Authors: Charles Dickens
—¿Pero y las criadas? —objetó el judío—. No me dirá usted que tampoco es posible conseguir nada de ellas.
—Eso es lo que diré, pues tampoco ellas dan chispas.
—¿Con un eslabón tan bueno como Tomás Crackit? —preguntó el judío con expresión de incredulidad—. Tomás es un seductor de primera fuerza, y usted sabe muy bien lo que son las mujeres.
—Pues con todas sus seducciones, nada ha conseguido, y eso que, según dice, se presentaba con unas patillas encantadoras, llevaba un chaleco color canario y se pasaba todo el santo día rondando de aquí para allá.
—Debió ponerse bigote postizo y pantalones de soldado, amigo mío —dijo el judío.
—También lo ha hecho; pero con el mismo resultado negativo que todo lo anterior.
El desconcierto del judío al oír la contestación anterior fue inmensa. Al cabo de algunos minutos de profunda meditación, durante los cuales permaneció con la barbilla hundida en el pecho, alzó la cabeza, exhaló un suspiro tras el cual parecía que iba a salir su alma, y confesó que, en efecto, si los informes de Tomás Crackit eran exactos, temía que el negocio había fracasado.
—¡Y, sin embargo, amigo mío —añadió el viejo, apoyando las manos sobre sus rodillas—, es muy triste, muy doloroso, resignarse a perder lo que ya considerábamos nuestro!
—Cierto... ¿Pero qué remedio? ¡Suerte perra!...
Siguió un silencio que se prolongó mucho durante el cual Fajín meditaba como nunca. Su cara contraída dábale aspecto de verdadero demonio. De tanto en tanto le dirigía Sikes miradas furtivas, y Anita, cual si temiera excitar la irritación de su amigo, permanecía con los ojos clavados en la lumbre, sorda y como indiferente a lo que tan cerca de ella pasaba.
—¡Fajín! —exclamó de pronto Sikes, rompiendo el silencio—. ¿Me das cincuenta amarillas de premio, además de lo que me corresponde si realizo el negocio?
—Sí —respondió el judío, despertando de sus reflexiones.
—¿Trato hecho? —inquirió Sikes.
—Trato hecho —respondió el judío, relampagueantes los ojos y revelando la emoción que la pregunta le producía.
—Entonces —repuso Sikes, rechazando desdeñosamente la mano que el judío acababa de tenderle—, el negocio se hará tan pronto como quieras. Anteanoche reconocimos el jardín Tomás y yo, escalando la tapia, como es natural, y probamos las ventanas y las puertas. Una cárcel no se cierra y atranca con mayor cuidado que esa casa; pero hay un sitio por el cual podremos penetrar sin ruido y sin peligro.
—¿Por dónde, Guillermo? —preguntó anhelante el judío.
—Escucha —susurró Sikes—. Luego que se atraviesa el prado...
—¡Sí... sí! —exclamó el judío adelantando la cabeza y con los ojos fuera de las órbitas.
—¡Hum! —murmuró Sikes, reparando en la seña que le hacía Anita para que se fijase en la cara del judío—. No te importe averiguar el sitio. Ya sé que nada podrás hace sin mí, pero el que trata contigo por mucho que extreme las precauciones, siempre se expone a quedase corto.
—Como usted quiera, amigo mío, como usted quiera —contestó el judío—. ¿Pero son bastantes usted y Tomás?
—Bastamos. Únicamente nos hará falta un berbiquí y un muchacho. El primero lo tenemos nosotros; tú habrás de encárgarte de proporcionarnos al segundo.
—¡Un berbiquí y un muchacho! —exclamó el judío—. Luego se trata de introducirse por un boquete abierto en un tabique ...
—¿Volvemos a las andadas? Repito que necesito un muchacho, que éste debe ser un poco corpulento... ¡Demonio! —exclamó Sikes—. Si tuviera yo a mi disposición a aquel chico de Ned, el deshollinador... Impedían a propósito que se desarrollase, a fin de que sirviera para el objeto, y lo alquilaban a quien lo necesitaba; pero su padre cometió la tontería de dejarse matar, y esos entrometidos de la Sociedad Protectora de Delincuentes jóvenes sé llevaron al muchacho, privándole de un oficio que le hubiera hecho rico y enseñándole a leer y a escribir. Ahí tienes lo que hacen esos tunantes: si tuvieran dinero bastante, lo que gracias a la Providencia divina no sucede, antes de un año no encontraríamos un solo muchacho que quisiera aprenden el oficio.
—Ni uno; es verdad —asintió el judío, quien absorto en sus reflexiones durante el discurso de su camarada, solamente había oído las últimas palabras—. ¡Dígame, Guillermo!
—¿Qué tripa se te ha roto?
El judío hizo una seña de que convenía alejar de allí a Anita, que continuaba inmóvil y como abstraída contemplando el fuego de la chimenea, seña que el bandido acogió con un movimiento de impaciencia que traducido al lenguaje vulgar significaba que no creía necesaria la precaución. Esto no obstante, accediendo a los deseos de Fajín, rogó a la joven que fuera a buscar un jarro de cerveza.
—Ninguna falta te hace ahora la cerveza —contestó Anita, cruzándose de brazos y sin moverse de la silla.
—Y yo te digo que sí —replicó Sikes.
—¡Tonterías! —exclamó con calina glacial la joven—, puede usted continuar sin reparo, Fajín: sé lo que va usted a decir, así que, no le importe mi presencia.
El judío vacilaba, y Sikes paseó sus miradas de uno a otra reflejando honda sorpresa.
—Creo que no debe detenerte la presencia de la muchacha, Fajín —dijo Sikes al fin—. La conoces de antiguo, y se me figura que si ella no te merece confianza, tendrás que dejar de depositarla hasta en el mismísimo diablo. La chica es poco aficionada a la murmuración, ¿no es verdad, Anita?
—Eso creo —contestó Anita, acercando la silla a la mesa y apoyando sobre ésta los codos.
—Si ya lo sé, hija mía... no lo dudo... pero...
El judío no terminó la frase.
—Pero, ¿qué? —inquirió Sikes.
—Que yo no sé si continuará tan prevenida en contra mía como la otra noche.
Anita soltó una carcajada al oír la confesión del judío. A continuación, echándose al cuerpo un vaso de aguardiente, comenzó a mover la cabeza con aire provocativo y a proferir frases incoherentes que llevaron la tranquilidad al ánimo de sus dos oyentes. Fajín río con expresión de contento y otro tanto hizo Sikes.
—¡Vaya, Fajín! —exclamó Anita entre carcajada y carcajada—. Ya puede exponer a Guillermo los proyectos que tiene entre ceja y ceja a propósito de Oliver.
—¡Ah, picarilla! —dijo el judío, dando unos golpecitos sobre los hombros de Anita—. ¡No he conocido en mi vida muchacha más ladina que tú! De Oliver quería hablar, es verdad, ¡Ja, ja, ja, ja!
—¿Pero qué tiene que ver Oliver con lo que estamos hablando?
—¡Mucho! Oliver es el muchacho que usted necesita, amigo mío —dijo el judío en voz muy baja, colocando la punta del índice a un lado de la nariz y guiñando un ojo.
—¿Él? —preguntó Sikes.
—¡Tómale, Guillermo! —exclamó Anita—. Yo, en tu lugar, no vacilaría un momento. Convengo en que no es tan práctico como los demás; pero no es experiencia lo que necesitas, sino que te abra una puerta. Para el papel que has de confiarle tiene capacidad bastante.
—¡Sobrada! —añadió el judío—. Está en buenas manos desde hace algunas semanas, y hora es ya de que empiece a ganarse el sustento. Además: los otros son muy gruesos.
—En realidad es del tamaño que me conviene —murmuró Sikes.
—Y hará todo lo que usted le mande, mi querido amigo —repuso el judío—. Es de los que no saben resistirse... es decir, siempre que usted le atemorice.
—¿Atemorizarle? —repitió Sikes—. Puede que no me conforme con tan poca cosa, Fajín. Si da un paso en falso o sospechoso luego que estemos
metidos en harina,
perdido por uno, perdido por mil: no volverás a verle vivo. Piénsalo bien antes de enviármelo, Fajín —añadió con expresión feroz el ladrón, sacando una tranca de debajo de la cama.
—Lo tengo bien pensado —contestó el judío con energía—. No le pierdo un momento de vista, amigos míos; le observo de cerca... muy de cerca... Que se convenza de una vez de que es de los nuestros... que sea una sola vez ladrón... y ya no se nos escapa mientras viva... ¡Nuestro para siempre! ¡Oh! ¡Es una idea hermosa!
El viejo cruzó sobre el pecho los brazos con ademán de fervor, y movió la cabeza estremecido de júbilo.
—¿Nuestro? —observó Sikes—. Querrás decir tuyo.
—Es posible, mi buen amigo; mío, si usted lo prefiere.
—¿Y a qué diablos es debido —preguntó Sikes, mirando con fiereza a su agradable amigo— que te tomes tanto interés por ese mocoso de cara de cera, cuando sabes que todas las noches rondan por los alrededores de Common Garden cincuenta mejores que él, entre los cuales podrías escoger?
—Porque ésos no me sirven, amigo mío —contestó el judío con visible embarazo—. No valen lo que el trabajo de cogerlos. Si les encomendaba algún trabajo, su facha solo bastaría para descubrirlos. En cambio Oliver, manejado con destreza, puede hacer lo que no harían veinte de aquéllos juntos. Además —añadió el judío, recobrando su sangre fría habitual—, si volviera a tomar el portante, nos tendría a merced suya y para evitarlo se impone embarcarlo en la misma barquilla en que navegamos nosotros. Cómo haya venido a parar a mis manos es lo que menos importa; lo esencial es que tome parte en un robo, y entonces, ya es mío. Es preferible esto a tener que
suprimirle,
lo que además de ser poco humanitario no dejaría de entrañar peligros para nosotros.
—¿Cuándo es el golpe? —preguntó Anita, impidiendo que Sikes lanzara la exclamación brutal que tenía en el pico de la lengua encaminada a exteriorizar el disgusto con que veía los sentimientos humanitarios de Fajín.
—¡Ah, sí! —dijo el judío—. ¿Cuándo se da el golpe, Guillermo?
—Convine con Tomás darlo pasado mañana por la noche, si no recibe aviso mío en contrario —respondió Sikes.
—Muy bien; por lo pronto no habrá luna —observó Fajín.
—No —contestó Sikes.
—¿Está todo preparado? —preguntó el judío.
Sikes contestó con un gesto afirmativo.
—¿Han previsto...?
—¡He dicho que está preparado, todo, y basta ya de detalles! —exclamó Sikes interrumpiendo a su interlocutor—. Tráeme al muchacho mañana por la noche, pues quiero emprender la marcha al romper el día siguiente. Hasta entonces, cierra el pico y ten preparado el crisol. No tienes que hacer más por ahora.
Después de larga discusión, en la cual tomaron parte los tres personajes presentes, decidióse que al día siguiente por la noche, iría Anita a la casa del judío a fin de llevarse a Oliver, quien era de esperar siguiese de mejor grado a la joven que a ninguna otra persona, toda vez que muy recientemente había aquélla roto lanzas en su favor. Estipulóse formalmente que el desdichado Oliver sería abandonado en absoluto y sin reservas, en todo lo que con la expedición en proyecto tenía relación, a los cuidados solícitos y vigilancia del señor Guillermo Sikes. Además, el repetido Sikes trataría al muchacho en la forma que estimase oportuno, no siendo responsable en ningún caso ante el judío de nada de cuanto a aquél le ocurriese, y bastando, una vez acallada la empresa, que las manifestaciones de Sikes fueran confirmadas, en los detalles de importancia, por el testimonio del seductor Tomás Crackit.
Convenidos y puestos de acuerdo sobre todos los puntos, Sikes comenzó a trasegar sin tasa vasos de aguardiente, blandiendo de una manera alarmante la tranca, aullando como un condenado y cantando a voz en cuello aires musicales que alternaba con terribles blasfemias. Al fin, en un acceso de entusiasmo profesional, se empeñó en exhibir su caja de herramientas del oficio; pero no bien la hubo abierto con ánimo de explicar el uso y propiedades de los variados instrumentos que contenía, cayó rodando al suelo y quedó dormido al instante.
—Buenas noches, Anita —dijo el judío, abotonándose el levitón.
—Buenas noches.
Encontráronse las miradas de entre ambos, y Fajín clavó sus ojos penetrantes en Anita. Esta no pestañeó siquiera. ¡Nada! ¡No había duda! Estaba tan identificada con el negocio como pudiera estarlo Tomás Crackit.
El judío dio por segunda vez las buenas noches, y dando ligeramente con el pie al borracho, junto al cual hubo de pasar, abrió la puerta y descendió por la escalera.
—¡Lo de siempre! —murmuraba entre dientes el judío mientras se dirigía a su casa—. Tienen de malo esas mujeres que basta una insignificancia para despertar en ellas sentimientos dormidos de antiguo; pero tienen de bueno que aquéllos vuelvan a dormirse muy pronto.
Entreteniendo el camino con reflexiones tan agradables, no tardó Fajín en llegar a su antro, donde le esperaba con gran impaciencia el
Truhán.
—¿Se ha acostado ya Oliver? Necesito hablarle —dijo Fajín en cuanto entró.
—Hace ya muchas horas —contestó el
Truhán,
abriendo una puerta—. Ahí lo tiene usted.
Allí estaba en efecto Oliver, dormido profundamente sobre un mísero jergón tendido sobre el duro suelo. La ansiedad, la tristeza y lo duro de su cautiverio habían comunicado a su rostro la palidez de la muerte, pero no tal como se ofrece a nuestras miradas envuelta en un sudario o encerrada en un ataúd, sino tal como la vemos en el instante en que la vida se extingue, en el momento en que un alma pura abandona para siempre la envoltura material y sube volando al Cielo, huyendo del aire infecto y corrompido del mundo antes que éste pueda contaminarla.
—¡No! ¡Ahora no! —dijo el judío, alejándose sin hacer ruido—. ¡Mañana!.. ¡Mañana!
Oliver es entregado al honrado Guillermo Sikes
La mañana siguiente, tenía reservada para Oliver una sorpresa: a los pies de su cama, en vez de los zapatos rotos y sucios que dejó al acostarse, encontró al despertar otros completamente nuevos. La sorpresa le regocija al pronto, pues creyó que era precursora de su libertad, mas no tardaron en desvanecerse sus ilusiones. Al sentarse a almorzar con el judío, díjole éste, en tono y con expresión que acrecentó hasta el infinito sus temores y alarmas, que vendrían a buscarle para conducirle a la morada de Guillermo Sikes.
—¿Para... para permanecer en ella, señor? —preguntó Oliver anhelante.
—No, no querido mío; no es para permanecer allí —respondió Fajín—. Te queremos demasiado para resignarnos a perderte, así que no temas, Oliver, que a casa volverás, ¡ja, ja, ja! Nunca tendremos la crueldad de despedirte... ¡Oh, no!
El miserable viejo que se entretenía tostando una rebanada de pan mientras tanto sin miramiento se mofaba de Oliver, reía con risa sardónica como para demostrar que sabía perfectamente que Oliver escaparía de muy buena gana si le fuera posible.