Authors: Charles Dickens
—¡Oh! —respondió la joven—. Que se escapó hace ya un mes de su casa, dejando desesperados a sus padres, personas honradas y trabajadoras, para correr a sus anchas en compañía de una cuadrilla de pilletes tan malos como él: ¡Oh! ¡Su madre ha estado a punto de morir de dolor!
—¡Tunante! —exclamó una mujer.
—¡A casa, bribonzuelo! —añadió otra.
—Esta joven se equivoca —replicó Oliver, comenzando a alarmarse—. Debe confundirme con otro, pues no la conozco siquiera. Además: no tengo hermanas, ni madre ni padre. Soy huérfano y vivo en Pentenville.
—¡Habráse visto desvergüenza!, —exclamó la joven.
—¡Cómo! ¡Si es Anita! —dijo Oliver, viendo la cara de la joven y retrocediendo un paso sin poder disimular su asombro.
—Ya están ustedes viendo cómo me conoce —arguyó Anita, dirigiéndose a los curiosos. No ha podido sostener su negativa. Oblíguenle a venir conmigo, buenas gentes, si quieren evitar que su pobre madre muera de dolor y yo me desespere.
—¡Pero qué diablos es esto! —gritó un hombre, saliendo bruscamente de una cervecería, seguido por un perro blanco—. ¡Toma! ¡Pues si es Oliver! ¡Anda! ¡Vete con tu pobre madre, granuja! ¡A casa inmediatamente!
—¡No es verdad... no les conozco! ... ¡Socorro! ¡Socorro! —gritó Oliver intentando desasirse de la poderosa zarpa de aquel hombre.
—Socorro, ¿eh? —repitió el intruso—. ¡Yo te socorreré, pillete! ¿Qué libros son ésos? ¿Dónde los ha robado? ¡Vengan aquí!
Mientras de esta suerte increpaba al muchacho, arrebatóle el paquete de libros y con el mismo le golpeó la cabeza.
—¡Así se hace! —gritó un hombre desde una ventana—. No hay medio mejor para hacer entrar en cuerda a esos granujillas.
—¡El Evangelio! —terció un carpintero dirigiendo una mirada de aprobación al de la ventana.
—Eso le servirá de lección provechosa —dijeron dos mujeres.
—Y más si la lección se prolonga —repuso el de los golpes, administrando al muchacho un par más y agarrándole por el cuello—. ¡A casa, malvado! ¡A ése,
León,
a ése... ¡Cuidado con el perro, muchacho, que tiene malas pulgas!
Debilitado por efecto de la reciente enfermedad, aturdido por los golpes y desconcertado ante lo imprevisto del ataque, espantado por añadidura por los amenazadores gruñidos del perro y por la brutalidad de aquel hombre, y avergonzado al ver que todos los presentes por ladrón le tenían, ¿qué podía hacer el desventurado? Había cerrado la noche, no podía esperar socorros humanos, la resistencia era inútil.
Momentos después se veía arrastrado por un laberinto de callejas estrechas y solitarias a velocidad que imposibilitaba por completo la emisión de gritos en demanda de socorro. Verdad es que nada hubiera salido ganando si se le hubiese permitido gritar, pues nadie había por aquellos parajes dispuesto a prestárselo a ningún desgraciado.
Los faroles de las calles derramaban ya su incierta claridad. La señora Bedwin esperaba con ansiedad junto a la puerta de la calle. Veinte veces había salido el criado camino de la casa del librero por si daba con las huellas de Oliver, y los dos ancianos continuaban sentados frente a frente, inmóviles y silenciosos, fijos sus ojos en la esfera del reloj, que no veían, pues en la estancia en que se encontraban nadie había cuidado de encender luces.
De lo que aconteció a Oliver Twist después de haber sido reclamado por Anita
La madeja confusa de callejas sucias y estrechas vino a terminar en una explanada en la cual se veían diseminados varios corrales y otras indicaciones de ser aquél el mercado de ganados. Sikes acortó el paso al llegar al punto mencionado, disposición acertada, pues la muchacha estaba rendida y no hubiera podido continuar caminando con tanta prisa. Volvióse entonces hacia Oliver, y con el tono áspero que le era habitual, mandóle que tomara la mano de Anita.
—¿Oyes? —gritó Sikes, viendo que Oliver titubeaba y tendía alrededor sus miradas.
Encontrábanse en un sitio solitario, aislado, fuera de todo tránsito, y convencido Oliver de que la resistencia habría de ser inútil, alargó su mano que la muchacha agarró con fuerza.
—Dame la otra —gruñó Sikes, apoderándose de ella a la par que hablaba. —
¡León
... aquí!
El perro se acercó gruñendo.
—Escúchame bien —repuso Sikes, poniendo la mano desocupada en el cuello de Oliver—. Si habla una palabra, una sola, hazle presa aquí, ¿entiendes?
El animal gruñó por segunda vez, se lamió el hocico y miró a Oliver como deseando no esperar a que éste hablara para hundir sus colmillos en su garganta.
—¡Ciego me quede si no lo hace como se lo he mandado! —exclamó Sikes, contemplando al animal con sonrisa de feroz aprobación—. Ya sabes lo que te espera, amiguito, así que, llama si te atreves, que el perro te obligará a enmudecer. ¡Andando, y vivo, vivo!
El perro movió el rabo, único lenguaje que le estaba permitido, y lanzando otro gruñido a guisa de aviso saludable, echó a andar rompiendo la marcha.
Estaban cruzando Smithfield aunque hubiera podido ser la Plaza Gobernor sin que Oliver dijera lo contrario, sencillamente porque tan desconocido le era uno como otro sitio. La noche estaba obscura y brumosa. Las luces de las tiendas apenas si conseguían taladrar la densa niebla que por momentos se espesaba más, envolviendo a la ciudad en un sudario negro que acentuaba la depresión de ánimo y el espanto que inundaban el alma de Oliver.
Avanzaban presurosos cuando la campana de una iglesia dio la hora. A la primera campanada hicieron alto los dos conductores y volvieron sus cabezas hacia el sitio del que partía el sonido.
—Las ocho, Guillermo —dijo Anita, cuando calló la campana.
—¿Por qué me lo dices? —contestó Sikes—. Me parece que tengo buen oído, ¿no lo crees así?
—Pero no sé si lo habrán oído los otros —replicó Anita.
—Claro que sí; pues no faltaba más. La feria de septiembre era cuando me echaron mano, y te aseguro que hasta las trompetillas de a penique llegaron a mis oídos. Cuando me
enchiqueraron,
el tumulto y vocerío exterior eran tan ensordecedores, que aquella vieja cárcel parecía una tumba por su silencio. Te aseguro que no sé cómo no me rompí la cabeza contra las puertas de hierro.
—¡Pobres chicos! —exclamó Anita, vuelta aún hacia el sitio donde había sonado la campana—. En verdad que son simpáticos y dignos de mejor suerte.
—¡Así sois todas las mujeres! —replicó Sikes—. Conque simpáticos, ¿eh? ¡Muertos fuera mejor que estuvieran!
Sikes pronunció las últimas palabras con la entonación de quien reprime a duras penas un impulso de celos, y agarrando con más fuerza la mano de Oliver, ordenó a éste que echase a andar.
—Espera un momento —dijo Anita—. No tendría yo tanta prisa si fueras tú el que debías morir ahorcado en el punto y hora en que suene el reloj las primeras ocho campanadas, Guillermo, que en ese caso, me pasaría la vida rondando por estos lugares, aun cuando hubiera de caminar sobre espesa capa de nieve y no tuviera un chal con que abrigarme.
—¡Y que sacaría yo buen provecho de todo eso, como hay Dios! —exclamó Sikes, poco dado al parecer a lo sentimental—. Como no llevaras a prevención una buena lima y veinte varas de cuerda fuerte, me importaría tanto que rondaras por estos lugares como a cincuenta millas de distancia. ¡Vamos, vamos! Déjate de músicas, y no pierdas el tiempo diciendo necedades.
La joven rompió a reír a carcajadas, se arrebujó más en el chal, y echó a andar. Oliver, sin embargo, observó que su mano temblaba, y a la luz de un farol junto al cual pasaron pudo ver que su cara estaba blanca como un sudario.
La marcha continuó por espacio de media hora por parajes poco frecuentados. Fueron contadas las personas que nuestros excursionistas tropezaron, y aun éstas, a juzgar por sus trazas, debían pertenecer poco más o menos a la misma clase social que Sikes. Llegaron al fin a una callejuela obscura y sucia, prodigiosamente abundante en tiendas de ropavejeros. El perro se había adelantado un buen trecho, cual si supiera que la vigilancia era ya inútil, vino a detenerse frente a una puerta, cerrada al parecer y deshabitada. La casa en cuestión ofrecía aspecto ruinoso y sobre su puerta había un rótulo que anunciaba que estaba por alquilar, rótulo que llevaba allí seguramente muchos años.
—Todo va bien —dijo Sikes, después de mirar cautelosamente alrededor.
Anita se detuvo junto a una ventana y Oliver oyó el repique de una campanilla. Los paseantes nocturnos cruzaron la calle y esperaron algunos momentos debajo de un farol. Oyóse un cerrojo que se corría con precaución, y segundos después giraba silenciosa la puerta sobre sus goznes. Sikes agarró entonces por el cuello a Oliver, sin andarse con ceremonias, y lo introdujo en la casa. Anita penetró tras la pareja.
El patio estaba completamente a obscuras. La misma persona que había abierto la puerta volvió a cerrarla.
—¿Hay alguien? —preguntó Sikes.
—No —contestó una voz que Oliver creyó haber oído antes.
—¿Y el viejo? —repuso el ladrón.
—Escuchándonos, probablemente. La visita lo va a poner contento como unas castañuelas.
Oliver creía conocer aquella voz, pero las tinieblas no le permitían distinguir no ya las facciones, sino tampoco el bulto de quien hablaba.
—Que traigan una luz, o nos expondremos a rompernos la crisma o a atropellar al perro, en cuyo caso, no respondo de la integridad de nuestras pantorrillas.
—Un momento de paciencia y traeré luz —contestó la misma voz.
Sonaron pasos de alguien que se alejaba, y un minuto más tarde apareció la auténtica personalidad de Dawkins, alias
el Truhán,
llevando en la diestra una vela fija en la punta de un palo.
El caballerito sonrió irónicamente mirando a Oliver, y sin dignarse dar otras señales de reconocimiento, giró sobre sus talones haciendo a todos seña de que le siguieran. Bajaron una escalera, atravesaron una cocina desnuda de enseres y cacharros y, abriendo la puerta de una estancia subterránea y húmeda, excavada debajo de un corral, penetraron todos en aquélla, donde fueron recibidos con una salva dé risotadas.
—¡Hijo mío! ... ¡Hijo mío! —gritó Carlos Bates, de cuyos pulmones habían salido las carcajadas más sonoras—. ¡Aquí le tenemos!... ¡Oh! ¡La ovejita descarriada volvió al redil! ¡Mírelo, Fajín, mírelo! Yo no puedo... no puedo mirar su facha... ¡Sujétenme el vientre, por compasión, que voy a reventar de risa!
El buen Carlos Bates en su explosión de alegría, cayó por el suelo, donde permaneció más de cinco minutos revolcándose o pateando. Después, poniéndose en pie de un salto, arrancó el palo de las manos del
Truhán
y, aproximándose a Oliver, le examinó por delante y por detrás mientras el judío, gorro de dormir en mano, hacía mil y mil cómicas reverencias ante el desconcertado Oliver. El
Truhán
, en cambio, de carácter más melancólico que su compañero, poco propenso a la risa cuando ésta podía entorpecer los negocios, registraba mientras los bolsillos de Oliver con limpieza y asiduidad ejemplares.
—¡Hay que ver sus
trapos
, Fajín! —decía Bates, acercando tanto la vela a la ropa de Oliver que amenazaba prenderle fuego. ¡Hay que ver sus
trapos...
tela de lo más rico y divinamente cosidos! ¿Pues y sus zapatos? ¡Nada, nada! ¡Un caballerito completo! ¡Si hasta lleva libros!...
—Me encanta verte en estado tan próspero, querido —dijo el judío, haciéndole reverencias burlescas—. El
Truhán
te dará otro vestido a fin de que no estropees éste, que debes guardar para los días de fiesta. ¿Cómo no has escrito dos líneas, querido, anunciando tu llegada? Te habríamos preparado un banquete opíparo.
Bates se entregó a otro acceso de risa tan violento, que hasta Fajín perdió su seriedad y el
Truhán
se dignó sonreír. Verdad es que como en aquel momento preciso sacaba este último el billete de cinco libras del bolsillo del desventrado Oliver, cabe dudar si fue la risa de su camarada o el hallazgo del dinero lo que despertó su alegría.
—¡Hola! ¿Qué es eso? —preguntó Sikes, dando un paso rápido al frente al ver que el judío se apoderaba del billete—. Eso es mío, Fajín.
—¡No, no, amigo mío! —replicó el judío—. Es mío. Guillermo, mío; usted se quedará con los libros.
—Si te atreves a decir que eso no es mío... mío y de Anita, quiero decir, me vuelvo con el muchacho —gritó Sikes, encasquetándose el sombrero con ademán resuelto.
Estremecióse el judío, y Oliver se estremeció también, mas el motivo del estremecimiento no fue el mismo para los dos. Tembló el judío de ira porque vio perdido el billete, y tembló Oliver de alegría, porque creyó que el desenlace de la contienda sería su libertad.
—¡Vaya! —repuso Sikes—. ¿Me entregas eso? ¿Sí, o no?
—No es justo, Guillermo... ¿Verdad que no es justo, Anita? —preguntó el judío.
—Justo o no, repito que quiero ese billete —insistió Sikes—. ¿Crees por ventura que Anita y yo hemos venido al mundo para seguir la pista y secuestrar en plena calle a los muchachos que escapan de tus uñas? ¡Suelta la mosca, ladrón sin entrañas, si no quieres que acabemos muy mal!
A la par que Sikes dirigía al judío tan dulce y cariñosa representación, arrancaba el billete de entre el pulgar y el índice de la diestra de aquél, y escondía rápidamente el precioso papel, después de bien doblado, en una de las puntas de su corbata, donde lo anudó.
—Es el premio de nuestro trabajo —observó Sikes—, aunque bien seguro es que vale doble. Puedes quedarte con los libros, si eres aficionado a leer; caso que te molesten, no seré yo quien te impida que los vendas.
—¡Hermoso... interesantísimo! —exclamó Bates haciendo mil muecas y contorsiones, mientras aparentaba leer uno de los libros—. ¡Qué estilo tan sublime! ¿No es verdad, Oliver?
Al reparar en la expresión de desaliento de Oliver, Carlos Bates propenso a ver las cosas por el lado cómico y burlesco, sufrió el tercer acceso de hilaridad.
—Esos libros —contestó Oliver, juntando las manos en actitud suplicante— son del anciano excelente, del caballero compasivo que me recogió en su casa y que me cuidó y, atendió cuando yo moría como consecuencia de una fiebre violenta. ¡Por Dios santo, por lo que más quieran ustedes en el mundo, devuélvanselos juntamente con el dinero! ¡Reténganme aquí preso toda la vida, pero por compasión, devuélvanle lo que es suyo! ¡Creerá que le he robado, y la anciana que con solicitud tan tierna me atendió, y todos los de la casa, me tendrán por ladrón ¡Compadézcanse de mí, y devuelvan los libros y el billete!