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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (20 page)

BOOK: Oliver Twist
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Diciendo esto con la energía que da a veces el dolor exacerbado, Oliver cayó de rodillas a los pies del judío retorciéndose las manos en un acceso de desesperación.

—El muchacho tiene razón —contestó el judío enarcando las cejas—. Estás en lo cierto, Oliver. Creerán que los has robado. ¡Ja, ja, ja, ja! ¡No saldría todo tan a pedir de boca si yo mismo lo hubiese preparado! —terminó, frotándose las manos de gusto.

—Eso ya lo sabía yo cuando le cogí en Clerkenwell con los libros debajo del brazo —dijo Sikes—. La cosa no sale mal. Las personas que le recogieron deben ser unos sacristanes cándidos, de corazón de cera pues no le hubieran atendido en caso contrario. Tampoco se tomarán el trabajo de buscarle a fin de evitarse la crueldad de tener que denunciarlo por ladrón; por tanto, bien seguro le tenemos aquí.

Mientras se cruzaban las palabras anteriores, Oliver paseaba sus miradas atónitas de uno a otro de los interlocutores, aturdido, espantado, y sin darse cuenta cabal de su situación; pero no bien terminó su discurso Sikes, levantóse el muchacho de un salto y salió precipitado de la habitación, gritando con todas sus fuerzas en demanda de socorro. Sus gritos resonaban por todos los ámbitos de aquella casa en ruinas.

—¡No dejes salir al perro, Guillermo! —gritó Anita, colocándose delante de la puerta al ver que el judío y Sikes pretendían salir en persecución de Oliver—. ¡No le dejes salir, que va a destrozar a ese infeliz!

—¡Es lo que merece! —aulló Sikes, debatiéndose para desembarazarse de la joven—. ¡Fuera de ahí, o te estrello la cabeza contra la pared!

—¡No me importa, Guillermo, no me importa! —replicó la muchacha, luchando vigorosamente con el ladrón—. Para que el perro destroce entre sus dientes al muchacho, será preciso que antes me mates a mí.

—Sí, ¿eh? —rugió Sikes, rechinando los dientes—. ¡Pronto verás cumplido tu deseo como no dejes el paso franco!

Y diciendo esto, aquel canalla lanzó a la joven contra la pared opuesta, en el momento preciso que volvía el judío con los dos pilletes que traían arrastrando a Oliver.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Fajín.

—¡Nada! ¡Que ésa se ha vuelto loca!

—¡No, no me he vuelto loca! —contestó la Joven—. ¡No lo crea usted, Fajín!

—Pues si no estás loca, cállate; hazme el favor —dijo el judío con aire de amenaza.

—Ni estoy loca ni quiero callar —gritó la muchacha alzando mucho la voz—. ¿Tiene usted algo que objetar?

El ladino Fajín conocedor perfecto de los usos y costumbres de la rama especial humana a la que Anita pertenecía, creyó un poquito peligroso prolongar la conversación en aquel momento psicológico, y, en consecuencia, deseando desviar la atención, se volvió hacia Oliver.

—Conque pretendías escapar, ¿eh? —dijo, tomando en su mano un garrote nudoso, que había en un rincón de la estancia.

No contestó Oliver, pero espiaba los movimientos del judío y, su respiración se hizo jadeante.

—Querías pedir socorro, llamar a la policía, ¿no es cierto? —repuso el judío con entonación sarcástica agarrando al muchacho por un brazo—. Yo te quitaré las ganas de volver a hacerlo.

Acompañando la acción a la palabra, descargó un garrotazo sobre las espaldas de su víctima, y se disponía a repetir el golpe, cuando la joven, interponiéndose con ligereza, le arrancó la tranca de las manos. Seguidamente la arrojó al fuego con tal fuerza, que las brasas encendidas saltaron por los aires para caer en lluvia abundante en la habitación.

—¡No toleraré esas brutalidades, Fajín! —gritó Anita—. Ya tiene usted al muchacho, ¿qué más quiere? ¡Déjelo en paz... pues de lo contrario, voy a estampar en su cuerpo una marca de las que se pagan con una porción de años en galeras!

Pateaba la joven con furia al lanzar la amenaza. Pálida de ira, crispados los labios y cerrados los puños, miraba ora al judío, ora al otro bandido con ojos que parecían carbones encendidos.

—¡Muy bien, Anita, muy bien! —exclamó el Judío con voz melosa al cabo de algunos momentos, durante los cuales cambió con Sikes miradas que reflejaban su desconcierto.

—Nunca te vi tan admirable como esta noche. ¡Palabra de honor, chiquilla! ¡No cabe representar más maravillosamente el papel!

—¿De veras? —replicó la muchacha—. ¡Cuidado, pues, con las equivocaciones que pueda sufrir, que yo le juro, Fajín, que han de ser fatales para usted! ¡Aviso con tiempo; así que cuidadito!

Hay algo en la irritación de la mujer, sobre todo si disgustos y la desesperación exacerban sus demás pasiones, que muy contados hombres se atreven a provocar. Fajín hubo de comprender que sería tonto y peligroso continuar tomando a chacota la cólera de Anita, y poco dispuesto a tocar las consecuencias de aquélla, dirigió a Sikes una mirada en la que campeaban por igual súplicas mudas y cobardías manifiestas, como indicándole que era misión suya poner a aquella rebelde persona en disposición de continuar el diálogo.

Guillermo, comprendiendo al punto el lenguaje mudo del judío, y viendo comprometidos muy seriamente su orgullo e influencia personal si no reducía en el acto a la razón a la irritada Anita, comenzó por barbotar unas cuantas docenas de ternos, imprecaciones y amenazas tan variadas y pintorescas, que hicieron honor a la fecundidad de su inventiva. Como observara, sin embargo, que el chaparrón no producía el menor efecto en la persona sobre cuya cabeza descargaba, apeló a argumentos más contundentes.

—¿Qué significa lo que estás haciendo? —preguntó, lanzando contra la parte más hermosa del rostro humano una maldición muy corriente que, si fuera oída en el Cielo una sola vez por cada cincuenta mil que se pronuncia en la tierra, serían muchas más las personas ciegas que las que tienen vista—. ¡Di! ¿Qué significa tu actitud? ¡Maldita sea mi alma... ¿Has olvidado quién eres y qué eres?

—¡Oh, no! ¡No lo he olvidado! —contestó la joven con risa histérica y moviendo la cabeza—. Sé muy bien quién soy y qué soy.

—Pues, entonces, cállate, si no quieres que yo te haga enmudecer para mucho tiempo.

Anita soltó otra carcajada más descompuesta que la anterior, y después de mirar con desprecio a Sikes, volvióle la espalda y se mordió el labio hasta que brotó la sangre.

—Estás realmente encantadora cuando te da por lo sentimental y humanitario —repuso Sikes, mirándola con expresión de supremo desdén—. La ocasión es que ni pintada para que ese muchacho como tú le llamas, te tome por amiga.

—¡Dios me es testigo de que amiga suya soy! —gritó con acento apasionado la joven—. ¡Ojalá hubiera caído muerta en la calle, o bien hubiese cambiado de alojamiento con aquéllos junto a los cuales pasamos esta noche, antes de haber contribuido a traer aquí a este infeliz! De hoy en adelante será un ladrón, un embustero, un falsario, un demonio, un conjunto de todas las maldades; ¿no basta eso? ¿Hace falta que por añadidura lo mate a golpes ese nauseabundo viejo?

—¡Voto a...

—¡Por Dios, Guillermo! —exclamó el judío, extendiendo el brazo hacia los muchachos que atentos y anhelantes escuchaban la disputa. Nada cuesta hablar bien, Guillermo... Nada de palabras gruesas.

—¡Hablar bien! —repitió Anita— ¡Hablar bien, villano miserable! ¡Nada de palabras gruesas, monstruo! ¡Sí!.. ¡Vas a oírlas... muy gruesas, pero muy verdaderas, y las oirás de mis labios! No tenía yo la mitad de los años de este muchacho, cuando me enseñaste a robar, y me obligaste a que robara por tu cuenta y para tu provecho. Doce años hace que no tengo otro oficio... ¿Lo has olvidado? ¡Habla, reptil asqueroso! ¿Lo has olvidado?

—¡Bueno, sí! —contestó el judío, intentando calmar a la joven—. Es verdad, pero esa ocupación, tan buena como otra cualquiera, te vale el sustento.

—¡En efecto! —replicó Anita, no hablando, sino disparando las palabras una a una, como si fueran cañonazos—. Me vale el sustento... es mi oficio... y mi hogar son las calles sucias, llueva o nieve copiosamente, haga frío o calor, y tú eres quien me ha arrastrado a esa condición horrenda, en la cual perseveraré hasta el día de mi muerte.

—La que no tardará en venir, yo te lo juro, como sigas hablando como lo haces —replicó el judío, exasperado por tantas reconvenciones.

Calló la joven; pero, presa de un frenesí rabioso, cerró contra el judío con violencia incontrastable, y seguramente hubiera dejado en su cuerpo señales perdurables, de no haberla agarrado Sikes, por las muñecas impidiéndole moverse. Anita, reducida a la impotencia, se desmayó.

—Ahora está bien —observó Sikes, dejándola tendida en un rincón—. No sabes la fuerza que tiene cuando se enoja, Fajín.

Secóse Fajín la frente inundada de sudor y sonrió complacido. La terminación de la escena, su poquito movida, no pudo menos de producirle satisfacción, aunque a decir verdad ni él, ni Sikes, ni los muchachos daban importancia a incidentes como el pasado, demasiado frecuentes en la casa.

—No hay cosa peor que tener que tratar con mujeres —observó Fajín—. El demonio sin duda fue quien las puso en el mundo; pero son tan astutas, que estoy por decir que liada podríamos hacer sin ellas los hombres... ¡Bates! Acompaña Oliver a su cama.

—Supongo que mañana no deberá ponerse el traje de señorito acomodado, ¿verdad, Fajín? —preguntó Carlos Bates.

—No, no —contestó el judío, devolviendo el guiño con que Bates acompañó su pregunta.

Bates, contento con la comisión que acababan de confiarle, tomó la vela y condujo a Oliver a la cocina, donde había dos o tres camas de las que ya antes había ocupado Oliver. Una vez allí, el gracioso Bates, después de reír a su sabor, devolvió a Oliver la misma ropa de que con tanto placer se despojara en la casa del señor Brownlow, ropa que había comprado el judío, y que fue la pista, el hilo que condujo a sus enemigos en sus pesquisas.

—Quítate el vestido nuevo —dijo Bates—. Fajín cuidará de él. ¡Ja, Ja, ja, ja! ¡La broma no puede ser más divertida!

Oliver obedeció, bien contra su voluntad. Bates, haciendo un lío de la ropa nueva de Oliver lo colocó bajo el brazo y salió dejando al prisionero a obscuras y cerrando con llave la puerta.

Las risotadas de Bates, y la fresca voz de Belita, que no pudo llegar con mayor oportunidad para rociar con agua fresca la cara de su amiga desmayada y para desempeñar otros menesteres propios de manos femeninas, hubieran bastado y aun sobrado para disipar el sueño de otras personas puestas en circunstancias menos tristes que las en que Oliver se encontraba colocado inopinadamente; pero, como nuestro héroe estaba rendido, quebrantado, molido a golpes y extenuado, no tardó en dormirse profundamente.

Capítulo XVII

La suerte siempre infausta de Oliver lleva a Londres a un personaje que se complace en difamarle

En todo buen melodrama deben alternar las escenas trágicas con las cómicas, de la misma manera que todo jamón bien preparado ofrece una combinación regular de capas blancas y capas encarnadas. El héroe que acabamos de ver tendido sobre un mísero jergón de paja y agobiado bajo el peso de las cadenas y de los infortunios, abre de par en par las compuertas de nuestros ojos, y en la escena siguiente, su fiel escudero, ignorante de la suerte de su señor, nos entretiene y alegra con un canto cómico. Aquí vemos, con emoción intensa, a la heroína entre las garras de un conde cruel y orgulloso, expuesta a perder el honor y la vida y blandiendo afilada daga merced a la cual intenta salvar el uno a costa de la otra, y en el momento crítico, cuando el interés ha llegado a su punto culminante, suena un silbido y hétenos transportados de repente al gran salón del castillo, donde un senescal de larga cabellera gris entona una cantiga graciosísima rodeado de nutrido grupo de vasallos, más graciosos aún que la cantiga, cuyo oficio es cantar y trinar perpetuamente a coro en iglesias, palacios y teatros.

Habrá quien tenga por absurdas tan bruscas mutaciones; y, sin embargo, preciso es convenir que no son tan inverosímiles como a primera vista pudiera creerse. De continuo nos ofrece la vida real transiciones no menos bruscas, contrastes no menos vivos. Es muy frecuente pasar desde un salón de baile a un lecho de muerte, cambiar de la noche a la mañana los negros crespones indicadores de duelo y de quebranto por las vistosas galas símbolo de la alegría y del contento.

No existe en ello más que una diferencia, bien que diferencia de mucha entidad: en este caso último somos nosotros los actores y en el primero los espectadores. En la vida mímica del teatro, los actores no tienen ojos para ver las transiciones violentas y los ímpetus de súbita cólera y explosiones repentinas de dolor o de pasión, transiciones, ímpetus y explosiones que, servidos a meros espectadores, son desde luego condenados como absurdos e inverosímiles.

Tal vez haya quien asegure que este breve preámbulo es innecesario, pero en todo caso, debe considerarse como una manera delicada de advertir a los lectores que se les va a conducir otra vez a la ciudad natal de Oliver, porque hay muy buenas razones para emprender este viaje.

Con los primeros rayos del sol salió una mañana del hospicio egregio el señor Bumble. Avanzó con paso majestuoso y digno por la Calle Alta. La altivez, el orgullo de su alto cargo resplandecían en su persona. Los rayos tangentes de un sol matinal se quebraban su tricornio y era de ver el aire suelto con que manejaba el bastón emblema de poderío y de autoridad. Siempre caminaba el señor Bumble con la cabeza erguida, pero la mañana a que se refiere este párrafo la llevaba más enhiesta que nunca. Reflejaban abstracción sus ojos y la elevación su frente, signos inequívocos para cualquier observador que la imaginación del bedel elaboraba pensamientos demasiado abstrusos e importantes para ser comunicados a nadie.

No se detuvo el señor Bumble en el camino para charlar con los vendedores de tres al cuarto que respetuosos le saludaban o le dirigía la palabra. Limitábase a contestar su saludo con una ligera inclinación de cabeza y seguía adelante con el mismo paso digno y reposado, que no interrumpió hasta llegar a la granja-sucursal del hospicio, dirigida con solicitud verdaderamente parroquial por la buena señora Mann.

—¡Maldito sea el condenado bedel! —exclamó la señora Mann al oír la impaciencia con que llamaba a la verja—. ¡No puede ser otro que él! ¡Oh, señor Bumble! —gritó alzando la voz— ¡Quién había de pensar que era usted!... ¡Qué placer me produce su visita!... ¡Entre usted... entre en el salón!

Las frases primeras fueron dirigidas a Susana; y las de júbilo y regocijo al bedel, mientras la tierna señora Mann abría la verja de entrada e introducía a Bumble, con tanta atención como respeto, en el interior de la casa.

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