Oliver Twist (9 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Oliver Twist
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—¡Dios mío, Dios mío! —exclamó la señora Sowerberry, alzando, los ojos al techo de la cocina—. ¡He aquí las consecuencias de ser generosa!

La generosidad de la señora del funerario para con Oliver consistía en darle sin tasa todos los manjares inmundos y restos de comida que nadie hubiera querido; pero, dando pruebas de mansedumbre y abnegación sublimes, sufrió silenciosa la terrible acusación del bedel, no obstante creerse inocente de ella, de pensamiento, palabra y obra.

—¡Escuchad! —dijo el señor Bumble, obligando a la señora Sowerberry a bajar de nuevo los ojos—. Lo único que en este momento puede hacerse, en mi sentir, es dejarle en la cueva unos cuantos días, encomendando al hambre la tarea de amansarle, y sacarle luego para tenerle a gachas y agua todo el tiempo que dure su aprendizaje. ¡Índole excitable, señora, adquirida por herencia! La enfermera y el médico me han referido que su madre llegó aquí después de luchar con trabajos y fatigas tan grandes, que hubieran concluido muchas semanas antes con la vida de cualquier mujer sana y robusta.

En este punto estaba el discurso de Bumble, cuando Oliver, a cuyos oídos llegó lo suficiente para darse cuenta de que se hablaba de su madre, arreció en sus patadas contra la puerta con furia tal, que el estruendo ahogó la voz del bedel.

Entró en aquella coyuntura el señor Sowerberry, el cual, oída la historia del atentado de Oliver, historia que las mujeres ponderaron y adornaron con cuantas exageraciones creyeron indicadas para hacerle montar en cólera, abrió inmediatamente la puerta del sótano, agarró por el cuello al rebelde aprendiz, y le sacó a rastras a la cocina.

En la lucha se había hecho jirones la ropa de Oliver; tenía el rostro surcado por terribles arañazos y el cabello caía en desorden sobre su frente. Su cólera no había disminuido, sin embargo, y al salir de su encierro, lejos de parecer intimidado, miró con aire de reto a Noé y con valor indomable a los demás circunstantes.

—¡Eres un chico modelo, a fe mía! —exclamó Sowerberry, dando a Oliver un puñetazo terrible.

—¡Ultrajó a mí madre! —replicó Oliver.

—Y aunque así fuese, ¿qué? —terció la señora del funerario—. Por mucho y muy mal que sobre tu madre hablara, miserable expósito, se quedaría corto. Tu madre merecía mucho más.

—Eso no es verdad —replicó Oliver.

—Eso es verdad —insistió la señora Sowerbery.

—¡Miente usted, señora!

La señora del funerario rompió a llorar desconsolada.

Aquel torrente de lágrimas colocó a su marido en la necesidad de obrar. Si hubiera vacilado en castigar a Oliver más duramente, se habría acreditado de bruto, de esposo desnaturalizado, de ser despreciable que no tenía de humano más que el rostro, y de otras cosas más que me abstendré de mencionar, a los ojos de cualquier persona medianamente versada en los usos y costumbres establecidas de las reyertas conyugales. La justicia nos obliga a hacer constar que, en lo que de su autoridad, harto limitada por cierto, dependía, sentíase fuertemente inclinado a tratar con benignidad al muchacho, fuera porque el interés le indujera a ello, fuera porque su mujer aborrecía a aquél. Pero el río de lágrimas no le dejó otro recurso, y en consecuencia, administró a Oliver un correctivo tan eficaz, que hasta la buena señora Sowerberry hubo de darse por satisfecha e hizo inútil el uso del bastón parroquial del señor Bumble.

Oliver pasó el resto del día encerrado en la recocina sin más alimento que un pedazo de pan y un jarro de agua; y cuando cerró la noche, la señora del funerario, previas algunas observaciones poco lisonjeras a la memoria de su madre, hechas desde la cocina y sin abrir la puerta de comunicación, le puso en libertad para que fuera a dormir al sitio de costumbre.

Hasta que quedó solo en la tienda triste y silenciosa del funerario no se entregó Oliver a las reflexiones que los insultos y tratos crueles habían de despertar en el pecho de un niño, por niño que fuera. Había escuchado los insultos con desdén y recibido los golpes sin exhalar una queja, pues la ola de orgullo que se alzó en su corazón era más que bastante para impedir que diera salida a las quejas, aun cuando le hubieran asado vivo; pero en aquel momento se encontraba ya solo, nadie podía verle, nadie podía oírle, y cayó de rodillas, y escondió el rostro entre las manos, y vertió mares de amargas lágrimas, lágrimas de las que Dios concede al hombre como lenitivo de sus pesares, pero que rara vez tienen motivo para verter los niños de la edad de Oliver.

Largo rato permaneció el desventurado huérfano inmóvil, sin variar de actitud. Cuando se levantó, la vela estaba próxima a extinguirse. Oliver tendió sus miradas alrededor, escuchó con atención, descorrió sin ruido los cerrojos de la puerta, y miró a la calle.

La noche estaba fría y tenebrosa. Las estrellas centelleaban a muchísima mayor distancia de la tierra que otras veces. No hacía viento, y las sombras de los árboles, proyectándose sobre la tierra con persistente inmovilidad, tenían algo de siniestro y pavoroso. Sigilosamente volvió a cerrar la puerta, y aprovechando los últimos resplandores de la luz que expiraba en la palmatoria, colocó en un pañuelo los contados efectos de su pertenencia, se sentó en un banco, y esperó impaciente la llegada de la aurora.

No bien consiguió filtrarse por entre las hendiduras de la puerta de la calle el primer rayo de luz matinal, se levantó Oliver, descorrió nuevamente los cerrojos, dirigió tímidas miradas en su torno, titubeó algunos instantes, y se lanzó a la calle, cerrando la puerta tras sí.

Miró a derecha e izquierda, incierto acerca de la dirección que le convendría seguir, y recordando que los carromatos, al salir de la ciudad, subían penosamente la colina, emprendió el mismo camino, y al dar con unas veredas de travesía que sabía que le llevarían al camino real, aventuróse por ellas, no tardando en dar con aquél, por el cual avanzó con paso rápido.

Recordó perfectamente Oliver que, algún tiempo antes, había recorrido aquel mismo camino en compañía del señor Bumble, cuando éste fue a buscarle a la sucursal del hospicio, y sabía que, de continuar en línea recta, iba a parar a dicha casa. Esta idea perturbóle en tales términos, que a punto estuvo de volverse atrás. Pero había avanzado ya demasiado, y retroceder le haría perder un tiempo precioso. Además, era tan temprano, que apenas si existía peligro de que le viesen. Prosiguió, pues, su camino.

Llegado a la sucursal, no vio indicios de que ninguno de sus pequeños moradores se hubiera levantado a hora tan temprana. Oliver hizo alto y dirigió al jardín una mirada furtiva. Un niño estaba arrancando hierbajos. Como éste levantara en aquel punto la cabeza, Oliver reconoció en aquel pálido semblante a uno de sus antiguos camaradas. Alegróse infinito de verle, pues aunque de menos años que él, había sido su amiguito y compañero de juegos. Juntos habían compartido los castigos, el hambre y las miserias, y juntos habían sufrido encierros más de una vez.

—¡Silencio, Ricardito! —murmuró Oliver, al ver que su amiguito, llegándose corriendo hasta la verja del jardín, pasaba sus bracitos chupados por entre las barras—. ¿Se han levantado ya?

—Nadie más que yo —contestó el niño.

—A nadie digas que me has visto. Ricardito —prosiguió Oliver—. Me escapé, harto de palizas y crueles tratos, y voy a buscar fortuna lejos de aquí; ignoro dónde. ¡Pero qué pálido estás!

—Oí decir al médico que no tardaré en morir —contestó el niño con triste sonrisa—. Mucho me alegra verte, amigo mío; pero no te detengas: vete.

—¡Sí, sí! Me voy; pero no me despido de ti para siempre. Volveremos a vernos, Ricardito; me lo da el corazón, y entonces te encontraré contento y feliz.

—Esa esperanza abrigo; pero cuando haya muerto, no antes —replicó el niño—. Sé que el médico no se equivoca, Oliver, y lo sé, porque en sueños veo con frecuencia el cielo, los ángeles, caras hermosas y dulces como jamás tropiezan mis ojos cuando estoy despierto. ¡Dame un beso! —añadió el niño, trepando a lo alto de la verja y rodeando con sus brazos el cuello de Oliver—. ¡Adiós, querido amigo, adiós! ¡Que Dios te bendiga!

Aquella bendición salía de los labios de un niño, y era la primera que Oliver recibía. Jamás la olvidó en medio de las rudas pruebas y sufrimientos que la fortuna le tenía deparados, jamás se borró de su mente en los cambios, mudanzas y vicisitudes de la vida.

Capítulo VIII

Oliver va a Londres y tropieza en el camino con un caballerito singular

Oliver una vez se hubo despedido de su amiguito, volvió al camino real. Serían las ocho de la mañana, y aun cuando se había alejado ya una distancia de cinco millas de la ciudad, prosiguió la marcha, ora corriendo, ora escondiéndose detrás de los setos, hasta el mediodía, siempre temiendo ser perseguido y alcanzado. A la hora indicada se sentó junto a un poste para descansar, y comenzó a pensar por primera vez adonde debería dirigirse para ganarse el sustento.

El poste junto al cual se había sentado Oliver llevaba escrito con grandes caracteres que Londres distaba de aquel sitio setenta millas, y el nombre de la capital de Inglaterra dio rumbos nuevos a las ideas que bullían en el cerebro del niño. «¡Londres!... ¡Ciudad inmensa!... ¡Ni el mismo señor Bumble sería capaz de encontrarle allí!» Con frecuencia había oído decir a los pupilos antiguos del hospicio que ningún muchacho listo pasaba hambre en Londres, que aquella ciudad populosa brindaba ocupaciones y medios de vivir de los que ni idea podían formarse los que habían nacido y crecido en provincias. Aquél, pues, era el lugar indicado para un muchacho desvalido y sin amparo, condenado a perecer de hambre si no se le socorría. Dando mil y mil vueltas en su imaginación a estas ideas, Oliver se levantó y reanudó su penoso viaje.

En otras cuatro millas disminuyó la distancia que de Londres le separaba sin darse cuenta de los sufrimientos que le esperaban antes que llegase al término de su viaje. Al ocurrírsele esta reflexión, acortó un poquito el paso y comenzó a pensar en los medios de llegar a su destino. En el hatillo llevaba un mendrugo, de pan, dos pares de medias y una camisa bastante mala. Además, en el bolsillo guardaba un penique, propina con que le obsequió Sowerberry después de un funeral en el cual se portó el muchacho excepcionalmente bien. «Una camisa limpia —pensó Oliver—, es prenda de gran valor, como lo son también dos pares de medias recosidas y un penique; pero resultan socorros insuficientes para hacer un viaje de sesenta y seis millas, a pie, y en invierno» Oliver, quien, semejante a la mayor parte de los jóvenes, poseía una inteligencia clara y no carecía de ingenio para descubrir las dificultades, aunque se aturdía cuando de vencerlas se trataba, después de torturar en vano su imaginación en busca de remedio, echóse de nuevo el hatillo a cuestas y prosiguió su marcha.

Veinte millas anduvo aquel día Oliver, sin comer otra cosa que el mendrugo de pan ni beber más que algunos vasos de agua que de limosna le dieron en las casas de labor que junto al camino encontró. Cuando cerró la noche, entró en un campo y se acurrucó al abrigo de un almiar, donde esperó la llegada del nuevo día. Dominóle al principio un sentimiento de terror al oír los lastimeros quejidos del viento que pasaba sin encontrar obstáculos sobre aquellos dilatados campos desolados, al sentir las punzantes molestias del hambre y los rigores del frío, y sobre todo, al encontrarse más solo y abandonado que nunca; pero, como la caminata había rendido sus fuerzas, no tardó en dormirse y en dar al olvido sus pesares.

Despertó a la mañana siguiente entumecido de frío y con un hambre tan impaciente, que hubo de cambiar su penique por un panecillo en el primer pueblo que encontró. Sorprendióle la segunda noche cuando apenas si había recorrido doce millas. No había podido avanzar más, porque sus pies estaban hinchados y sus piernas tan débiles, que con dificultad podían sostener el peso de su cuerpo. Una noche más pasada a la intemperie concluyó con sus fuerzas, y cuando a la mañana siguiente intentó proseguir el viaje, a duras penas consiguió arrastrarse.

Esperó al pie de una colina el paso de alguna diligencia, resuelto a pedir una limosna a los viajeros. La diligencia llegó, en efecto, Oliver pidió una limosna, pero fueron pocos los viajeros que lo vieron, y los que en su persona repararon, contestáronle que esperase a que ganasen la cresta de la colina, y que entonces, según fuera la distancia que recorriera a la velocidad misma del coche, le darían medio penique. Intentó Oliver ganar el premio ofrecido, y al efecto echó a correr tras la diligencia; pero el cansancio y lo dolorido de los pies pudieron más que su voluntad, y hubo de detenerse incapaz de dar un paso más. El del medio penique volvió la moneda al bolsillo, diciéndole que era un perro holgazán que nada merecía, y la diligencia se alejó dejando tras sí al muchacho y levantando una nube de polvo.

En algunos pueblos de relativa importancia encontraba Oliver a la orilla del camino grandes cartelones en los cuales se anunciaba que toda persona que mendigase en su distrito sería conducida a la cárcel, prevención que asustaba tanto al desdichado, que procuraba salir de la jurisdicción de aquéllos con toda la prisa posible. En otros, buscaba la posada y, de pie en la entrada del corral, dirigía miradas lastimeras a cuantos acertaban a pasar por su lado, recurso que solía terminar con una orden dada por la posadera a los mozos de la casa de que echaran al desconocido que sin duda rondaba la casa con intención de robar alguna cosa. Si pedía una limosna a la puerta de una casa de labor, de cada diez veces nueve se encargaban de contestarle los perros, azuzados por el amo, y si se atrevía a asomarse a una tienda, resonaba inmediatamente en sus oídos el terrorífico nombre del alguacil, nombre que le ponía el corazón en la boca... única cosa que en ella había tenido en muchas horas.

De no haber sido por el buen corazón de un encargado del portazgo y la caridad de una pobre vieja, los sufrimientos de Oliver hubieran terminado como terminaron los de su madre, es decir, habría caído muerto sobre el camino real. El encargado del portazgo le dio un pedazo de pan y queso, y la anciana, que tenía un nieto caminando con los pies desnudos por tierras desconocidas después de haber naufragado el barco en que navegaba, apiadóse del pobre huérfano, dióle lo poco que tenía, y por añadidura, le prodigó palabras cariñosas y excelentes consejos, a lo cual añadió tantas lágrimas de simpatía, que el corazón del pobre muchacho se conmovió hasta el punto de hacerle olvidar por algunos instantes sus propios sufrimientos.

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