Oliver Twist (15 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Oliver Twist
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Y basta de consideraciones filosóficas.

Luego que los dos simpáticos caballeritos hubieron recorrido con celeridad prodigiosa infinidad de calles y callejas, las más intrincadas y laberínticas de la ciudad, hicieron alto, de común acuerdo, bajo un arco sombrío y de escasa elevación. No bien transcurrió el tiempo necesario para recobrar el aliento, Carlos Bates lanzó un grito de alegría y rompió a reír a carcajadas de violencia tan extremada, que concluyeron por agotar sus fuerzas y por obligarle a rodar por el suelo.

—¿Qué pasa? —preguntó el
Truhán.

—¡Ja, ja, ja, ja!

—No armes ese escándalo —observó el
Truhán,
tendiendo alrededor miradas inquietas—. ¿Quieres que te echen mano, animal?

—¡No puedo menos! ¡Ja, ja, ja, ja! ¡No puedo menos! Me parece verle corriendo como alma que lleva el diablo, doblando esquinas y más esquinas, pasar de una calle a otra, atropellando a los transeúntes, chocando contra los guarda-cantones y continuando la marcha como si su cabeza fuera de acero y no de carne y hueso, mientras yo, llevando en el bolsillo el pañuelo robado, corría frenético en su persecución, y gritaba con toda la fuerza de mis pulmones: «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!» ¡Ja, ja!

La viva imaginación de Bates le representaba la escena bajo una aspecto tan cómico, que hubo de interrumpir su narración para revolcarse de nuevo por el suelo.

—¿Qué dirá Fajín? —preguntó el
Truhán,
aprovechando un instante en que Bates tomaba aliento.

—¿Qué dirá? —repitió Bates.

—Eso pregunto, sí.

—¿Qué quieres que diga? —respondió Bates, poniéndose serio al observar la seriedad de su compañero.

En vez de contestar, el
Truhán
comenzó a silbar, y al cabo de un par de minutos se quitó el sombrero, se rascó la oreja, y concluyó inclinando la cabeza por tres veces consecutivas, dando a su rostro una expresión muy picaresca.

—¿Qué quieres darme a entender con eso? —preguntó Bates.

—Nabos, jamón y espinacas, ranas que no saltan y mozos con
quinqué
—contestó el
Truhán
con sorna.

Respuesta era, aunque no satisfactoria ni clara. Bates, entendiéndolo así, preguntó de nuevo:

—¿Qué quieres darme a entender con eso?

No se dignó contestar el
Truhán.
Calóse el sombrero, echó bajo el brazo los largos faldones de su levita, arrugó su nariz en forma sumamente expresiva y, girando sobre sus talones, emprendió la marcha, seguido de Bates, cuyo rostro reflejaba honda preocupación. Momentos después de sostenida la conversación que queda copiada, llegaba a oídos del judío rumor de pasos que hacían crujir los decrépitos peldaños de la escalera. El divertido viejo se hallaba sentado al amor de la lumbre, teniendo un panecillo en una mano, un cuchillo en la otra, y frente a su persona, sobre unas trébedes, un cacharro de peltre. Sus labios descoloridos se plegaron en una sonrisa picaresca al volver la cabeza y escuchar con gran atención.

—¡Cómo! —exclamó el judío, cuyo rostro varió brusca y radicalmente de expresión—. ¿Qué es eso? ¿Sólo dos? ¿Dónde está el tercero? ¡No es posible que les hayan ocurrido contratiempos!...

Los pasos se acercaron: muy pronto resonaron en el rellano la puerta se abrió lentamente y entraron el
Truhán
y Bates, que se apresuraron a cerrarla tras sí.

Capítulo XIII

Se hace la presentación de nuevos personajes que han de figurar en varios incidentes agradabilísimos de esta historia

—¿Dónde está Oliver? —gritó colérico el judío, levantándose con expresión amenazadora—. ¿Qué habéis hecho del muchacho?

Los dos pilletes miraron a su maestro con expresión de temor, cual si la violencia del tono empleado por aquél les hubiera alarmado; contempláronse luego mutuamente, y no contestaron palabra.

—¿Qué ha sido de Oliver? —rugió Fajín, agarrando por el cuello al
Truhán
y lanzando por la boca un torrente de maldiciones—. ¡Habla, o te estrangulo!

Tan en serio parecía hablar Fajín, que Carlos Bates, mozo prudentísimo, amigo de curarse en salud e inclinado por temperamento a esquivar los peligros, considerando altamente probable ser la segunda víctima inmolada por el judío, si éste se decidía a estrangular a su camarada, cayó de rodillas y lanzó un grito recio y prolongado, un grito que lo mismo podía confundirse con el mugido de un toro enfurecido, como con el bramar de una bocina.

—¿Hablarás con cien mil de a caballo? —vociferó el judío, sacudiendo al
Truhán
con tal furia, que sólo un milagro pudo impedir que se le quedara su levita entre las manos.

—Ha caído en la ratonera, y nada más —contestó el granuja con expresión sombría—. ¡Vaya! ¿Me suelta usted o no?

Desprendiéndose de un salto de la levita, que quedó en manos del judío, el
Truhán
se apoderó de la tostadera con la cual tiró un viaje tan violento al jovial caballero, que si acierta a alcanzarle, es más que probable que hubiera concluido para siempre con su jovialidad.

Merced a un salto atrás, dado con agilidad increíble en un hombre de sus años, logró esquivarle el golpe, y agarrando al propio tiempo el jarro de peltre, lo levantó con ánimo de estrellarlo contra la cabeza de su agresor. Por fortuna para éste, Bates llamó su atención lanzando un aullido espantosamente terrorífico, y el jarro destinado al
Truhán,
partió en busca de la cabeza de Bates.

—¿Qué demonios pasa aquí? —gritó en aquel punto una voz bronca—. ¿Quién se atreve a tirarme un jarro a la cara? ¡Gracias a que fue la cerveza y no el jarro el que me hirió, que de lo contrario, alguno lloraría lágrimas de sangre! No creía yo que un judío infernal, rico, ladrón y viejo, fuera capaz de tirar otro líquido que el agua... y ni siquiera agua, si no fuera porque la roba a la empresa que la proporciona a la ciudad. ¿Qué ocurre, Fajín? ¡Voto a...! ¡Me has manchado con cerveza la corbata!... ¡Entra tú, animal gruñón! ¿Qué haces ahí, como si te diera miedo tu maestro? ¡Entra enseguida!

El hombre que barbotaba estas palabras era un mocetón robusto, de unos treinta y cinco años de edad, que vestía levita negra de terciopelo, calzones muy manchados y deteriorados y medias de algodón gris, que encerraban un par de pantorrillas de gran diámetro... unas pantorrillas de esas que siempre parecen incompletas y sin terminar si en los tobillos no presentan unos grilletes a guisa de adorno. Cubría su cabeza un sombrero de color oscuro y rodeaba su cuello un pañuelo sucio y grasiento, con cuyas puntas limpiaba su dueño la cerveza que corría por su cara. Cuando hubo terminado esa operación, quedó al descubierto una cara de líneas rudas y barba crecida, animada por dos ojos de siniestra expresión, uno de los cuales presentaba síntomas indubitables de haber trabado recientemente estrechas relaciones con un puño.

—¡He dicho que entres!... ¿Has oído? —rugió el rufián.

Arrastrándose por el suelo, entró en la habitación un perro lanudo y muy sucio, cuya cabeza estaba llena de chirlos y descalabraduras.

—¿Por qué no entraste antes? —repuso el mocetón—. ¿Es que vas echando orgullo y ya no quieres reconocerme delante de la gente? ¡Échate ahí!

Al mandato acompañó una patada que lanzó el animal al extremo opuesto de la habitación. Muy acostumbrado debía estar el perro a caricias como aquélla, pues se acurrucó tranquilamente en un rincón, sin exhalar un quejido, y abriendo y cerrando sus feos ojos más de veinte veces en menos de un minuto, pareció entregarse de lleno a la obra de examinar la habitación en que se encontraba.

—¿Por qué reñías... por qué maltratabas a los muchachos, viejo avaro, tunante y ladrón?— gritó el recién llegado con aire resuelto—. ¡No comprendo cómo no te matan! Tiempo ha que te habría cortado el pescuezo si yo fuera tu aprendiz, y, además... ¡pero no! No hubiera podido venderte luego, como no fuera para exhibirte como modelo de deformidad encerrado en una botella, y creo que no fabrican botellas bastante grandes para contener a una bestia como tú.

—¡Chitón, señor Sikes! —exclamó el judío temblando—. ¡Hable usted más bajo!

—A mí no me llames señor, gran canalla, que es cosa sabida que cuando apelas al registro de las dulzuras, es porque meditas alguna granujería. Conoces mi nombre, así que puedes llamarme por él. Te aseguro que sabré hacerle honor cuando llegue el caso.

—¡Bien, Guillermo Sikes, muy bien! —dijo el judío con humildad abyecta—. Parece que venimos de mal humor...

—Puede ser, aunque creo que no es muy bueno el tuyo, a no ser que por distracción te divirtieras tirando jarros de peltre a la cabeza de tus amigos, lo cual confieso que es menos malo que denunciarlos.

—¿Estás loco? —exclamó el judío, asiendo a su interlocutor por una manga y extendiendo el brazo hacia los muchachos.

Contentóse Sikes con echarse al pescuezo un nudo corredizo imaginario y con dejar caer la cabeza sobre el hombro derecho, pantomima que el judío comprendió perfectamente, y a continuación, empleando un vocabulario extravagante, que probablemente resultaría ininteligible para mis lectores si de él hiciera uso aquí, pidió un vasito de licor.

—¡Cuidado con mezclarle algún veneno! —dijo Sikes, dejando el sombrero sobre la mesa.

Díjolo como en son de broma; pero si al decirlo hubiera reparado en la sonrisa infernal que vagó por los labios del judío, quizá habría comprendido que la recomendación no era del todo innecesaria y que no eran ganas lo que al jovial viejo faltaban de perfeccionar la industria
destilatoria
.

Luego que trasegó dos o tres vasos de licor, Sikes llevó su condescendencia hasta el extremo de
enterarse
de la presencia de los dos pilletes, a los cuales consintió que tomaran parte en una conversación que versó principalmente sobre el cómo y el porqué de la prisión de Oliver. Huelga decir que los cronistas de la misma hicieron una narración circunstanciada, en la que introdujeron cuantas alteraciones creyó el
Truhán
que aconsejaba la prudencia.

—Temo que ese muchacho diga cosas que nos proporcionen algún disgusto —observó el judío.

—Es muy probable –respondió Sikes, sonriendo con malicia—. Me parece que te veo bailando el zapateado en el aire, Fajín.

—Y temo también —repuso el judío, afectando no haberse percatado de la interrupción y mirando con fijeza a su interlocutor—, que sí comienza el baile conmigo, puedan bailar muchos otros, con la circunstancia de que el baile que éstos bailen, y sobre todo el que baile usted, mi querido amigo, será más movido que el mío.

Estremecióse Sikes y se revolvió con furia contra el judío, pero vio que éste tenía fija la mirada en el techo y que la expresión de su rostro era de inocencia perfecta.

Sobrevino un silencio prolongado. Todos los individuos de aquella asociación respetabilísima parecían embebidos en sus propias reflexiones, sin exceptuar el perro, el cual se lamía el hocico como estudiando la manera de probar la fuerza de sus colmillos en las pantorrillas del primer mortal que topara en la calle en cuanto saliera de casa.

—Es preciso que alguien vaya a informarse de lo que haya en el juzgado —dijo Sikes, con voz más baja de la que desde que llegó había empleado.

El judío hizo un gesto de aprobación.

—Si no ha movido la sin hueso, y le han encerrado ya en la cárcel, ningún peligro corremos hasta que lo suelten —añadió Sikes—. Habrá que estar sobre aviso para entonces, y sobre todo, amarrarle de alguna manera.

Nueva señal de aprobación del judío.

La conveniencia de adoptar la norma de conducta sugerida por Sikes saltaba a la vista, pero para traducirla en hechos, precisaba vencer obstáculos de consideración. Tanto el
Truhán
como Carlos Bates, lo mismo que Fajín y Guillermo Sikes, miraban con profunda antipatía a los jueces, antipatía extensiva a las salas en que aquéllos administraban justicia y hasta a sus inmediaciones.

Es difícil predecir cuánto tiempo hubieran permanecido callados mirándose unos a otros reflejando indecisiones siempre desagradables. Verdad es que sería innecesario hacer conjeturas, pues la súbita llegada a escena de las dos
señoritas
que Oliver había tenido el honor de conocer anteriormente, dio nuevo pábulo a la interrumpida conversación.

—¡Feliz coincidencia! —exclamó el judío—. Belita irá; ¿verdad, querida?

—¿Adónde? —preguntó la interrogada.

—Al juzgado, querida —respondió con voz melosa el judío.

En honor a la verdad, debo decir que la joven no afirmó explícitamente que no iría, pues se limitó a expresar el deseo de ser ahorcada antes que visitar el lugar que se le indicaba; forma delicada de eludir el cumplimiento de un favor que se nos pide, que demuestra que Belita había recibido esa educación exquisita que nos impide causar a nuestros semejantes la pesadumbre consiguiente a las negativas expresas y formales.

Anublóse el semblante del judío, quien volviendo la espalda a Belita, ataviada con un vestido magnífico por no decir soberbio, de seda encarnada, y calzada con botitas verdes, se dirigió a su compañera.

—Y tú, querida Anita, ¿qué me dices? —preguntó el judío con dulzura exquisita.

—Que eso no reza conmigo, Fajín, así que, puede evitarse la molestia de insistir —contestó Anita.

—¿Sabes lo que dices? —preguntó Sikes con acento amenazador.

—Sé que lo dicho, dicho está —replicó con tranquilidad la joven.

—Precisamente eres tú la única que puede hacerlo —insistió Sikes—. Nadie te conoce en el distrito.

—Y como ni me conviene, ni quiero que me conozcan —replicó Anita conservando la misma calma—, digo que no voy, lisa y llanamente, Guillermo.

—Ella irá, Fajín —dijo Sikes.

—No, Fajín, no irá —dijo Anita.

—Repito que irá, Fajín; no hay más que hablar —gritó Sikes.

Los hechos dieron la razón a Sikes. Alternando sabiamente las amenazas con los requiebros y promesas, la complaciente joven concluyó por aceptar la comisión. A decir verdad, su repugnancia no reconocía las mismas razones que motivaban las de su amiga, pues recién llegada al barrio de Field Lane desde el lejano pero elegante distrito de Ratcliffe, no debía temer ser reconocida por sus numerosos amigos, como le ocurría a Belita.

En consecuencia, después de haber ceñido alrededor de su cuerpo un delantal blanco y escondido los hermosos rizos de su cabeza bajo un modesto sombrero de paja, prendas sacadas del bien provisto guardarropa del judío, la señorita Anita se dispuso a lanzarse a la calle para desempeñar su cometido.

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