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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (35 page)

BOOK: Oliver Twist
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—Serían poco más o menos las dos y media —decía el señor Giles—, aunque si me pidieran juramento no me atrevería a afirmar que no fueran muy cerca de las tres cuando desperté, y al darme un vuelta en la cama, parecida a ésta —Giles dio media vuelta en la silla tirando al propio tiempo de una las puntas del mantel, con el que se envolvió—, creí oír un ruido.

En este punto de la narración, palideció la cocinera y rogó a la doncella que cerrase la puerta; la doncella transmitió el ruego a Britles y éste a su vez al calderero, el cual se hizo el sordo.

—... creí oír un ruido —repitió Giles—. Al principio, me dije, «será una ilusión»; pero cuando me disponía a dormirme otra vez, cátate que oigo de nuevo el ruido, pero muy claro, muy distinto.

—¿Qué clase de ruido era? —preguntó la cocinera.

—Una especie de ruido indefinible, sordo —contestó Giles, mirando a sus oyentes.

—Más bien el que suele producir una palanqueta de hierro cuando separa los barrotes de una reja —terció Britles.

—Eso fue cuando lo oíste tú —replicó Giles—; pero no en el momento de que hablo. Me desembocé entonces —el señor Giles soltó el mantel que había echado sobre su cuerpo—, me senté en la cama, y presté oído atento.

—¡Dios mío! —exclamaron a un tiempo la cocinera y la doncella.

—Esta vez lo oí muy claro —repuso Giles—, y me dije: «Alguien está forzando la puerta o alguna ventana, ¿qué haces, Giles? Llamaré al pobre Britles, no sea que le corten la cabeza o lo estrangulen en la cama sin que se dé cuenta siquiera»

Los ojos de todos los circunstantes se volvieron hacia Britles, quien tenía los suyos fijos en el narrador, y le contemplaron con la boca abierta y expresión de horror.

—Pues, señor —continuó Giles, clavando los ojos en la cocinera y en la doncella—, tiré a un lado las ropas de la cama —Giles tiró a un rincón el mantel de la mesa—, salté fuera de ella sin hacer ruido, me puse un par de...

—¡Cuidado, señor Giles, que hay señoras delante! —interrumpió el calderero.

—... de
zapatos,
señor mío —repuso Giles, volviéndose hacia el calderero y acentuando bien la palabra—, empuñé una pistola cargada que siempre tengo junto a la caja de la plata de la mesa, y caminando sobre las puntas do los pies, bajé a la habitación de Britles, a quien dije, después de haberle despertado: «¡No te asustes, Britles!»

—Exacto —dijo Britles.

—A continuación, añadí: «Creo que podemos contarnos los dos con los difuntos, pero no tengas miedo»

—¿Es que
sentía
miedo? —preguntó la cocinera.

—¡Ni por asomo! —contestó Giles—. ¡Impertérrito, valiente... casi tan valiente como yo!

—Si a mí me pasa, me quedo muerta en el acto —observó la doncella.

—Usted es mujer —contestó Britles, que se iba serenando.

—Tiene razón Britles —dijo Giles—. De una mujer, no cabe esperar otra cosa. Nosotros, que somos hombres, y muy hombres, tomamos una linterna sorda que en el cuarto de Britles había sobre una repisa, y bajamos caminando entre tinieblas que se podían tocar de este modo.

Habíase levantado Giles y dado unos pasos con los ojos cerrados, para acompañar el relato con un accionar apropiado, cuando se estremeció violentamente, así como también todos los que en la cocina estaban, y retrocedió de un salto a la silla que antes ocupaba. La cocinera y la doncella lanzaron dos o tres chillidos de espanto.

—Han llamado a la puerta —dijo Giles, fingiendo una serenidad que no tenía—. Que salga alguien a abrir.

Nadie se movió.

—No deja de ser extraño que vengan a llamar a hora tan intempestiva —observo Giles, contemplando los pálidos rostros de sus oyentes, no más pálidos ciertamente que el suyo—. La hora es intempestiva, lo reconozco, pero fuerza es que alguien abra la puerta. ¿No me oís?

Miraba Giles a Britles mientras hablaba; pero este joven, modesto de suyo y poco amigo de singularizarse, debió figurarse sin duda que él no era
alguien,
y convencido de que la orden no podía rezar con él, ni contestó, ni se movió. Giles, entonces, hizo una seña elocuente al calderero; pero el calderero se había dormido de pronto: en cuanto a las mujeres, no había por qué contar con ellas.

—Si Britles prefiere abrir la puerta en presencia de testigos —dijo Giles al cabo de un rato de pausa—, me presto desde luego a acompañarle.

—Y yo también —terció el calderero, tan brusco en el despertar como en el dormirse.

Bajo tales condiciones, capituló Britles. Los tres hombres, más tranquilos al descubrir (por haber abierto en aquel momento las ventanas) que era ya muy entrado el día, subieron la escalera llevando de vanguardia a los perros, y cerrando la retaguardia las mujeres, a quienes asustó la idea de quedar solas en la cocina. Por consejo de Giles, comenzaron todos a hablar con voz recia a fin de que los malhechores, suponiendo que malhechores fueran los que llamaban, supieran que en la casa había muchas personas. Al mismo caballero, hombre fecundo en recursos, se le ocurrió la idea luminosa, que puso inmediatamente en práctica, de tirar de los rabos de los perros hasta hacerlos ladrar con furia.

Adoptadas esas medidas aconsejadas por la prudencia, Giles agarró al calderero por el brazo (para que no escapase, según dijo en tono humorístico), y dio orden de abrir la puerta. Obedeció Britles, y todas las personas que formaban el grupo, al asomar tímidamente las cabezas sobre los hombros de los que delante estaban, no vieron ante sí otro objeto formidable que al pobrecito Oliver Twist, aniquilado y sin voz, que entreabría penosamente los ojos implorando compasión.

—¡Un chicuelo! —exclamó Giles, empujando briosamente al calderero—. ¿Qué vienes a buscar?... ¡Demonio! ¡Britles!... ¡Mira! ¿No le conoces?

Britles, que al abrir la puerta había quedado detrás de la misma, lanzó un grito penetrante o no bien vio a Oliver, mientras Giles, levantando al muchacho por una pierna y por un brazo (por su suerte, no fue por el herido), lo entró en el vestíbulo y lo dejó tendido sobre, el suelo.

—¡Aquí le tenemos... aquí tenemos a uno... un bandido, señora! —gritó Giles desde la escalera—, ¡Un ladrón, señora... herido, señorita, herido! ¡Yo fui quien le descerrajé el tiro, y Britles tenía la vela!

—¡No era vela, señorita, sino una, linterna! —gritó Britles, poniendo junto a la boca las manos a manera de bocina.

Las dos criadas subieron veloces con la noticia de que Giles había capturado a uno de los ladrones mientras el calderero procuraba socorrer a Oliver, temeroso de que muriera antes de ser llevado a la horca. Cuando el ruido era mayor y más vivo el movimiento, sonó una voz de mujer, voz dulce y argentina, que lo apaciguó todo como por encanto.

—¡Giles! —llamó la voz desde lo alto de la escalera.

—Mándeme usted, señorita —contestó Giles—. No se asuste la señorita, que no he salido de la refriega con heridas de importancia. Como vio que era muy poca cosa para mí, la resistencia que me opuso no fue desesperada.

—¡Silencio... silencio! —exclamó la misma voz—. Va usted a asustar más a mi tía de lo que la asustaron los ladrones. ¿Es grave la herida de ese infeliz?

—¡De muerte, señorita! —contestó Giles complacido.

—Se está muriendo a chorros, señorita —terció Britles—. ¿Quiere verlo la señorita por si...?

—¡No, no! —replicó la voz—. Háganme el favor de esperar quietos y sin hablar hasta tanto consulte con mi tía.

Con tanta gracia en el andar como dulzura en la voz, la que acababa de dirigir la palabra a los criados se retiró, para reaparecer al cabo de breves instantes y mandar que el herido fuera instalado, con las precauciones del caso, en la habitación del señor Giles, que Britles ensillase inmediatamente un caballo y se dirigiera con cuanta velocidad le fuera posible a Chertsey, de donde debería mandar a la casa a un médico y avisar al juzgado.

—¿Pero no quiere usted verle antes, señorita? —preguntó Giles, tan orgulloso como si Oliver fuera algún pájaro de raro plumaje herido por el plomo de su escopeta.

—¡Por nada del mundo! —replicó la joven—. ¡Pobre hombre! ¡Trátelo con dulzura, Giles, aunque no sea más que por consideración a mí!

El criado miró a su señorita con tanto orgullo y admiración como si su propia hija hubiera sido, e inclinándose seguidamente sobre Oliver, le subió a su habitación con cuidado y solicitud tan tiernas como no hubiera podido excederlas una mujer.

Capítulo XXIX

Se hace la presentación de algunos de los habitantes de la casa a la que fue a parar Oliver

En un comedor elegante, amueblado más bien con arreglo a la moda antigua que de conformidad con las leyes del gusto moderno, dos señoras, sentadas frente a una mesa irreprochablemente servida, se disponen a dar comienzo a su almuerzo. Giles, en traje de etiqueta completamente negro, era el encargado de servirlas. Situado entre el aparador y la mesa, erguido el cuerpo, alta y un poquito ladeada la cabeza, algún tanto adelantada la pierna izquierda, colocada la mano derecha sobre el Chaleco y tendida la izquierda, que tenía entre los dedos una servilleta, a lo largo del cuerpo, ofrecía aspecto de hombre que está perfectamente convencido de su mérito y de su importancia.

De las dos damas, era una de edad bastante avanzada, pero el alto respaldo de roble de la silla en que estaba sentada no era ciertamente más recto que su espalda. Luciendo un vestido prodigio de pulcritud y precisión, modelo singular de gusto pasado de moda con ligeras concesiones a las exigencias modernas, que lejos de atenuar el efecto del primero le realzaba, por el contrario, la dama en cuestión ofrecía una actitud de severa dignidad, sentada en su sillón y puestas las manos sobre la mesa. Sus ojos, cuyo brillo apenas si habían empañado muy ligeramente los años, contemplaban con atención a su joven compañera.

La otra dama estaba en la flor de su juventud y de su hermosura, en esa edad en que, si alguna vez los ángeles, para realizar en la tierra alguna misión especial encomendada por el mismo Dios, han asumido formas corpóreas, hay que creer, sin temor de ser impío, que lo han realizado en algún cuerpo tan en cantador como el de la angelical niña que encontramos sentada frente a la anciana.

No pasaba de los diecisiete años. Era su talle tan esbelto, tan exquisitas sus formas, sus facciones tan correctas y hermosas y tan suave y dulce la expresión de su mirada, que no parecía que la tierra hubiera de ser su elemento, ni los groseros seres que la pueblan sus compañeros. Ni tampoco la luz de la inteligencia que brillaba en sus ojos, de un azul purísimo, y resaltaba en su serena frente, parecía propia de su edad ni de este mundo. Y, sin embargo, la expresión inefable de dulzura y de felicidad que ofrecía su rostro los mil destellos que parecían juguetear en sus ojos, en cuyas profundidades no se observaba la sombra más insignificante, y más que nada su sonrisa, sonrisa placentera, embriagadora, significaban otros tantos tesoros creados exclusivamente para el hogar, para hacer la ventura, la felicidad domésticas.

Los pequeños menesteres de la mesa embargaban por completo su atención. Cuando levantó los ojos y vio que la señora de edad la estaba mirando, echó atrás su hermosa cabellera y devolvió la mirada con otra tan encantadora, tan divina, que los ángeles del Cielo debieron sonreír entusiasmados al verla.

—Hace ya más de una hora que salió Britles, ¿verdad? —Preguntó la anciana.

—Una hora y doce minutos, señora —respondió Giles, no sin consultar antes su reloj de plata.

—Nunca tiene prisa —observó la dama.

—Siempre fue Britles un muchacho cachazudo, señora —dijo el servidor—. Por supuesto, que si treinta años no han bastado para despertar un poco su actividad pocas, probabilidades hay de que cambie.

—Lejos de corregirse, empeora —contestó la señora.

—Únicamente no tendría excusa cuando su tardanza fuese debida a que se entretuviera jugando con los chicos —terció la joven riendo.

Meditaba Giles al parecer sobre si las conveniencias le consentían acomodarse al buen humor de la señorita sonriendo con todo el respeto posible, cuando hizo alto frente a la puerta del jardín un carruaje, del cual saltó un caballero gordo, que corrió presuroso a la puerta y no tardó en penetrar como una bomba y sin previo anuncio en el comedor, derribando casi a Giles y faltando muy poco para que volcar la mesa.

—¡Es inaudito! —exclamó, el caballero gordo—. ¿Habráse visto atrocidad semejante, mi querida señora Maylie? ¡Bendito sea Dios!... ¡En el silencio de la noche... hasta aprovechando las tinieblas! ¿verdad? ¡Digo y repito que jamás oí cosa semejante!

Mientras disparaba estas frases de pésame, el gordo estrechaba con fuerza las manos a las dos damas, y acercando una silla, les preguntaba por su salud.

—¡Casi se habrán muerto ustedes del espanto! —prosiguió diciendo el caballero—. ¿Por qué no enviaron por mí? Mi criado hubiera acudido sin tardanza, y yo también. Para mi criado habría sido un verdadero placer, como para cualquiera, en circunstancias análogas. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Cosa más inesperada!... ¡Y en el silencio de la noche!..

A juzgar por las exclamaciones del recién llegado, no era el hecho del robo lo que le conmovía, sino que los ladrones hubieran intentado llevarlo a cabo inesperadamente y a favor de las sombras de la noche, como si los señores ladrones tuvieran la costumbre de trabajar a la luz del sol y previo aviso por tarjeta postal de su visita, con dos o tres días de anticipación.

—Y usted, señorita Rosa —repuso el caballero, dirigiéndose a la joven—, también...

—¡Mucho, señor doctor, mucho! —contestó la joven interrumpiéndole—. Permítame que le recuerde que hay arriba un desgraciado a quien mi tía desea que usted visite...

—¡Ah, sí, ya lo sé! Tengo entendido que usted, Giles, es quien le ha puesto en tal estado, ¿no?

Giles, que en aquel momento colocaba en su sitio las tazas, se puso colorado como un pavo y contestó que él había tenido aquel alto honor.

—Honor, ¿eh? —exclamó el doctor—. ¡Psch! ¡Vaya usted a saber! Quizá sea tan honroso herir a un ladrón en la recocina como descalabrar al adversario a doce pasos de distancia. Hágase usted cuenta de que ha tenido un duelo, Giles, y que su enemigo disparó al aire.

Giles, para quien la ligereza con que el doctor trataba el asunto no podía significar otra cosa que un propósito injusto de disminuir su gloria, contestó muy respetuosamente que no creía fuera él el llamado a juzgar el asunto y mucho menos a echarlo a broma, pues seguramente su adversario lo había tomado en serio, y muy en serio.

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