Oliver Twist (18 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Oliver Twist
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—¡Angelito! —exclamó la buena anciana, siguiendo a Oliver con la vista—. No puedo decir por qué, pero hubiera deseado que no saliera de casa.

El muchacho, que llegaba a la esquina volvió la cabeza y sonrió a la señora Bedwig antes de doblarla. Esta devolvió la sonrisa y, cerrando la puerta, subió a su habitación.

—Vamos a ver —dijo Brownlow, sacando el reloj del bolsillo y poniéndolo sobre la mesa—. Estará de vuelta dentro de veinte minutos a lo sumo: ya habrá anochecido entonces.

—¿Pero espera usted que vuelva? —preguntó Grimwig.

—¿Lo duda usted? —replicó Brownlow sonriendo.

El espíritu de contradicción respiraba con fuerza en aquel momento en el pecho de Grimwig, pero aún le dio mayores proporciones la sonrisa de confianza de su amigo.

—¡Lo dudo, sí! —respondió, descargando otro puñetazo sobre la mesa—. No sólo lo dudo: afirmo que no volverá. El muchacho lleva un traje nuevo, algunos libros de valor, y un billete de cinco libras en el bolsillo. Desde aquí irá en derechura a encontrar a sus antiguos amigos los ladrones, y todos se burlarán de usted. ¡Si ese muchacho vuelve a aparecer por esta casa, me como mi cabeza!

Pronunciadas estas palabras, acercó su silla a la mesa, y los dos amigos guardaron silencio, fijas sus miradas en la esfera del reloj que tenían delante.

Bueno será hacer constar, a título de ejemplo que pone de relieve la importancia que el hombre suele conceder a sus apreciaciones y el orgullo con que ve confirmadas por los hechos conclusiones temerarias y hasta odiosas que se permitió aventurar, que el señor Grimwig, no obstante su buen corazón, que bueno lo tenía de veras, y el pesar sincero que le proporcionaría ver engañado y estafado a su amigo, en aquel momento deseaba de todas veras y con toda su alma que Oliver Twist no volviera.

La noche fue llegando por sus pasos contados. Apenas se distinguían ya las agujas del reloj; pero los dos caballeros continuaban inmóviles y silenciosos, con los ojos clavados en el reloj.

Capítulo XV

Que prueba cuánto querían a Oliver Twist el gracioso viejo judío y la señorita Anita

En la obscura y hedionda sala de una taberna situada en una de las calles más pobres de Little-Saffron-Hili, guarida tenebrosa donde durante el verano no recibe la visita de un solo rayo de sol, hállase sentado frente a un jarro de latón y un vasito de vidrio, ambos impregnados de fuerte olor a alcohol, un hombre que viste casacón de terciopelo de color pardusco, calzón, medias y medias botas, en quien cualquier agente de policía poco experto, aun a la media luz de la estancia, hubiera reconocido sin dificultad a Guillermo Sikes. Tendido a sus pies, había un perro de capa blanca y ojos colorados, que ora miraba a su amo, ora lamía una herida sanguinolenta que presentaba su hocico, prueba inequívoca de alguna riña reciente.

—¡Te estarás quieto, maldito! —exclamó Sikes, rompiendo un silencio que perduraba desde mucho antes de presentarlo a los lectores.

Aquel hombre meditaba, parecía absorto en hondas preocupaciones; esto es indudable; pero en cambio ofrece dudas muy serias, tan serias que las dejo a la consideración del lector decidir si las meditaciones de aquel hombre eran de tal naturaleza que el movimiento de los ojos de un perro bastaba para interrumpirlas, o bien en sus operaciones discursivas influían tan poderosamente sus sentidos, que exigían aquéllas ir acompañadas de sendas patadas propinadas al inofensivo can. La causa podía ser una u otra; pero el efecto era el mismo: patadas y blasfemias descargadas simultáneamente.

Por regla general, no suelen vengar los perros las injurias que de sus amos reciben, pero el del distinguido señor Sikes, acaso por ser de genio tan irascible como su amo, acaso resentido en aquellos momentos por recientes detrimentos recibidos en su integridad perruna, es lo cierto que, perdidos todos los miramientos, hincó con rabia sus colmillos en la media bota de su amo. Tirada una dentellada soberbia, se retiró gruñendo, buscando debajo de un banco protección contra el jarro de metal que Sikes había lanzado sobre su cabeza.

—Te atreves a morderme, ¿eh? —gritó Sikes, abriendo con calma siniestra una navaja descomunal que sacó de uno de los bolsillos—. ¡Ven acá, demonio! ¿No oyes?

El perro debía oír perfectamente, pues el señor Sikes hablaba con voz potente y había apelado al registro más alto, pero como el perro, por motivos que él se sabría, no estaba al parecer muy dispuesto a que le rebanasen la cabeza, permaneció donde estaba gruñendo con mayor fiereza que nunca, enseñando los colmillos y clavando su hermosa dentadura en las patas del banco.

La resistencia del animal no sirvió sino para exasperar más y más a Sikes, quien, poniéndose de rodillas, dio comienzo a un ataque formidable contra el perro. Saltaba el can de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, aullando, gruñendo y ladrando furioso. Sikes alternaba las puñaladas con las imprecaciones o simultaneaba las segundas con las primeras, y la contienda amenazaba tener un desenlace enojoso para uno de los dos contendientes, cuando se abrió bruscamente la puerta, y el perro huyó no menos bruscamente, dejando a Sikes con la navaja en la mano.

Dicen, y dicen bien, que para reñir precisa que haya dos contendientes. Si Guillermo Sikes hubiera quedado solo, la contienda hubiese terminado con la fuga del perro, pero como la puerta había sido abierta por alguien, con este alguien quiso Sikes desfogar su cólera.

—¿Quién demonios viene a interponerse entre mi perro y yo? —rugió Sikes, haciendo un gesto amenazador.

—Ignoraba que estuviese usted ocupado, amigo mío... no lo sabía —contestó el judío Fajín con humildad extraordinaria, pues Fajín era quien acababa de entrar.

—¿Que no lo sabías, viejo ladrón? —tronó Sikes—. ¿No oíste el estrépito?

—Nada he oído: es tan cierto como lo digo, Guillermo.

—Puede que tengas razón, que no hayas oído nada —replicó Sikes con sonrisa siniestra—; pero en cambio tienes habilidad bastante para meterte en todas partes sin que nadie te oiga. Hubiera querido que fueras mi perro hace un minuto, Fajín.

—¿Por qué? —preguntó el judío, riendo con risa forzada.

—Porque el Gobierno, que protege las vidas de miserables como tú, consiente que un hombre mate a cuantos perros le venga en gana: ya lo sabes —replicó Sikes cerrando la navaja.

El judío tomó asiento frente a la mesa, y frotándose las manos, aparentó reír los chistes de su interlocutor, aunque lo cierto es que no estaba muy a su gusto en su compañía.

—Ríe, ríe —gruñó Sikes, mirando despectivamente al judío—; ríe cuanto quieras, aunque te aseguro que no has de reírte nunca a mi costa, como no sea escondiendo antes tu cabeza bajo un saco de tela gruesa. Te tengo bajo mi férula, Fajín, y... bajo ella continuarás estando mucho tiempo. Si me muevo yo, te moverás tú; si yo estoy inmóvil, inmóvil estarás tú; ya lo sabes. ¡Cuidadito, pues!

—Está bien, amigo mío, está bien. Todo eso lo sé... Tenemos... tenemos interés recíproco, Guillermo... interés mutuo.

—¡Hum! —murmuró Sikes, como queriendo dar a entender que el interés era mayor por parte del judío que por la suya. ¡Al grano! ¿Qué quieres decirme?

—Que todo sale a las mil maravillas, y que aquí está la parte que corresponde a usted. Es mayor de lo que debería ser, amigo mío; pero ya sé que en otra ocasión sabrá compensarme...

—¡Vaya, vaya! ¡Me molestan las tonterías! —interrumpió Sikes—. ¿Dónde está mi parte? ¡Venga pronto!

—¡Conformes, conformes, Guillermo!, pero déjeme un poquito de tiempo. He aquí el paquetito, sano y salvo.

Acompañando el judío la acción a la palabra, sacó del seno un pañuelo viejo, y desatando un nudo que había en una de sus puntas, exhibió un paquetito envuelto en papel basto, que Sikes le arrebató presuroso de la mano.

—¿Es esto todo? —Preguntó, desgarrando la envoltura y contando las monedas de oro que aquélla contenía.

—Cabal —contestó el judío.

—¿No se te habrá ocurrido la idea de desliar el paquetito por el camino y tragarte una o dos monedas? —preguntó Sikes con expresión de recelo—. No te hagas el ofendido, granuja, que más de una vez lo has hecho. ¡Anda! ¡Tira de la repicadora!

La frase, traducida al lenguaje corriente, significaba que hiciera sonar la campanilla. Obedeció Fajín, y al llamamiento entró otro judío, más joven que el que acompañaba a Sikes, pero de aspecto no menos innoble y repulsivo que el de aquél.

Sikes se limitó a extender la mano hacia el jarro vacío. El judío, comprendiendo perfectamente la señal, salió para llenarlo de nuevo, no sin cambiar antes una mirada extraña con Fajín, quien alzó los ojos durante una fracción de segundo como si de antemano supiera que su compatriota había de mirarle, e hizo al propio tiempo un movimiento de cabeza tan imperceptible, que seguramente hubiera pasado inadvertido a cualquiera que estuviese observando. No reparó en ello Sikes, ocupado entonces en arreglar el lazo de uno de sus zapatos destrozado por el perro. Es más que probable que de haber reparado en aquel cambio de señales, no hubiera augurado nada bueno.

—¿Quién hay por aquí, Barney? —preguntó Fajín sin alzar los ojos del suelo, pues sabía que Sikes le observaba.

—Ni un alma —respondió Barney, cuyas palabras ignoramos si partían del corazón o de otra parte, pero desde luego aseguramos que salían por la nariz.

—¿Nadie? —preguntó Fajín con expresión de sorpresa, que acaso iba encaminada a indicar a Barney que podía decir la verdad.

—Nadie más que la señorita Anita —contestó Barney.

—¡Anita! —exclamó Sikes—. ¿Dónde está? ¡Ciegue yo ahora mismo si no rindo a esa joven el honor a que sus talentos naturales la hacen acreedora!

—Está tomando una ración de ternera guisada —contestó Barney.

—Envíamela inmediatamente —repuso Sikes sirviéndose otro vasito de licor—. Hazla venir.

Barney miró con timidez a Fajín como solicitando permiso, pero, como el judío no alzara los ojos del suelo ni despegara los labios, salió aquél para volver poco después acompañando a Anita, la cual venía ataviada con gorro, delantal, cesta y una llave enorme en la mano.

—¿Estás sobre la pista, Anita? —preguntó Sikes, ofreciéndole un vasito.

—Sobre la pista estoy, Guillermo —respondió la joven—, vaciando el vasito—. Encontré la pista, y por cierto que me he cansado más de la cuenta. El bribonzuelo ha estado enfermo, ha permanecido recluido en la casa y...

—¡Ah, Anita querida! —exclamó el judío—. ¡Mi querida Anita!

No me atreveré a asegurar si la contracción especial que sufrieron las rojas cejas del viejo judío y el guiño apenas perceptible de sus pequeños ojos hundidos profundamente en sus órbitas dieron a entender a la joven que procurara ser poco comunicativa: son detalles esos que apenas si tienen importancia. Lo que a la exactitud de la narración interesa son los hechos; y los hechos, mejor dicho, el hecho fue que la joven cortó en redondo las explicaciones y que, después de prodigar a Sikes sonrisas llenas de gracia, cambió bruscamente de conversación. Al cabo de unos diez minutos, el buen Fajín sufrió un acceso de tos, visto, mejor dicho oído lo cual, la caritativa Anita echó sobre sus hombros su propio chal y manifestó que era hora de recogerse. Sikes manifestó que él debía seguir durante un buen trecho la misma dirección, y que, por tanto, tendría el placer de acompañarla; en consecuencia, salieron juntos, seguidos a corta distancia por el perro, que salió de un corral próximo cuando su dueño se hubo alejado.

El judío asomó la cabeza por la puerta de salida, siguió con la vista a Sikes mientras éste se perdía en las obscuridades del lóbrego pasadizo, amenazóle con el puño cerrado murmurando al propio tiempo horribles imprecaciones, y luego, plegados sus labios en una sonrisa siniestra, sentóse frente a la mesa y no tardó en absorberse en la lectura interesante de una revista.

Mientras en la taberna tenía lugar la escena que dejo descrita, Oliver Twist, sin soñar siquiera que pudiera estar tan cerca como estaba del judío de las marrullerías, se encaminaba a buen paso a la tienda del librero. Al llegar a Clerkenwell, tomó, sin darse cuenta, una calle que no debió tomar, pero como no se percató de su equivocación hasta que había recorrido la mitad de la misma, y supuso por otra parte que apenas si le alejaba de la dirección exacta, consideró inútil retroceder y prosiguió avanzando con toda la ligereza posible, con el paquete de los libros bajo el brazo.

Andaba contento, pensando en el bienestar que su nueva situación le proporcionaba y en el placer que le proporcionaría ver al pobre Ricardito, quien probablemente en aquel momento mismo estaría muerto de hambre y molido a palos llorando con amargura, cuando disipó estas meditaciones el grito de una joven, que exclamó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Hermano querido!

Sin que Oliver tuviera tiempo de alzar los ojos, se encontró preso entre dos brazos que rodearon su cuello.

—¡Déjeme usted! —dijo Oliver, pugnando por desprenderse—. ¿Quién es usted? ¿Por qué me detiene?

Por toda contestación, la joven que estrechaba a Oliver entre sus brazos, joven que llevaba en una mano una cesta y en la otra una llave descomunal, dejó escapar de sus labios un verdadero diluvio de lamentaciones y quejas, pero a grito herido.

—¡Oh! ¡Gracias, Dios mío! —gritaba—. ¡Le encontré al fin! ¡Oh, Oliver... Oliver! ¡Qué de sufrimientos, qué de agonías por tu culpa, cruel! ¡Vamos a casa, querido, vamos a casa! ¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué felicidad haberle encontrado! ¡Gracias, Dios mío, gracias!

Lanzadas al viento las exclamaciones que dejo copiadas, y otras que no copiaré, tan incoherentes como las primeras, la joven continuó alternando los gritos con los suspiros y acabó por ser presa de tan violento ataque de nervios, que dos mujeres de las que habían acudido a los gritos se creyeron en el caso de preguntar al mozo de un tablajero, cuya cabellera hirsuta y crespa rezumaba el sebo con que su propietario solía frotarla, si no sería mejor que permanecer allí como un pasmarote correr en busca de un médico, a lo que contestó el de la cabeza sebosa, más aficionado por lo visto a mirar que a correr, que a su juicio no eran necesarios los auxilios de la ciencia médica.

—¡No, no! —exclamó la joven, asiendo con fuerza la mano de Oliver—. ¡No hay necesidad! Esto no es nada... Me siento ya mejor. ¡Vamos, vamos a casa, ingrato!

—¿Pero qué es lo que pasa? —preguntó una de las curiosas.

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