Authors: Charles Dickens
Repara la descortesía cometida en un capítulo anterior abandonando a una dama sin ceremonia
Como no sería correcto, ni proprio, ni decoroso, que un humilde autor dejase a un personaje de tantas campanillas como un bedel, sentado de espaldas a la lumbre y con los faldones de su levitón debajo de los brazos, hasta que se le hiciera conciencia de hacerle variar de postura y la incorrección se trocaría en desconsiderada falta de galantería si hiciera objeto de idéntico olvido a la dama que el egregio bedel había mirado con ternura y afecto, a la beldad en cuyo oído había deslizado palabras dulces y frases rebosantes de pasión que, viniendo de donde venían, por necesidad habían de hacer estragos en el corazón de cualquier doncella o matrona, el historiador, cuya pluma consigna estas palabras, presumiendo de conocer su oficio, y en su deseo de tratar con la reverencia debida a aquellos personajes que en la tierra han sido investidos de tan alta autoridad, se apresura a rendirles el tributo de respeto que su posición social exige, y a tratarlos con la ceremonia a que su elevado rango y, como consecuencia, sus excelsas virtudes, les hacen acreedores. De buena gana escribiría aquí el autor una disertación conmovedora acerca del derecho divino de los bedeles, disertación que demostraría hasta la saciedad que un bedel no puede errar jamás, en la seguridad de que resultaría agradable e instructiva a la par; pero apremios del tiempo y falta de espacio le obligan a dejarle para otra ocasión más oportuna y conveniente, ocasión que, si se presenta, aprovechará el autor para demostrar que un bedel propiamente constituido, es decir, un bedel parroquial, afecto a un hospicio parroquial y que desempeña su cargo policial en una iglesia parroquial, atesora en su persona, por derecho propio y en virtud de su oficio, todas las excelencias y virtudes más preciadas de la humanidad; y que esas excelencias, esas virtudes excelsas, no las poseen ni pueden poseerlas los simples bedeles de colegio, ni los de las salas de justicia, ni siquiera los de las capillas, a no ser en grado muy ínfimo.
El señor Bumble había contado y, recontado las cucharillas, pesado y vuelto a pesar las tenacillas de azúcar, examinado con más estrecha atención la tetera de plata y evaluando casi con exactitud el mobiliario de la habitación, teniendo en cuenta hasta el valor del relleno de las sillas. Habría practicado tan diversas operaciones sus seis u ocho veces antes que se le ocurriera la idea de que era ya tiempo de que volviese la señora Corney, y como los pensamientos se enredan y entrelazan entre sí como las cerezas, y de una idea se pasa fácilmente a otra idea, ocurriósele al bedel que en satisfacer por completo su curiosidad, llevando sus investigaciones hasta el interior de la cómoda de su Dulcinea.
No sin antes aplicar el oído al ojo de la llave para asegurarse de que nadie llegaba a la habitación, el señor Bumble, comenzando por el cajón de abajo, pasó revista a lo que aquél y los tres restantes contenían. Los encontró llenos de ropas y vestidos en perfecto estado de conservación y conformes a las exigencias de la última moda, acondicionados entre dos cavas de periódicos antiguos, perfumados con espliego. El examen le dejó plenamente satisfecho. Al llegar, en el curso de sus pesquisas, a una gaveta que había en la parte superior y lado derecho del mueble, en la que estaba puesta la llave, encontró una cajita cerrada que, al ser movida, dejó oír el hermoso y agradable tintineo de monedas, que acabó de
convencer
al desinteresado bedel. El señor Bumble volvió con paso firme y altivo continente a ocupar el asiento de junto a la chimenea en que antes estuvo sentado, y adoptando su severa expresión habitual, dijo con resolución:
—¡Lo haré!
A semejante declaración, en realidad notable, siguió un movimiento de cabeza que duró diez minutos, movimiento semejante al que suelen hacer los perros cuando están de buen humor, y luego contempló sus pantorrillas de perfil con tanto interés como satisfacción.
Todavía continuaba embebido en este examen cuando penetró precipitadamente en la estancia la señora Corney, la cual, jadeante y sin aliento se dejó caer sobre una silla, puesta una mano sobre su corazón y la otra delante de los ojos.
—¿Qué ocurre, señora? —preguntó solícito Bumble, inclinándose sobre la matrona—. ¡Por favor, contésteme! Estoy sobre... sobre...
Tan viva era la alarma del señor Bumble, que no encontrando la palabra ascuas, con la cual deseaba terminar su frase, la substituyó por botellas rotas.
—¡Ay, señor Bumble! —exclamó la dama—. ¡Estoy trastornada, completamente trastornada!
—¡Trastornada, señora! ¿Quién ha tenido el inconcebible atrevimiento de...? ¡Ya lo sé! ¡Sin duda han sido esos despreciables pobres!
—¡El pensarlo sólo me horroriza!
—No piense usted, pues, señora.
—¡Ojalá pudiera no pensar!
—Lo mejor será que tome usted algo, señora... ¿Un poquito de vino?
—¡No, no, no! ¡Me sería imposible! ¡Ah!... En el estante último del aparador, a mano derecha... ¡Oh!
La congoja acometió de nuevo a la pobre señora, que principió a agitarse presa de espasmos violentos. El señor Bumble se precipitó corriendo hacia la alacena, tomó una botella de ginebra del estante que en forma tan incoherente le había sido indicado, llenó con su contenido una taza de las de té, y la acercó a los labios de la dama.
—¡Me siento mejor! —murmuró aquélla luego que vació la taza.
El bedel alzó los ojos al techo como para dar gracias al cielo, los bajó hasta colocarlos en los bordes de la taza, y concluyó acercando ésta a la nariz.
—Pipermint —dijo la dama con voz débil, sonriendo al propio tiempo al bedel—. Pruébelo usted, amigo... También tiene un poquito de otra cosa.
Cató Bumble la pócima con gesto de duda, la paladeó, volvió a tomar otro sorbito, y al tercer intento, apuró la taza llena.
—Vivifica y conforta —observó la señora Corney.
—Mucho, señora, es verdad —contestó el bedel, acercando su silla a la de la matrona y preguntando a ésta con tierna solicitud, qué le había sucedido.
—¡Nada! ... ¡Soy tan impresionable... tan sensible, tan débil!...
—¡Débil no, señora! —replic6 Bumble, acercando más su silla—. ¿Dice que es débil?
—Lo somos todos —contestó la dama, sentando un principio general.
—Es verdad, señora.
Ambas partes guardaron silencio por espacio de uno o dos minutos, pero al cabo de este tiempo, Bumble había rectificado su posición, llevando la mano, apoyada al principio sobre el respaldo de la silla de su interlocutora, a las cintas del delantal de ésta, con las cuales comenzó a juguetear.
—¡Todos somos frágiles, señora, muy frágiles! —exclamó el bedel.
La señora Corney suspiró.
—¡Por Dios santo, no suspire usted! —exclamó Bumble.
—¡No puedo menos! —contestó la matrona, lanzando otro suspiro más profundo.
—Es ésta una habitación encantadora —observó Bumble, dirigiendo una mirada alrededor—. Con que tuviera usted otra parecida, el paraíso.
—Para una persona sola serían demasiadas habitaciones —murmuró la dama.
—Pero no para dos —replicó Bumble con acento seductor—. ¿Eh, señora Corney?
La matrona dobló la cabeza al escuchar esas palabras y bajó la suya el bedel para continuar admirando la cara de aquélla. Siguió una escena muda, pero encantadora por la inocencia que revelaban los personales que la representaron. La señora Corney volvió la cara con timidez a fin de esquivar las miradas del bedel y llevó una mano al bolsillo de su delantal, sin duda para sacar el pañuelo, pero encontró en el camino la del señor Bumble, y sin darse cuenta, la dejó entre la de su adorador.
—La Administración se encarga de suministrar a usted el carbón necesario, ¿verdad? —preguntó Bumble, oprimiendo dulcemente su mano.
—Y luz también —contestó la matrona, correspondiendo a la presión.
—Carbón, luz, y casa... ¡Oh, señora! ¡Es usted un ángel!
La señora Corney, incapaz de resistir arranques tan tremendos de ternura, cayó en los brazos de Bumble, quien a su vez, en un rapto pasión, estampó sus ardorosos labios sobre la casta nariz de su Dulcinea.
—¡Son un encanto las instituciones parroquiales! —exclamó el bedel—. Hablando de otra cosa, ¿sabes, ángel mío, que el señor Stout se ha agravado mucho esta noche?
—¡Sí! —contestó ruborizada dama.
—Según el médico, no le queda ni una semana de vida. Es el director de este establecimiento, su muerte producirá una vacante y esta y vacante habrá de ser provista. ¡Oh, alma mía! ¡Qué perspectiva tan deliciosa se abre ante nuestros ojos! ¡Qué ocasión para unir dos corazones y dos hogares!
La señora Corney sollozó.
—¿Y la palabrita? —preguntó Bumble, pegando casi su cara con la de la avergonzada beldad—. Esa palabrita dulce, que trastorna y embriaga... ¿no me la dices, cielo mío?.
—¡Sí-sí-sí! —suspiró la matrona.
—Otra palabra más... Procura dominar tu emoción, y contéstame ángel de amor:
¿Cuando?
Dos veces abrió la boca para hablar la señora Corney, y las dos la voz quedó cuajada en su garganta. Al fin, reuniendo todo su valor buscando en otra parte el que faltaba, echó los brazos al cuello a su rendido galán, y contestó que
sería
cuando él dispusiera, llamádole al fin
patito encantador.
Arreglados satisfactoriamente los asuntos tan amigables, ratificóse con toda solemnidad el convenio, apurando ambas partes contratantes otra taza de pipermint, indispensable para calmar algún tanto el estado de agitación en que la dama encontraba. Entre sorbo y sorbo manifestó la señora Corney a Bumble que la enferma había dejado de existir.
—Está muy bien —dijo el galán—. Cuando vaya a mi casa, pasaré por la de Sowerberry para que envíe un ataúd mañana temprano. ¿Fue eso lo que te asustó, amor mío?
—No, querido, no; mi susto no obedeció a causa determinada —contestó evasivamente la dama.
—¡Algo habrá pasado, sin embargo, cielito! ¿No se lo dirás a tu querido patito?
—Ahora no; un día de éstos. Después que estemos casados.
—¡Después que estemos casados!.. —exclamó Bumble—.
—¿Acaso alguno de esos descamisados habrá sido tan insolente que...?
—¡No, no, amor mío! —se apresuró a contestar la matrona.
—Si así fuera, si alguno de esos miserables hubiera osado poner sus ojos impúdicos en el adorable rostro de...
—Nadie se atrevería a tanto, querido mío.
—¡Y harán muy bien! —gritó Bumble agitando el puño—. ¡Que un individuo cualquiera, parroquial o extraparroquial se permita tamaño atrevimiento, y yo respondo que no repetirá la suerte!
Si estas palabras no hubiesen ido acompañadas de gestos violentos, habrían resultado pobre cumplimiento vara una dama enriquecida por el cielo con tantos encantos; pero, como Bumble profirió la amenaza con tono de iracundia y gestos belicosos, emocionó tanto a la señora Corney que confesó, hondamente impresionada, que su galán era un verdadero diablillo, tan valiente como encantador.
El diablillo se alzó el cuello de su levitón, calóse el tricornio y, después de cambiar con su futura mitad un tierno y ardiente beso, salió a desafiar de nuevo el aire de la noche, no deteniéndose más que contados minutos en la sala de los asilados para martirizarlos un poco, a fin de convencerse de que poseía la rudeza necesaria para desempeñar con acierto las funciones de director. Seguro de su aptitud, Bumble salió del edificio con el corazón alegre y saboreando la deliciosa perspectiva de su próximo ascenso. Tal era el pensamiento que le embargaba cuando llegó a la funeraria.
Habían cenado aquella noche fuera de su casa los señores Sowerberry, y como su encargado Noé Claypole, en ninguna ocasión ni momento mostró disposiciones para consumir sus energías físicas en movimientos que no tuvieran relación con las funciones de comer y beber, únicas dignas de no ser desatendidas, el establecimiento continuaba abierto, no obstante ser muy pasada la hora de cerrar. Dio el bedel varios bastonazos sobre el mostrador, pero como nadie acudiera, y por otra parte viera luz en la trastienda, resolvióse a mirar, y a decir verdad, no quedó poco admirado ante el espectáculo que se ofreció a sus ojos.
Estaba puesta la mesa, y sobre el blanco mantel había pan, manteca, platos y vasos, un jarro de cerveza y una botella de vino. Noé Claypole, sentado a la cabecera de la mesa, aparecía tumbado negligentemente en una butaca, puestas las piernas sobre los brazos de aquélla, con una navaja abierta en una mano y una rebanada inmensa de pan cubierta de manteca en la otra. A su lado y en pie estaba Carlota, abriendo ostras que el buen Noé engullía con ligereza sin igual. La rubicundez, mayor que de ordinario, de la región de la nariz del caballerito y cierto movimiento de su ojo derecho pregonaban a voz en cuello que había rendido culto exagerado a las botellas, síntomas que venía a confirmar la avidez con que se zampaba las ostras, sólo explicable en casos de fiebre interna que exige ser compensada por medio de manjares de propiedades refrescantes.
—Toma, Noé; aquí tienes una grande, hermosa... cómetela —decía Carlota.
—¡Qué deliciosas son las otras! —exclamaba Noé, después de engullir la grande y hermosa—. ¡Qué lástima que no pueda uno comerse todos los centenares que desee, sin exponerse a sentir molestias en el aparato digestivo! ¿verdad, Carlota?
—¡Cómo que es una crueldad de la Naturaleza! —dijo Carlota.
—Lo es, sí. ¿Y a ti no te gustan las ostras?
—No mucho; prefiero ver cómo las comes tú, mi querido Noé.
—¡Mira que es extraño!
—Toma otra, Noé... mira, aquí hay una con unas barbas tan delicadas...
—No puedo más... lo siento muy de veras, pero en mi cuerpo no cabe ni una más. Ven aquí, Carlota, que te daré un beso.
—¡Cómo se entiende! —gritó Bumble, penetrando como una bomba en la trastienda, ¡Repite eso si te atreves, desvergonzado!
Lanzó un chillido Carlota, al tiempo que se tapaba la cara con el delantal. Claypole, sin hacer más movimiento que el indispensable para sentar los pies en el suelo, quedó contemplando al bedel con expresión de borracho asustado.
—¡Dilo otra vez, impúdico rapaz! —bramó el señor Bumble—. ¿Cómo te atreves a mencionar cosas tan reñidas con la decencia? ¿Y cómo se atreve a tolerarlo esta pícara? ¡Un beso!.. —exclamó el bedel, en el colmo de la indignación— ¿Uf! ¡Qué asco!
—¡No tenía intención de dárselo! —tartamudeó él borracho—. Es ella la que me besa constantemente, quiera yo o no quiera.