Authors: Charles Dickens
—No quisiera que sus palabras significaran que existe peligro de que muera, señor —dijo Giles temblando de miedo—. Si tal desgracia ocurriera, creo que jamás podría consolarme. Por todo el oro del mundo, señor, no querría... ni Britles tampoco, ser causa de la muerte de un niño.
—No se trata de eso —replicó con expresión de misterio el doctor—. ¿Es usted cristiano, Giles?
—Sí, señor... i por tal me tengo! —respondió Giles, poniéndose intensamente pálido.
—¿Y usted, muchacho, es también cristiano? —repuso, volviéndose hacia Britles.
—¡Dios santo, señor! —respondió Britles, dando un salto sobre su asiento—. Yo soy... lo que es el señor Giles, señor.
—Pues bien: contesten mi pregunta... los dos. ¿Se atreverían a asegurar bajo juramento que el herido que arriba sufre fue el que anoche penetró por la ventana? ¡Contesten!... ¡Pronto! ¡Nada de vacilaciones!
El doctor, cuya dulzura de carácter era universalmente conocida, puso en su pregunta acentos tan irritados, que Giles y Britles, cuyos cerebros no regían muy bien como consecuencia de la excitación, y más todavía de las libaciones, quedaron contemplándose uno a otro, perfectamente estupefactos y sin saber qué contestar.
—Tome usted nota de lo que contesten, alguacil —repuso el doctor—. Más adelante veremos qué resulta.
El alguacil, adoptando la actitud más digna que le fue posible, tomó el descomunal bastón que momentos antes había dejado reclinado indolentemente en un rincón de la chimenea.
—Se trata de una cuestión sencilla de identificación, conforme puede usted observar —añadió el doctor.
—Así es, señor —contestó el alguacil, tosiendo con desusada violencia.
No le faltaba motivo. Habíase engullido el resto del contenido del jarro de cerveza de un golpe, y el líquido equivocó el camino.
—Tenemos aquí una casa que ha sido objeto de un asalto —dijo el doctor—. Dos hombres vislumbran la silueta de un muchacho a través del humo de la pólvora y en circunstancias anormales, es decir, con muy poca luz y mucha excitación, consecuencia de la sorpresa.
A la mañana siguiente, se presenta en la misma casa un muchacho, y sin más razón ni motivo que tener el brazo vendado, esos hombres ponen sobre él sus manos violentas, comprometiendo muy seriamente su vida, y juran y perjuran que es el ladrón. Se trata ahora de saber si los hechos justifican y abonan la conducta de esos hombres, o en caso contrario, determinar la situación en que deben quedar colocados.
El alguacil hizo una inclinación profunda, y contestó que si la ley no estaba hablando en aquel instante por la boca del doctor, desearía saber cómo hablaba aquella señora.
—¡Pregunto por segunda vez! —tronó el doctor—. ¿Os atrevéis a asegurar, bajo juramento solemne que el herido que arriba yace es el ladrón?
Britles miró a Giles con expresión de duda; Giles fijó en Britles una mirada de indecisión. El alguacil colocó la mano detrás de su oreja con objeto de no perder palabra de la respuesta; las criadas y el calderero adelantaron sus cuerpos y el doctor dirigía a todos miradas penetrantes, cuando se oyó llamar a la puerta y llegó a oídos de los circunstantes el rápido rodar de un coche.
—¡La policía! —exclamó Britles, respirando con libertad.
—¿Qué policía? —preguntó el doctor, sin poder disimular su turbación.
—Los agentes de Bow Street, señor —respondió Britles tomando una palmatoria—. Yo y el señor Giles los enviamos a buscar esta mañana.
—¡Cómo! —exclamó el doctor.
—Sí —repuso Britles—. Envié el recado por conducto del mayoral de la diligencia, y ya me extrañaba que no hubiesen llegado todavía.
—¡Ah! ¿Disteis parte? ¡El diablo cargue con las diligencias... y con todos vosotros! —murmuró el doctor, saliendo de la cocina.
Situación crítica
—¿Quién llama? —preguntó Britles, abriendo un poco la puerta, piel, sin soltar la cadena.
—Abra usted —contestó una voz—. Somos los agentes de Bow Street a quienes enviaron a buscar esta mañana.
Tranquilo al oír aquellas palabra Britles abrió la puerta de par en par y encontróse frente a un individuo corpulento, envuelto en un levitón, que penetró en la casa sin hablar palabra y fue a limpiarse zapatos en la estera con el mismo desparpajo que si en su propia resistencia se encontrase.
—Que salga uno inmediatamente para revelar a mi compañero, que ha quedado en el carruaje —dijo el agente—. ¿Hay aquí cochera donde podamos colocar nuestro coche durante cinco o diez minutos?
Como Britles contestara afirmativamente, el del levitón salió a la verja del jardín y ayudó a su compañero a entrar el coche, mientras el que he mencionado en primer lugar les hacía luz presa de admiración. Colocado el coche, volvieron los tres a la casa y entraron en recibimiento, donde se despoja los dos agentes de sus levitones sombreros dejando al descubierto sus humanidades respectivas.
El que había llamado a la puerta era un personaje grueso y de estatura regular, de unos cincuenta años, pelo negro, muy espeso bien pobladas patillas, cara redonda y ojos de mirar penetrante; su compañero era alto, enjuto y huesudo, de pelo rojo, mala catadura, extraordinariamente arremangada, y mirada siniestra. Calzaba bota montar.
—Diga usted a su amo que es aquí Blathers y Duff —dijo el robusto, ahuecándose el pelo y dejando sobre la mesa un par de esposas—. ¡Ah! ¡Buenas noches, señor! ¿Me permitirá decir a usted dos palabras en secreto? —añadió, dirigiéndose al doctor, que llegó en aquel momento.
Por medio de un gesto indicó el doctor a Britles que se retirase, hizo entrar a las dos señoras, y dijo, indicando a la dama anciana:
—La señora de la casa.
Blathers hizo una reverencia. Se le indicó que tomase asiento y, dejando su sombrero en tierra, se arrellanó en una silla, diciendo a Duff que hiciera otro tanto. El caballero mencionado en último lugar, que, o no estaba acostumbrado a frecuentar la buena sociedad o bien no se encontraba a gusto entre personas elevadas, se sentó haciendo mil contorsiones y concluyó por meter el puño de su bastón en su boca, sin duda porque, en su turbación, no se le ocurrió otra cosa mejor.
—Con respecto al robo aquí cometido, señor —preguntó Blathers—, ¿tiene usted la bondad de explicarme las circunstancias que en el hecho concurren?
El doctor Losberne, quien al parecer no deseaba otra cosa que ganar tiempo, hizo un relato detalladísimo e interminable. Los dos agentes tenían aspecto de entender perfectamente, y de tanto en tanto cambiaban entre sí miradas de inteligencia.
—Nada puedo asegurar hasta tanto haya hecho una inspección ocular detenida, claro está —dijo Blathers—; pero me atrevo a decir... no me importa aventurar una opinión, que creo han de corroborar los hechos, me atrevo a decir que no es ningún novato el que ideó el golpe, ¿eh, Duff?
—¡Oh! Eso es indudable —confesó Duff.
—Traduciendo al lenguaje vulgar la palabra novato, a fin de que la comprendan las señoras, diré que este señor quiso significar que el robo no lo ideó ningún campesino —dijo el doctor Losberne sonriendo.
—¡Exacto! —exclamó Blathers—. ¿No pueden darnos más detalles?
—Ni uno —respondió el doctor.
—¿Qué hay sobre ese muchacho de que hablaron los criados? —preguntó Blathers.
—Nada absolutamente —contestó el doctor—. El miedo metió en la cabeza a uno de los servidores de esta casa la idea de que el muchacho en cuestión había tomado parte activa en el conato de robo, lo que, como ustedes comprenderán, es un absurdo, una majadería.
—Decirlo cuesta muy poco —terció Duff.
—Tiene razón mi compañero —dijo Blathers, haciendo con la cabeza movimientos de aprobación y jugueteando negligentemente con las esposas, que manejaba como si fueran unas castañuelas—. ¿Quién es el muchacho? ¿Qué antecedentes da de su persona? ¿De dónde ha salido? Porque supongo que no habrá caído de las nubes...
—Desde luego aseguro que no ha caído de las nubes —replicó el doctor, dirigiendo a las señoras una mirada expresiva—. Yo conozco su historia completa, desde que nació, pero no es cosa de narrarla en este instante, pues supongo que lo primero que ustedes desearán, será visitar el sitio por el que penetraron en la casa los ladrones, ¿no es verdad?
—Sí, por cierto —contestó Blathers—. Necesitamos ante todo reconocer el teatro de los acontecimientos y luego, tomaremos declaración a los criados. Es el orden que habitualmente seguimos en los procedimientos.
Trajeron luces inmediatamente, y los dos agentes, seguidos por el alguacil, por Giles, Britles y... en una palabra, por toda la gente de escalera abajo de la casa, pasaron a la reducida estancia del extremo del corredor y reconocieron la ventana. Salieron luego al prado y volvieron a estudiar la misma ventana, bien que desde fuera, después de lo cual examinaron el postigo a favor de la luz de la bujía. Cumplida esta diligencia, que presenciaron sin atreverse a respirar los profanos, entraron nuevamente en la casa y obligaron a Giles y a Britles a hacer una representación melodramática del papel que en las aventuras de la noche anterior habían desempeñado, papel que hubieron de repetir seis veces consecutivas, no habiendo más que una discrepancia substancial entre uno y otro actor la vez primera, y sobre una docena la última. A continuación, Blathers y Duff mandaron salir a todo el mundo y procedieron a celebrar consejo secreto, pero tan secreto y solemne, que en su comparación, el más solemne de los congresos de medicina convocado para resolver el punto más escabroso de esta ciencia, sería juego de niños.
Mientras tanto, el doctor, paseaba en la habitación contigua con las manos en los bolsillos, presa de visible intranquilidad y contagiándola a las señoras, que le contemplaban sin atreverse a interrogarle.
—¡Palabra de honor! —exclamó el doctor al fin, poniendo término a su nervioso pasear—. ¡No sé qué hacer!
—Yo creo que si refiriéramos a esos hombres la historia del niño, tal como él nos la refirió a nosotros, no haría falta más para justificarle —dijo Rosa.
—Me permito dudarlo, mi querida señorita —replicó el doctor, moviendo la cabeza—. No creo que la historia de su vida bastase para justificarle, ni a los ojos de esos hombres, ni a los de otros funcionarios de justicia más elevados. ¿Quién es, después de todo?, se preguntarán. ¡Un vagabundo! Su historia, examinada desde el punto de vista de las consideraciones y probabilidades ordinarias, es sumamente dudosa.
—Pero usted la cree —objetó Rosa.
—La creo, no obstante ser inverosímil, y quién sabe si creyéndome acredito de mentecato; pero no puedo creer que le conceda el mismo valor un agente de policía de alguna experiencia en su oficio.
—¿Por qué no? —inquirió Rosa.
—Porque... mi querido y rígido juez, porque examinada con lente policíacos, presenta muchos punto feos. El muchacho solamente puede probar lo que le perjudica, y nada en absoluto de lo que le favorece. Esos sujetos quieren saber siempre por qué y el cómo, y nada admiten sin pruebas. Según confesión propia del herido, ladrones son su compañeros desde hace algún tiempo: sólo con ladrones ha vivido, fue preso en una ocasión como presunto autor del escamoteo de pañuelo. El dueño del pañuelo le recogió en su casa, y de ésta fue conducido a viva fuerza a un lugar que no puede indicar, y acerca de cuya situación no tiene la idea más remota. Trajéronle a Chertsey hombres que por lo visto le quieren entrañablemente, y a cuyo cariño ignoramos si corresponde o no, y grado o por fuerza le introdujeron por una ventana para robar un casa. En el preciso momento en que quiere dar la voz de alarma a los moradores de la casa, lo que hubiera sido prueba fehaciente de su inocencia, tiene la desgracia de tropezar con un servidor leal que le descerraja un pistoletaza, cual sí todo mundo tuviera empeño decidido impedir que el desgraciado haga menor bien. ¿Va usted comprendiendo?
—Comprendo, sí —replicó Rosa, sonriendo con dulzura al doctor—; pero, a pesar de todo, no veo motivos que arguyan culpa en el muchacho.
—¡No! ¡Claro que no! ¡Dios conserve la vista perspicaz de las de su sexo! Jamás saben ver más que uno de los lados de las cosas, y el lado que ven, es el primero que ha sabido herir su imaginación.
Formulada esta máxima filosófica, el buen doctor hundió nuevamente las manos en los bolsillos y dióse a pasear la habitación con mayor rapidez que nunca.
—Cuantas más vueltas doy al asunto, más me afianzo en la creencia de que poner a esos hombres al corriente de la historia de ese muchacho, no servirá más que para embrollar el asunto y pará agravar las dificultades. Seguro estoy de que no creerán nada; y aun admitiendo que nada probasen en definitiva contra él, y resultase absuelto, la publicidad de las sospechas sería obstáculo formidable a la realización de las generosas intenciones de ustedes, encaminadas a salvarle de la miseria.
—¡Oh! ¿Qué hacemos, pues? —exclamó Rosa—. ¿Por qué enviarían a buscar a esas gentes, Dios mío?
—Eso pregunto yo; ¿por qué? —repitió la señora Maylie—. Daría cualquier cosa por verlos a cien leguas de aquí.
—No se me ocurre más que un recurso —dijo el doctor, sentándose, con la calma de la desesperación—, que intentaremos y procuraremos sacar adelante a fuerza de audacia. El fin que perseguimos es bueno, y si los medios que empleamos no son en sí del todo laudables, quedan, ya que no justificados por aquél, al menos muy atenuados. El herido presenta síntomas de fiebre intensa y no está en disposición de hablar ni de que se le hable, lo que es una ventaja no pequeña. La aprovecharemos para nuestros fines, y si no salimos bien, al menos nos cabrá el consuelo de haber hecho cuanto en nuestra mano estaba... ¡Adelante!
—Pues bien, señor —dijo Blathers, entrando en la habitación seguido por su colega, y cerrando la puerta antes de pronunciar una palabra más—. Se trata de un golpe con correspondencia.
—¿Y qué diablos es golpe con correspondencia? —preguntó impaciente el doctor.
—Un golpe con correspondencia, señoras —dijo Blathers dirigiéndose a las damas, cual si la ignorancia del doctor en un asunto de tanta importancia le inspirase lástima—, es el que se lleva a cabo en connivencia con los criados.
—Nadie sospecha contra ellos en este caso —replicó la señora Maylie.
—Es muy posible, señora —objetó Blathers—; pero el hecho de que no hayan excitado sospechas no significa que no sean culpables.
—Con doble razón en el caso presente —apoyó Duff—.