Oliver Twist (44 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Oliver Twist
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Temblaban dos perlas en las pestañas de la encantadora Rosa mientras escuchaba las tiernas palabras de Enrique, y cuando una de aquéllas cayó en la flor sobre la que se inclinaba, brilló en su cáliz, multiplicando su belleza. No parecía sino que aquella lágrima, rocío destilado de un corazón puro, alegaba derechos a confundirse con las creaciones más bellas de la Naturaleza.

—¡Un ángel —repuso el joven con acento apasionado—, una criatura tan hermosa, tan inocente, tan limpia de culpa como los mismos ángeles del Cielo, suspensa entre la vida y la muerte! ¡Oh! ¿Quién podía esperar que, cuando aquélla mansión lejana y celestial para la cual ha nacido le medio abría sus puertas, se decidiría a permanecer entre nosotros, para compartir las penas y miserias de esta vida de dolores? ¡Rosa, Rosa! ¡Tener la cruel convicción de que ibas a disiparte como una sombra, a extinguirte como una luz que Dios envió a la tierra para que brillase un momento nada más, perder las esperanzas de conservarte para los que acá abajo sufrimos, más aún, comprender que no es éste tu mundo, porque los ángeles en el Cielo están, saber que tu centro está en aquella mansión brillante hacia la que casi todos los seres privilegiados han emprendido su temprano vuelo; y sin embargo, pedir llorando a Dios que te dejase entre los que acá abajo te aman, son tormentos demasiado crueles para las fuerzas humanas! Pues bien: yo los sufrí, día y noche; a ellos se unió el temor indecible y el sentimiento egoísta de que murieras sin saber al menos cuán ardientemente te amo. No sé cómo los embates del dolor no me arrebataron la razón. Has curado. De día en día, de hora en hora, ha vuelto la salud, gota a gota, y aquel hilo débil de vida que circulaba con languidez por tu cuerpo, hoy es ya torrente impetuoso. He acechado ese feliz paso de la muerte a la vida con ojos que humedecían el anhelo, la ansiedad y el cariño más hondo... ¡No me digas que hubieses deseado privarme de ese espectáculo, que te aseguro que ha despertado en mi corazón una piedad inmensa hacia toda la humanidad doliente!

—No fue eso lo que quise decir —contestó llorando Rosa—. Si manifesté deseos de que te hubieras ido ya de aquí, fue porque siento que no continúes consagrando todas tus fuerzas a empresas elevadas y nobles... a empresas dignas de ti.

—No hay empresa más elevada, más noble, más digna de mí, más digna del mortal más privilegiado que exista, que luchar para merecer un corazón como el tuyo –replicó el joven, tomando entre las suyas la mano de Rosa—. ¡Rosa... mi Rosa querida!... ¡Hace años, muchos años que te adoro! ¡Hace años que vivo de la esperanza de conquistar honores, para volver a casa lleno de orgullo y jurarte que sólo los ambicioné para tener el placer de compartirlos contigo! ¡Hace años que, mientras sueño despierto, pienso cómo te recordaré, en aquel momento feliz, las mil pruebas silenciosas de cariño que desde niño te vengo dando, y cómo fundaré en ellas mis derechos a tu mano, cual si entre nosotros existiera de antiguo un convenio mutuo, ratificado y sellado! Ese momento no ha llegado aún; pero hoy, sin honores conquistados, antes de ver realizados los sueños de mis años juveniles, vengo a poner a tus pies un corazón que desde hace tanto tiempo es tuyo, y a suplicarte de rodillas que aceptes la ofrenda.

—Siempre ha sido elevada, noble y generosa tu conducta —respondió Rosa procurando adueñarse de la emoción que la agitaba—; como quiera que sabes muy bien que ni soy insensible ni ingrata, vas a oír mi contestación.

—Que trate de merecerte; ¿es ésa la contestación, Rosa querida?

—La contestación es que trates de olvidarme —replicó Rosa—; no como a una amiga fiel, a amiga cariñosa, pues si como amiga me olvidases, me harías sufrir horriblemente, sino como a objeto de tu amor. Tiende tus miradas por el mundo, piensa en los muchos corazones que en él encontrarás dignos de ti, cambia la naturaleza de tu pasión, y encontrarás en mí la amiga más sincera, la más constante, la más cariñosa.

Sobrevino una pausa, durante la cual, Rosa, que con una mano medio ocultaba su rostro, dio rienda suelta a sus lágrimas. Enrique retenía la otra entre las suyas.

—¿No podría saber, Rosa, los motivos que te inducen a adoptar la decisión que acabas de manifestarme? —preguntó Enrique, bajando la voz.

—Tienes derecho a conocerlos —contestó la niña—. Principiaré por decir, que nada de cuanto me digas ha de modificar mi resolución. Se trata de un deber, de una obligación que no puedo menos de cumplir. Sé lo que debo al mundo y a mí misma, Enrique.

—¿A ti misma?

—Sí, Enrique. Faltaría a lo que a mí misma me debo si yo, muchacha sin fortuna y sin amigos, llevando un apellido poco limpio, aceptase una situación que daría a tus amigos y al mundo entero motivo para creer que aproveché sórdidamente tu pasión primera y destruí para siempre con mi enlace las elevadas esperanzas de un porvenir brillante. Además, por ti, por tu familia, que me ha colmado de favores, me opondré siempre a que un impulso de tu natural generoso alce un obstáculo que paralizaría para siempre la carrera que puedes hacer en el mundo.

—Si tus inclinaciones están en armonía con lo que llamas tu deber... comenzó diciendo Enrique.

—No lo están —respondió Rosa cuyas mejillas se cubrieron de vivo carmín.

—¿Luego correspondes a mi amor? ¡Dímelo, Rosa querida, dímelo, y así dulcificarás la amargura de este cruel desengaño!

—Si me fuera dado corresponder sin perjudicar mucho al hombre que amase, habría...

—Habrías recibido de otra manera mi declaración, ¿no es verdad, Rosa? ¡No me ocultes esto al menos!...

—Tal vez —contestó Rosa—. Pero... —añadió, retirando la mano que Enrique había tenido asida—, ¿a qué prolongar esta entrevista dolorosa? Dolorosa sobre todo para mí, aun cuando engendrará su recuerdo una dicha perdurable, puesto que me hará feliz la certeza de que he ocupado en tu corazón el lugar preferente que ahora ocupo, y que en algo he contribuido a que coseches los triunfos que te esperan en la vida, cada uno de los cuales acrecentará mi, valor y mi firmeza. ¡Adiós, Enrique! ¡No volveremos a encontrarnos como nos hemos encontrado hoy; pero lazos de índole distinta de los que han motivado esta conversación nos unirán para siempre, y ojalá las fervientes plegarias nacidas de un corazón recto y cariñoso hagan descender del trono donde se asienta la verdad y la bondad eterna toda clase de bendiciones y de prosperidades sobre ti!

—Una palabra más, Rosa. Quisiera escuchar de tus propios labios las razones a que obedece tu conducta.

—El mundo te brinda un porvenir brillantísimo —respondió Rosa con firme resolución—. Puedes aspirar a todos los altos honores que la vida pública reserva a los que atesoran gran talento y cuentan con poderosos protectores. Pero es que los protectores son orgullosos; y yo no alternaré jamás con los que menosprecien a la madre que me dio el ser, no atraeré el deshonor o el fracaso sobre el hijo de la que ha sido para mí una segunda madre. En una palabra —añadió la joven dando media vuelta para impedir que la vendieran las lágrimas—: hay en mi nombre una mancha que el mundo suele hacer recaer sobre seres inocentes, y con la cual no quiero contaminar a nadie. Yo sola sobrellevaré el peso de mi desgracia.

—¡Una palabra, Rosa, una sola! —exclamó Enrique, cayendo de rodillas—. Si fuera yo menos... afortunado, diría el necio mundo, si mi destino hubiera sido vivir una existencia obscura... si fuera pobre, desgraciado, si no tuviera amigos... ¿me rechazarías de la misma manera? ¿Es la perspectiva de mis riquezas, la probabilidad de los honores que acaso me esperan, la que ha dado nacimiento a esos escrúpulos con respecto a su origen?

—No me obligues a contestar —respondió Rosa—. Te suplico que no insistas si no quieres hacerme sufrir.

—Si tu contestación es como casi me atrevo a esperar —repuso Enrique—, sería a manera de rayo brillante de felicidad que proyectaría alguna claridad sobre mi solitaria vida, y, sobre todo, sobre el penoso y árido camino abierto ante mí. No es pedir mucho solicitar dos palabras que podrían hacer tanto bien a quien te ama sobre todas las cosas. ¡Oh, mi querida Rosa! ¡En nombre de mi amor ardiente e inextinguible, en consideración a todo lo que por ti he sufrido y a todo lo que me resta que sufrir, te conjuro a que contestes esa sola pregunta!

—Contestaré, puesto que te empeñas. Si tu posición hubiera sido otra, si fueras un poquito superior a mí, un poquito, no tanto como lo eres, si yo hubiese podido ser para ti una compañera llena de abnegación y un apoyo y consuelo en una vida retirada y tranquila, en vez de una mancha a los ojos de los grandes y una rémora en tu carrera, no pasaría por la dura prueba por la que paso. Me sobran motivos ahora para considerarme feliz, Enrique, pero aceptando tu proposición, confieso que lo hubiese sido mucho más.

Recuerdos antiguos, esperanzas acariciadas en otros tiempos brotaron pujantes en la imaginación de Rosa al hacer la confesión que queda copiada, pero fueron recuerdos y esperanzas que vinieron acompañados de lágrimas, como ocurre siempre cuando vemos desvanecerse ilusiones que nos son queridas.

—Me es imposible vencer esta debilidad, aunque ella me afirma cada día más y más en mi resolución —añadió Rosa—. Es preciso que nos separemos de una vez —terminó, alargando la diestra a Enrique.

—Deseo que me hagas una promesa —replicó Enrique—. Me reservo el derecho de hablarte otra vez... una sola, que será la última, sobre este particular, dentro... de un año; quizá mucho antes.

—No te obstines en querer alterar mi determinación, pues te prevengo que ha de ser inútil —contestó Rosa sonriendo con amargura.

—Será para que me repitas esto mismo, si tal es tu deseo, para que me lo digas una vez más y con carácter definitivo. Yo pondré a tus plantas mi posición y mi fortuna, sean las que sean: si tú persistes en tu resolución actual, ni con actos ni con palabras intentaré combatirla.

—Está bien —dijo Rosa—. Será renovar la llaga; pero para entonces, espero que habré hecho acopio de fuerzas y podré resistir la prueba con mayor entereza.

Nuevamente ofreció su mano a Enrique; pero éste la atrajo a sus brazos, estampó un beso sobre su hermosa frente y salió presuroso de la habitación.

Capítulo XXXVI

Que será muy breve y parecerá perfectamente inútil, pero que debe ser leído, porque completa el anterior y es la clave de otro que seguirá cuando sean tiempo y sazón

—¿Conque está usted decidido a ser mi compañero de viaje? —Preguntó el doctor, al presentarse Enrique en el comedor, donde se encontraba con Oliver—. ¡No era eso lo que pensaba usted hace dos horas y media! ¡Por supuesto, que ya sé que suele usted cambiar de parecer con más frecuencia que de camisa!

—No me dirá usted lo mismo dentro de pocos días, doctor —contestó Enrique con cierto embarazo que al parecer no tenía motivo justificado.

—Trabajillo le costará convencerme —replicó el doctor—. Ayer por la mañana, sin ir más lejos se ocurre a usted de pronto permanecer aquí, con objeto de acompañar como buen hijo, a su madre a los baños de mar: la misma mañana antes del mediodía, me anuncia que va a hacerme el honor de acompañarme hasta Chertsey, siguiendo el viaje hasta Londres; llega noche, y viene con gran misterio, más interés a rogarme que me vaya solo antes de levantarse la señora de todo lo cual ha resultado que ahí tenemos al pobre Oliver clavado en esa silla, cuando debiera encontrarse corriendo por esas praderas a la caza de fenómenos botánicos de toda clase. Es una desgracia; ¿no es cierto, Oliver?

—Hubiera sentido mucho no encontrarme en casa en el momento de marcharse usted y el señor Maylie —contestó Oliver.

—Es un buen muchacho —observó el doctor—. Pero hablando seriamente, Enrique, ¿obedece su por marcharse a alguna carta recibida de los inmortales?

—Los inmortales –replicó Enrique—, entre los cuales incluye, no me engaño, a mi inmortalísimo tío, no han tenido la dignación comunicarse conmigo desde que llegué aquí, ni es probable que la estación presente, ocurra nada que haga necesaria mi presencia inmediata entre ellos.

—De todas suertes, no puede negarse que es usted un hombre singular. Pero menos mal; es seguro que para las elecciones de Navidad conseguirá usted un puesto en el Parlamento, y que no puede darse preparación mejor para entrar de lleno en la vida política que esa movilidad maravillosa de parecer que le distingue, esos cambios bruscos, esas transiciones repentinas que forman su carácter. Algo es algo. Bueno es reunir condiciones para cualquier carrera y ejercitarse para obtener el premio, consista éste en un destino en una copa o en una suma de importancia.

Enrique Maylie abrió dos o tres veces la boca como con deseos de hacer alguna observación que probablemente habría sorprendido no poco al buen doctor, pero se contentó con decir:

—¡Veremos... veremos!

Poco después de sostenido este breve diálogo, estaba preparada la silla de posta, Giles daba la última mano al arreglo del equipaje, y el doctor salía de la estancia para ultimar los preparativos de marcha.

—Oliver —dijo Enrique—; necesito decirte cuatro palabras.

Acercóse Oliver al hueco de la ventana obedeciendo a una seña de Enrique, no poco sorprendido al observar la expresión de tristeza que reflejaba el rostro de aquél.

—Creo que has aprendido ya a escribir bien, ¿verdad? —preguntó, poniendo una mano sobre el hombro del muchacho.

—Me parece que sí, señor —contestó Oliver.

—Es probable que pase algún tiempo antes que yo vuelva por aquí, y desearía que me escribieras... cada quince días, por ejemplo... sí, un lunes sí y otro no... dirigiendo las cartas a la Dirección General de Correos en Londres; ¿lo harás así?

—¡Oh!... ¡Con mucho gusto, señor! Será para mí motivo de orgullo obedecer su indicación.

—Deseo tener noticias de... de mi madre y de la señorita Rosa. Procura ser extenso llenando algunas páginas con detalles minuciosos acerca de los paseos que deis, de lo que habléis, sobre todo manifestándome si ella... ellas, quise decir, gozan de buena salud y parecen contentas y felices... ¿Me comprendes?

—Sí, señor, sí; perfectamente.

—Te recomiendo que a nadie hables sobre el encargo que te dejo, pues si mi madre lo supiera, acaso quisiera escribirme con más frecuencia, lo que sería para ella una molestia inútil. Sea esto un secreto entre nosotros y recuerda que deseo saberlo todo: en ti confío, Oliver.

Lleno de orgullo Oliver, respirando satisfacción por todos los poros de su cuerpo, prometió muy formalmente ser discreto y explícito en sus cartas. Enrique Maylie se despidió de él, prometiéndole que se interesaría muy de veras por su suerte y asegurándole que podía contar desde aquel momento con su decidida protección.

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