Authors: Charles Dickens
Por toda contestación, Oliver dio pruebas de desear con verdadero anhelo salir sin pérdida de segundo.
—Toma esta otra carta, aunque no sé si enviarla enseguida a su destino o si conviene diferirlo hasta que sepamos el estado de Rosa —añadió la señora Maylie reflexionando—. No la enviaría si no temiera una desgracia.
—¿Es también para Chertsey, señora? —preguntó Oliver, impaciente por desempeñar la comisión y tomando la carta con mano temblorosa.
—No —respondió la anciana, entregándosela automáticamente.
Oliver miró las señas, y vi que iba dirigida a Enrique Maylie residente en la morada de un gran señor del país.
—¿He de llevarla a su destino señora? —preguntó a Oliver.
—No; decididamente no; esperaré hasta mañana —contestó la dama quedándose con la carta.
Entregó un bolsito al muchacho quien sin detenerse un momento más, salió con cuanta prisa le fu posible.
A todo correr emprendió Oliver la marcha a través de los campo ora entre los crecidos trigos, ora atravesando barbechos, sin cruzar la palabra con los campesinos ni detenerse más que contados segundos y muy de tarde en tarde para tomar aliento, hasta que llegó, sudoroso, rendido y cubierto de polvo a la plaza de la aldea.
En ella hizo alto y tendió la vista en derredor buscando la posada. Vio un edificio blanco, una cervecería de paredes encarnadas y una casa consistorial pintada de amarillo, y de un ángulo, una casa de grandes proporciones, cuyas maderas eran todas verdes, sobre cuya puerta había un cartelón que, con letras muy grandes, decía:
EL JORGE
Hacia la casa grande enderezó Oliver la marcha no bien divisó la muestra. Expuso su deseo a un postillón que encontró en la puerta, quien una vez enterado le envió al mayoral, y éste, a su vez, después de escuchar su historia, le remitió al dueño del establecimiento. Era éste un hombre de aventajada estatura que llevaba corbata azul, sombrero blanco, calzón de paño burdo y botas de montar, el cual se encontraba recostado contra una bomba inmediata a la puerta de la cuadra, limpiándose la dentadura con un mondadientes de plata.
Este caballero, después de escuchar a Oliver, dirigióse al mostrador y, con cachaza ejemplar, escribió la cuenta, operación en la que invirtió mucho tiempo, y una vez preparada y pagada, mandó que ensillasen un caballo y que se vistiera un hombre, en lo cual se perdieron otros diez minutos muy cumplidos. Era tal la impaciencia que a Oliver devoraba, tan viva la inquietud que le aguijoneaba, que de buena gana hubiese montado a caballo y partido a galope hasta el primer relevo. Como tarde o temprano todo llega en este mundo, llegó el instante en que estuvo listo el caballo y en disposición de montar el jinete, y éste, después de recibir una pequeña valija con la carta, y muchas recomendaciones de que la llevase cuanto antes a su destino, puso espuelas a su corcel y partió a galope.
Siempre es motivo de satisfacción saber que se ha enviado a buscar socorro y que no se ha perdido el tiempo. Oliver salió de la cuadra y se disponía a franquear la puerta de la posada, cuando tropezó por casualidad con un hombre vestido de negro que entraba en aquel momento.
—¡Ah! —exclamó el desconocido, clavando sus ojos en Oliver y dando bruscamente un paso atrás—. ¿Qué diablos es esto?
—Perdone usted, caballero —contestó Oliver—. La prisa que llevo hizo que no le viera a usted.
—¡Mil rayos! —murmuró aquel hombre, mirando al muchacho con ojos centelleantes—. ¿Quién había de pensarlo? ¡Maldita sea su alma...! ¡Yo creo que si lo encerrasen en un panteón de mármol, de él saldría para interponerse en mi camino!
—¡Cuánto siento lo ocurrido, caballero! —balbuceó Oliver, aterrorizado al reparar en la mirada feroz del desconocido—. Sería para mí muy doloroso haberle hecho el menor daño.
—¡Ira de Dios! —barbotó el hombre, presa de furor violento y rechinando los dientes—. ¡Pensar que si hubiera tenido valor para pronunciar una sola palabra me hubiese visto libre de él para siempre en una sola noche! ¡Caiga una nube de maldiciones sobre tu cabeza, miserable, y lleve el demonio tu alma, impío! ¿Qué haces aquí?
El misterioso desconocido enarboló el puño crispado y lo agitó amenazador mientras pronunciaba las palabras incoherentes que quedan transcritas, y adelantaba con frente sañuda hacia Oliver, cual si su intención fuera asestarle terrible golpe; pero antes de llegar hasta aquél, cayó pesadamente en tierra, donde quedó revolcándose y echando espumarajos por la boca.
Quedóse Oliver contemplando las contorsiones espantosas de aquel loco (por loco le tuvo él, al menos), y luego penetró de nuevo en la posada pidiendo socorro a gritos. Luego que vio que el desconocido había sido entrado en la cocina, emprendió a todo correr el regreso a la casa de sus protectoras, ganoso de recobrar el tiempo perdido, y recordando, con muchísimo asombro y algún pavor, la conducta singular e inexplicable de la persona de quien acababa de separarse.
Verdad es que el incidente no ocupó mucho tiempo su imaginación, pues en la casa encontró sobrados motivos de preocupación que pusieron en fuga cuantos pensamientos de interés personal pudieran ocupar sus facultades.
Rosa se había agravado mucho, tanto, que antes de media noche, empezó a delirar. Ni un momento se separaba de la cabecera del lecho el médico del lugar, quien a las primeras de cambio declaró a la señora Maylie que la enfermedad era de gravedad extrema y que «era preciso, punto menos que un milagro, para salvar la vida de Rosa».
¡Cuántas veces, en aquella noche de agonías, se levantó Oliver de la cama y se deslizó cautelosamente hasta la escalera, para escuchar si salía algún ruido de la alcoba de la enferma! ¡Cuántas veces se estremeció de pies a cabeza, cuántas veces invadieron su frente calenturienta raudales de sudor frío, cuando súbito rumor de pasos le hacía temer que hubiera sobrevenido una espantosa desgracia! ¡Y qué valía el fervor de todas las plegarias que al Cielo había elevado en toda su vida, comparado con el que acompañó a las de aquella noche, al pedir la salud y la vida de la angelical criatura que se balanceaba sobre los negros abismos de la muerte!
La incertidumbre cruel, el temor, esa suspensión desgarradora que nos tortura cuando inmóviles junto a un lecho nos estremece el pensamiento de ver extinguirse la vida de una persona que amamos con ternura, los pensamientos desconsoladores que asaltan furiosos nuestra mente, dando violencia extrema a los latidos de nuestro corazón y dificultando nuestra respiración por efecto de las terribles imágenes que aquélla evoca, el ansia desesperada con que anhelamos
hacer algo
que mitigue el sufrimiento y atenúe el peligro contra el cual somos impotentes, el abatimiento, la postración que en nosotros produce el triste convencimiento de nuestra impotencia, son tormentos que con nada pueden compararse. ¿Cabe, en circunstancias tan críticas consuelos, reflexiones que contrarresten el oleaje de pena en que nos anegamos?
Alboreó el día siguiente, y en la casa, antes tan animada, habitan sentado sus reales la tristeza y el silencio. Las gentes hablaban en voz muy baja, a las puertas se asomaban vez en cuando rostros que reflejaban dolorosa ansiedad, y mujeres niños se alejaban bañados en lágrimas. Durante todo aquel día eterno y hasta después de haber tendido la noche sus negros tules sobre la tierra, Oliver permaneció en el jardín paseando lentamente, ora clavada la mirada en tierra, ora alzándola a las ventanas del cuarto de la enferma, siempre temiendo ver que se extinguía la luz débil que la iluminaba, porque sería señal de que la muerte, que por allí rondaba, había concluido por penetrar dentro Ya muy avanzada la noche llegó el señor Losberne.
—¡Triste, doloroso es decirlo! —exclamó el buen doctor—. ¡Muy triste... sí... pero queda muy poca esperanza!
Y a la noche sucedió el día. Alzóse el sol radiante, tan radiante como si no viniera a iluminar desgracias y dolores, o bien como si dichas o miserias fueran para él indiferentes.
Mientras las flores hacían ostentación de toda la riqueza de sus matices, mientras todo respiraba vida, pujanza, salud, alegría, la pobre Rosa moría por momentos. Oliver se encaminó al viejo cementerio, y sentado sobre una de las tumbas cubiertas de césped, lloró silenciosamente.
Tan bello, tan tranquilo era el escenario, tenía tanto brillo, tanto encanto el paisaje, dorado por los rayos del sol, tan hermoso despliegue de galas hacía la Naturaleza, era tan armonioso el canto de los pajarillos, tan rápido el vuelo de las cornejas que cruzaban por el espacio, respirábase, en una palabra, tanta vida, tanta alegría por doquier, que cuando Oliver elevó sus ojos, enrojecidos por el llanto, y los tendió en derredor, instintivamente se le ocurrió la idea de que con semejante tiempo y en semejante ocasión no cabía la muerte... que sería monstruoso que muriera Rosa cuando todos los seres, hasta los más humildes, derrochaban vida y alegría, que las tumbas abren heladas y tristes bocas en invierno, cuando la nieve las cubre a manera de sudario, mas no en verano, cuando la luz radiante del sol y la fragancia incitan a vivir. Hasta estuvo tentado a creer que los sudarios no están llamados a envolver más que a personas viejas, sin que nunca se les consienta ocultar bajo sus fúnebres pliegues la hermosura, la gracia y la juventud.
El fúnebre tañido de la campana de la iglesia vino a cortar con cruel brusquedad los pensamientos del muchacho... ¡Otro tañido!... ¡Otro!... ¡Doblan a muerto! Un grupo de aldeanos franquearon las puertas del lúgubre recinto... Llevaban cintas blancas, prueba de que el cadáver era de persona joven. Detuviéronse al borde de una sepultura, descubiertas las cabezas... Entre ellos iba una madre... ¡madre que había dejado ya de serlo!... Todos lloraban, y, sin embargo, el sol brillaba con el mismo esplendor, v los pajarillos, cantaban alegres, y la Naturaleza reía...
Oliver volvió a la casa, pensando en los muchos favores que la señorita le había prodigado y haciendo votos porque se le presentasen nuevas ocasiones de demostrar cuán grandes eran su gratitud y su adhesión. Nada tenía que echarse en cara con respecto a negligencias u olvidos por su parte, pues al servicio de su angelical bienhechora se había consagrado en absoluto, y, sin embargo, alzáronse ante sus ojos cien ocasiones en que creyó que pudo mostrar más celo, y muy de veras lamentó no haberlo mostrado.
Nuestro comportamiento para con las personas que nos rodean debiera ser objeto preferente de nuestras solicitudes, pues es bien cierto que cada muerte recuerda a los que sobreviven lo poco que hicieron, lo mucho que dejaron de hacer, la infinidad de cosas que olvidaron y la infinidad de las que por culpa nuestra mortificaron al ser querido que nos ha abandonado para siempre. No hay remordimientos más amargos que los producidos por faltas que no está en mano nuestra reparar: evitémoslas o reparémoslas cuando es tiempo, si queremos librarnos de sus lacerantes torturas.
Llegado a casa, encontró a la señora Maylie sentada en el recibimiento de confianza. Estremecióse Oliver al verla, pues como no se separaba un momento del lecho de su sobrina, tembló al pensar en las causas que pudieran haberla alejado. No tardó en saber que Rosa se hallaba sumida en un sueño profundo del que no despertaría sino para restablecerse y vivir, o para darles el postrer adiós.
Tomó asiento, y se pasó varias horas escuchando con ansiedad, sin osar pronunciar palabra. Sirvieron la comida, y la retiraron sin que ni la señora Maylie ni Oliver probaran bocado. Con mirada que revelaba que sus pensamientos estaban en otra parte, contemplaron cómo el astro rey se iba hundiendo poco a poco en el horizonte, cómo al fin envió la tierra esas tintas pálidas que son a manera de heraldos de su ocaso. A sus oídos atentos al menor rumor, llegó ruido de pisadas que se acercaban: ambos se precipitaron instintivamente hacia la puerta en el momento que en su marco aparecía el doctor Losberne.
—¿Y Rosa? —preguntó con afán la dama—. ¡Hable usted!... ¡Pronto, por favor! ¡Todo puedo resistirlo menos la incertidumbre! ¡En nombre del Cielo, hábleme con franqueza!
—¡Cálmese usted, mi querida señora! —contestó el doctor, sosteniéndola. ¡Tranquilícese... yo se lo suplico!
—¡Por Dios santo, déjeme salir! —exclamó la dama con voz desfallecida—. ¡Hija mía!... ¿Ha muerto, verdad? ¡Está agonizando!
—¡No, y mil veces no! —gritó el doctor con arrebato—. ¡Dios, tan bueno y misericordioso, quiere dejarla entre nosotros, para que le bendigamos y demos gracias durante muchos años!
Cayó postrada de hinojos la señora e intentó unir las manos; pero la energía que hasta entonces la sostuviera subió al Cielo envuelta en la primera plegaria que brotó de sus temblorosos labios, y cayó desvanecida en los brazos que se extendieron para recibirla.
Algunos datos preliminares acerca de un caballerito que se presenta en escena, y relato de una aventura ocurrida a Oliver
Aquella era demasiada felicidad. La inesperada nueva dejó a Oliver estupefacto, aturdido, sin lágrimas, sin voz, y sin posibilidad de permanecer sentado ni quieto. Hubo de salir corriendo a respirar el aire libre, sin comprender más que muy confusamente lo que había pasado, y hasta después de largo rato de ejercicio no se abrieron las compuertas de sus ojos para dar paso a las lágrimas de júbilo en ellos agolpadas, ni despertó de la especie de sopor letárgico en que parecía sumido, ni se dio cuenta cabal del feliz cambio producido, ni se libró de la agonía insoportable que oprimía y atenazaba su tierno corazón.
Era bien cerrada la noche cuando Oliver regresaba a casa, cargado de flores recogidas con cuidado especial para adornar el cuarto de la enferma. Mientras avanzaba por el camino con paso ligero, a sus espaldas el rodar de un coche que adelantaba a galope tendido. Volvió la cabeza y vio que era una silla de posta tirada por cuatro caballos que volaban. Como el camino era estrecho y el vehículo venía encima, hubo de pegarse casi a una puerta para dejarlo pasar.
Aunque la silla de posta pasó como una exhalación, pudo Oliver vislumbrar en su interior a un hombre tocado con gorro de dormir blanco, cuyas facciones le parecieron familiares, aunque sin llegar a identificarle. Un segundo más tarde asomaba por la portezuela de la silla de posta el gorro de dormir, y una voz estentórea daba al postillón orden de parar, orden que fue obedecida tan pronto como aquél logró contener a los caballos. Apareció inmediatamente de nuevo el gorro y sonó la voz estentórea llamando a Oliver por su nombre.