! —contestó el bedel—. ¡Tiempo antiparroquial! ¡Veinte panes de cuatro libras y un queso y medio hemos distribuido en este día de bendición señora, y aún no están contentos los pobres! ¿Qué le parece a usted?
—Muy natural... Esa gente no se contenta nunca —respondió la matrona, tomando un sorbo de té.
—Así ocurre, por desgracia. Hay un individuo a quien, en consideración a su numerosa familia se le ha dado un pan de cuatro libras y una libra de queso ¿Le parece a usted que está satisfecho, que lo agradece? ¡Que ha de agradecer! ¡Había de pedir carbón... el carbón que cupiese en un pañuelo! ¡Carbón!... ¿Para qué querrá el carbón? ¡Como no fuera para tostar queso y venir luego a pedir más! ¡Esos tunantes son siempre lo mismo! Déles hoy un delantal de carbón, y mañana volverán por otro, y pasado pedirán una columna de bronce o de alabastro.
La matrona expresó su conformidad por medio de un movimiento de cabeza, y el bedel repuso:
—Imposible figurarse siquiera hasta dónde llega su insolencia. Sin ir más lejos, anteayer, un hombre —como ha sido usted casada, señora, me permitiré entrar en ciertos detalles—, un hombre, sin más indumentaria que un trapo pendiente de su espalda (la señora Corney creyó llegado el momento de bajar la vista al suelo) se presentó en la habitación de nuestro mayordomo, quien precisamente tenía convidados, y dijo que era indispensable que le diera algún socorro, ¡pásmese usted! Como se obstinó en no marcharse, con no poco escándalo de los invitados que no podían menos de ver sus desnudeces, el mayordomo mandó que se le socorriera con una libra de patatas y media pinta de cebada. «¡Dios mío! —exclamó aquel saco de villanías—, ¿Qué quiere usted que yo haga con eso? ¡Es como si me regalara unas antiparras con discos de metal en vez de cristales!» El mayordomo se quedó con las patatas y la cebada, y replicó: «Está muy bien: no hay otra cosa» «¿Va usted a consentir que muera de hambre en medio de la calle?», repuso el mendigo. «¡No, hombre, no! ¡No le dará tan fuerte!», dijo el mayordomo.
—¡Ah! ¡Pero que muy bien! —exclamó la dama—. ¿Conque eso hizo el buen señor Grannet? ¿Y qué pasó luego, señor Bumble?
—¿Qué pasó? Pasó, que se fue y murió en la calle... ¡y luego hablan de la tozudez de la mula! ¡Como si pudiera compararse a la de esos villanos!
—A trueque de dejar en evidencia a los que valen más que ellos capaces de los mayores disparates —observó con dignidad la matrona—. ¿No le parece a usted que es un desatino dar socorro fuera del establecimiento, señor Bumble? Usted, que es hombre de experiencia, es autoridad indiscutible en la materia.
—Diré a usted... diré a usted, señora Corney —contestó el bedel, sonriendo como sonríen los seres superiores que están convencidos de su superioridad—. Los socorros que se dan a los pobres de fuera... con discernimiento... repare usted bien, señora; digo con discernimiento, son la salvaguardia de la parroquia. El gran principio que debe servir de base a la distribución de socorros al exterior, consiste en dar a cada pobre lo contrario precisamente de lo que necesita, quiero decir, de lo que pide, que es la manera de que se cansen y dejen de molestar e importunar.
—¡Es verdad! —exclamó admirada la matrona—. ¡Es una idea luminosa!
—Lo es; sí, señora. Aquí para entre los dos, añadiré que es el gran principio del sistema de la casa —añadió el señor Bumble—. Si usted hojea alguna vez los periódicos, escritos por hombres insolentes, amigos de meterse en lo que no les importa, encontrará que casi siempre se socorre a las familias enfermas con pedacitos de queso, y ello obedece a la razón apuntada. Hoy puede decirse que impera el mismo sistema en todo el reino. Lo que acabo de decir, señora, es uno de los muchos secretos parroquiales —añadió, desliando el paquete—, de los cuales no debe hablarse nunca como no sea entre funcionarios parroquiales... como nosotros, por ejemplo. He aquí el vino de Oporto, señora, que el Consejo de Administración hizo traer expresamente para la enfermería...; vino auténtico, legítimo, genuino, sacado de la caja poco antes del mediodía de hoy, claro como el cristal, sin mezcla, sin sedimentos.
Después de levantar una de las botellas a la altura de la luz y de agitarla como para comprobar la excelente calidad de su contenido, Bumble la colocó, juntamente con la otra, sobre el aparador, dobló el pañuelo que las contenía, lo guardó en el bolsillo, y tomó su sombrero como para marcharse.
—Va usted a tener mucho frío, mi buen amigo —dijo la matrona.
—Sopla un viento capaz de llevársele a uno las orejas, señora —respondió el bedel, subiéndose el cuello del abrigo.
La señora Corney llevó sus ojos a la tetera y desde ésta al señor Bumble, quien se dirigía hacia la puerta; y como le oyese toser antes de dar las buenas noches, preguntó tímidamente si... si quería aceptar una tacita de té.
A guisa de contestación, muy elocuente por cierto, aunque muda, el bedel bajó inmediatamente el cuello de su abrigó, giró sobre sus talones, dejó sobre una silla el tricornio y el bastón y acercó otra a la mesa. La comadrona fijó de nuevos los ojos en la tetera: Bumble tosió otra vez y sonrió.
La señora Corney se levantó para traer otra taza, y al sentarse de nuevo, sus miradas se encontraron con las de Bumble. El rubor coloreó sus mejillas, puso manos a la obra de hacer el té, y el gallardo bedel tosió... con más fuerza que la vez anterior.
—¿Muy dulce, señor Bumble? —preguntó la matrona tomando el azucarero.
—Mucho, señora, mucho —contestó Bumble, clavando sus ojos en los de la dama.
Si desde que el mundo existe ha habido bedel que pusiera los ojos tiernos, no cabe dudar que ese bedel fue el mayestático Bumble en la ocasión presente.
Servido el té, el señor Bumble extendió un pañuelo sobre sus rodillas a fin de evitar que las migas de pan empañasen el esplendor de sus elegantes calzones, y comenzó a comer y, a beber, operaciones que alternaba con miraditas y profundos suspiros que, lejos de producir efectos sedativos en su apetito, parecían acrecentarlo más y más, a juzgar por la prisa con que engullía tostadas y tazas de té.
—Por lo visto, tiene usted una gata, señora —observó Bumble, contemplando una muy lucida que, rodeada de sus hijitos, se calentaba cerca de la lumbre—, y gatitos también.
—No puede usted figurarse cuánto me gustan, señor Bumble. Son tan: felices, tan cariñosos tan agradecidos, que los tengo por amigos deliciosos.
—En efecto, señora; son unos animales encantadores... muy domésticos.
—¡Ah, sí! Tan encariñados están con la casa, que disfrutan a rabiar; no me cabe duda.
—Permítame que le diga, señora Corney —dijo Bumble, pronunciando una a una y con solemnidad las palabras—, que todo gato, gata o gatito que tenga la suerte de vivir en su compañía y no se aficione a la casa y disfrute a rabiar, será un asno de tomo y lomo.
—¡Por Dios, señor Bumble!
—¿Por qué no decir las cosas como son, señora? —repuso Bumble, moviendo la cucharilla del té con delectación digna, que daba a sus palabras doble solemnidad—. Al gato que no le cobrase afición, lo ahogaría yo con mis propias manos.
—En ese caso, es usted muy cruel —contestó la matrona alargando la manó para tomar la taza del bedel—; cruel, y de corazón de bronce, por añadidura.
—¡De corazón de bronce yo, señora... de corazón de bronce! —exclamó Bumble.
El buen bedel dejó que retiraran su taza, oprimió el dedo meñique de la dama aprovechando el momento en que ésta tomaba la taza dio dos golpecitos con la diestra abierta a su chaleco galoneado, exhaló un suspiro muy profundo, y retiró un poco su silla de la chimenea.
La mesa era redonda; y como la señora Corney y el señor Bumble se habían sentado frente a frente, cerca de la lumbre y muy cerca uno de otro, claro está que, al separarse el segundo de la chimenea, y no de la mesa, aumentó la distancia interpuesta entre su compañera y él, conducta que algunos lectores prudentes admirarán sin duda y considerarán como acto de sublime heroísmo por parte del señor Bumble, a quien la hora, el sitio, la ocasión, tentaban evidentemente para que diera salida a ciertos pensamientos dulces y galantes que, si bien sientan admirablemente en labios de personas aturdidas, no se avienen con la dignidad de los magistrados de la tierra, con los miembros del parlamento, con los ministros de la Corona, con los alcaldes, y muchísimo menos todavía con la gravedad y majestad de un bedel, que debe ser, según es público y notorio, el más severo e inflexible de todos los altos funcionarios.