Authors: Charles Dickens
—Señora Mann —comenzó diciendo el señor Bumble, no sentándose, sino dejándose caer de golpe en el sofá—, señora Mann, muy buenos días.
—Buenos días tenga usted, señor —contestó la señora Mann, prodigando sonrisas a su visitante—. Deseo que su estado de salud sea inmejorable.
—¡Así, así, señora Mann! —replicó el bedel—. La vida parroquial, señora Mann, no es lecho de rosas.
—¡Oh! ¡Ciertamente que no! ¡Son tantos los desgraciados a quienes hay que atender y cuidar! ...
—La vida parroquial, señora Mann —repuso el bedel, golpeando la mesa con el bastón—, es una vida penosa, sembrada de contrariedades y de disgustos; pero a bien que no me quejo, toda vez que a todos los altos funcionarios públicos ocurre lo propio.
La señora Mann, sin comprender muy bien lo que el bedel quería decir, alzó las manos al cielo y exhaló un suspiró muy hondo.
—¡Bien puede usted suspirar, señora Mann!
La buena señora, viendo que había estado acertada, suspiró por segunda vez, con gran satisfacción sin duda del alto funcionario público, quién, reprimiendo una sonrisa indiscreta y mirando con gravedad a su galoneado tricornio, dijo con voz campanuda:
—Señora Mann, voy a Londres.
—¡Dios nos asista, señor Bumble! —exclamó la señora Mann, retrocediendo asustada.
—A Londres, sí, señora —repuso el inflexible bedel—, en diligencia... yo y dos pobres, señora Mann. Va a entablarse una acción legal, y el Consejo de Administración me ha encargado que presente el asunto a la decisión de los tribunales. No ceso de preguntarme, señora Mann, cómo van a arreglárselas los jueces de Clerkenwell para salir airosos del paso, teniendo que habérselas conmigo.
—¡Oh, señor! ¡No extreme usted su severidad con ellos! —exclamó la señora Mann con acento entre lastimero y zumbón.
—La Sala de justicia de Clerkenwell ha provocado el asunto —replicó con majestad el señor Bumble—. Si la Sala de justicia de Clerkenwell tropieza con dificultades más insuperables de las que suponía para salir de su mal paso, a nadie más que a sí mismos deberán echar la culpa los que la forman.
Tanta resolución, tanta seguridad supo poner el señor Bumble en sus palabras, tanta amenaza, que la señora Mann retrocedió espantada.
—¿Y va usted en diligencia, señor? —preguntó al cabo de un rato—. Yo creía que la costumbre era transportar a los pobres en carreta.
—En carreta descubierta solemos llevarlos cuando están enfermos, señora Mann, sobre todo en días de lluvia, pues lo esencial es impedir que, al desmontar, cojan enfriamientos, siempre peligrosos.
—¡Ah!... —exclamó la señora Mann.
—Los asientos de los individuos de que ahora se trata nos han costado baratos —añadió el señor Bumble—. Ambos se encuentran en deplorable estado de salud, y hemos calculado que los gastos del viaje importarán dos libras menos que los de su entierro... suponiendo, como es natural, que podamos endosarlos a otra parroquia, que creo podremos, siempre que no se les ocurra la mala idea de morírsenos por el camino, aunque no es de esperar llegue a tanto su mala intención. ¡Ja, ja, ja, ja!
¡Cosa rara! El señor Bumble se permitió soltar la carcajada, bien que apenas sus ojos tropezaron el tricornio, se extinguió bruscamente aquélla y el rostro del bedel recobró la gravedad habitual.
—Estamos olvidando los negocios, señora Mann —dijo el bedel después de una pausa—. Aquí tiene usted el sueldo mensual que la parroquia le tiene asignado.
Así diciendo, el bedel sacó un cartuchito de monedas de plata y exigió a la señora Mann un recibo, que ésta se apresuró a escribir.
—Tiene muchos borrones, pero está en regla —dijo la encargada de la sucursal—. Muchas gracias, señor Bumble; le quedo muy reconocida.
El bedel contestó con una inclinación de cabeza a las exageradas cortesías de la señora Mann, y a continuación pidió noticias acerca de los niños confiados a sus maternales cuidados.
—¡Angelitos! —exclamó hondamente emocionada la mujer—. Todos siguen perfectamente... todos, excepto dos que murieron la semana pasada, y el pobrecito Ricardo.
—¿No mejora este último?
La señora Mann movió negativamente la cabeza.
—¡Es un expósito de pésima condición, de índole viciosa, de carácter rebelde! —exclamó el bedel con entonación colérica—. ¿Dónde está?
—Lo traeré al instante, señor... ¡Ricardito, ven enseguida!
No tardó la mujer en encontrar a Ricardito, a quien puso debajo de la bomba y secó bien con su mismo vestido antes de conducirlo ante la terrible presencia del respetable bedel.
El muchacho estaba pálido y extremadamente flaco; tenía las mejillas hundidas y sus grandes ojos brillaban allá en las profundidades del cráneo. Flotaban alrededor de su desmedrado cuerpo las pobres prendas de vestir regalo de la parroquia librea viviente de la miseria, y su miembros flaqueaban como los de un anciano decrépito.
Tal era el desventurado que, presa de temblor convulsivo provocado por la espantable persona del bedel, permanecía en pie sin osar alzar los ojos y temiendo oír la voz de aquél.
—¿No sabes mirar a este caballero, niño testarudo? —preguntó la señora Mann.
Alzó el niño la cabeza con timidez y su mirada se encontró con la del señor Bumble.
—¿Qué deseas, hijo de la parroquia? —preguntó el bedel con expresión burlona.
—Nada, señor —contestó con voz temblorosa el niño.
—Lo creo —terció la señora Mann—. Muy descontentadizo habías de ser para que pudieras apetecer nada.
—Desearía... no obstante... —balbuceó el niño.
—¡Cómo! —interrumpió la señora Mann—. ¿Serás capaz de decir que te hace falta algo? ¡Di, pillete deslenguado! ...
—¡Calma señora Mann, calma! —dijo el bedel, alzando la mano en señal de autoridad—. Desearías... ¿qué, caballerito?
—Desearía —tartamudeó el muchacho—, que alguien me hiciera la caridad de escribir algunas palabras en un pedazo de papel, y lo guardase cerrado y lacrado hasta después que me hayan enterrado.
—¡Cómo! ¿Qué quieres decir con esto, muchacho? —exclamó el señor Bumble, en cuyo pecho hizo alguna impresión al acento suplicante y dolorido del niño, no obstante estar muy habituado a incidentes análogos—. ¿Qué significan tus palabras, niño?
—Quisiera escribir algunas palabras de cariño al pobre Oliver Twist, haciéndole saber cuántas lágrimas he vertido al pensar en las muchas noches que habrá pasado a la intemperie, sin hogar donde cobijarse, sin alma caritativa que le tendiera una mano compasiva: quisiera también decirle —añadió el niño, agitando las manos y hablando con mucho fervor—, que es para mí un consuelo morir joven, pues si viviese mucho tiempo, si llegase a ser hombre, quizá mi hermanita, que está en el Cielo, me olvidara o no me reconociera cuando nos juntáramos. Vale más que nos encontremos allá arriba siendo niños los dos.
Bumble miró al diminuto orador de pies a cabeza, asombrado de lo que oía, y volviéndose al cabo de breves momentos hacia la señora Mann, dijo:
—¡Todos están contados por el mismo patrón, señora! ¡Ese pillete de Oliver los ha pervertido a todos!
—¡No lo hubiera creído nunca, señor! —exclamó la mujer juntando las manos—. ¡En mi vida vi muchacho de corazón más endurecido!
—¡Quítemelo de delante, señora! —gritó Bumble autoritariamente—. Hay que dar cuenta al Consejo de Administración.
—Espero que los señores consejeros comprenderán que la culpa no es mía —dijo la señora Mann lloriqueando.
—Lo comprenderán, señora; yo me encargo de hacerles ver con toda claridad el asunto... ¡Llévese a ese Pillete! ¡Quítemelo de delante, que no puedo soportar su presencia!
Ricardito fue llevado inmediatamente a la carbonera, donde quedó encerrado. Poco después se fue el señor Bumble para hacer los preparativos de viaje.
A la mañana siguiente, a las seis, Bumble, después de cambiar su tricornio por un sombrero redondo y de ponerse un capote azul con capucha, tomó asiento en la imperial de la diligencia con los dos
criminales
de quienes la Administración quería librarse.
Llegó a Londres sin más contratiempo que la detestable compañía de los dos pobres que se obstinaban en quejarse de frío, hasta el punto de hacer exclamar al bedel que le estremecían con sus lamentaciones, y que estaba helado de frío a pesar de su confortable capote.
Después de haberse desembarazado por la noche de aquellos dos seres desagradables, el señor Bumble se instaló en la misma hostería de la diligencia, y después de pedir una modesta comida, sentóse tranquilamente cerca de la chimenea para tomar un refrigerio. Cuando hubo concluido, entregóse a varias reflexiones morales sobre la culpable tendencia que tienen los hombres a murmurar y quejarse de su suerte. Finalmente cogió un diario y se dispuso a leer.
Lo primero que llamó su atención fue el anuncio siguiente:
«CINCO LIBRAS DE GRATIFICACIÓN»
«Un muchacho, llamado Oliver Twist, desapareció de su casa el jueves último por la noche, sin que desde entonces se hayan tenido noticias suyas. La gratificación mencionada se entregará a la persona que facilite informes merced a los cuales se pueda dar con el citado Oliver, o arrojen alguna luz sobre su historia pasada, que el autor de este anuncio, por varias razones, desea conocer.»
Seguía después una descripción detallada y minuciosa del traje de Oliver, de sus señas personales, de su aparición y desaparición y terminaba con las señas del domicilio del señor Brownlow y con el nombre y apellido de éste.
El bedel abrió los ojos admirado. Leyó el anuncio con calma y atención tres o cuatro veces, y antes que pasaran cinco minutos, caminaba en dirección a Pentonville, dejando intacto sobre la repisa de la chimenea el vaso de ginebra y agua, del que ni siquiera se acordó.
—¿Está en casa el señor Brownlow? —preguntó a la criada que salió a abrirle la puerta.
La criada contestó con esa evasiva tan corriente en la vida:
—No lo sé... ¿De parte de quién viene usted?
Apenas pronunció el señor Bumble el nombre de Oliver a guisa de explicación del motivo de su visita, la señora Bedwin, que ella era en persona la que había abierto la puerta, se apresuró a franquearle el paso.
—¡Entre usted... entre usted! —exclamó anhelante—. Me daba el corazón que tendríamos noticias suyas... ¡Pobrecillo! ... Me lo figuraba... lo consideraba seguro... ¡Entre usted!
Una vez dentro de la casa, la buena mujer se dejó caer sobre un sofá y comenzó a llorar, mientras una criada, menos impresionable que el ama de gobierno, subió corriendo a anunciar la visita, no tardando en reaparecer para rogar al señor Bumble, de parte del señor, que subiera inmediatamente. El bedel no se lo hizo repetir.
Condujeron al recién venido a un gabinetito reservado, donde encontró al señor Brownlow acompañado por su buen amigo Grimwig, ambos sentados frente a una mesa sobre la que se veían algunas botellas y vasos.
—¡Un bedel! —exclamó el señor Grimwig en cuanto divisó Bumble—. ¡Es un bedel de parroquia, me como mi propia cabeza!
—Le suplico, amigo Grimwig, que nos deje hablar sin interrumpirnos —dijo Brownlow—. Siéntese usted —añadió indicando una silla bedel.
Sentóse Bumble, intrigado por extrañas palabras pronunciadas por Grimwig. Brownlow, luego que colocó la lámpara en forma que la luz diera de lleno sobre el rostro desconocido, preguntó con cierta impaciencia:
—¿Viene usted a consecuencia anuncio inserto en los periódicos?
—Sí, señor —respondió Bumble.
—¿Y es usted bedel, verdad? —preguntó Grimwig, sin poder contenerse.
—Bedel de parroquia, caballeros —contestó con orgullo Bumble.
—¡Claro! —exclamó Grimwig—. ¡De sobra sabía yo que lo era! ¡Un bedel auténtico!
Brownlow, imponiendo silencio su amigo por medio de un movimiento de cabeza, repuso:
—¿Sabe usted dónde está en este momento ese pobre muchacho?
—Lo ignoro en absoluto, caballero.
—Entonces, ¿qué sabe usted a propósito? Hable usted, amigo mío sí es que tiene algo que decir. ¿Qué sabe?
—Me parece que no viene usted a decir nada bueno a su propósito —terció Grimwig con cáustica entonación, después de estudiar durante algunos segundos las facciones de bedel.
Bumble movió negativamente la cabeza con aire hipersolemne.
—¿Lo está usted viendo? —preguntó Grimwig a su amigo, con expresión de triunfo.
Brownlow dirigió al bedel una mirada de desconfianza, y le rogó expusiera con la concisión posible todo lo que supiera referente a Oliver.
Bumble dejó el sombrero en el suelo, se desabrochó el levitón, inclinó la cabeza, adoptó expresión reflexiva y, al cabo de algunos momentos, dio comienzo a su historia.
Sería inútil y pesado reproducir aquí un relato que duró veinte minutos largos. En resumen, vino a decir que Oliver era un expósito nacido de padres de baja ralea y de pésima condición; que desde que vino al mundo, el niño reveló hermosas disposiciones para todo cuanto fuera hipocresía, ingratitud y perversidad; que cerró su carrera en su país natal intentando asesinar de la manera más cobarde y villana a un niño inofensivo y huyendo a media noche de la casa de su amo. En apoyo de su aserto, el bedel dejó sobre la mesa los documentos que llevaba consigo y que demostraban que real y positivamente era Oliver la persona de quien tan pobres informes daba, después de lo cual, cruzándose de nuevo de brazos, esperó las observaciones que el señor Brownlow tuviera a bien hacerle.
—Mucho me temo —dijo el anciano con tristeza— que sea cierto cuanto usted me dice. Tome usted las cinco libras ofrecidas. No es grande el precio; pero con alma y vida la triplicaría si las noticias que usted me ha dado fueran más favorables al muchacho.
Es muy probable que Bumble, de haber sabido las disposiciones del señor Brownlow antes de dar comienzo a la conferencia, hubiera dado colorido distinto y hasta contrario a su historia. Era ya muy tarde: el daño no tenía remedio, y moviendo con gravedad la cabeza, el buen bedel guardó en el bolsillo las cinco libras y se retiró.
Por espacio de varios minutos estuvo el señor Bownlow paseando por la habitación con tal expresión de tristeza reflejada en su noble rostro, que Grimwig no se atrevió a vejarle con cuchufletas.
Cesó al fin en su paseo y acercándose al cordón de la campanilla, tiró de él violentamente.
—¡Señora Bedwin! —dijo no bien se presentó el ama de gobierno—. ¡Oliver es un impostor!