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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (43 page)

BOOK: Oliver Twist
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Como circunstancia digna de observación, que no pasó inadvertida a Oliver, diré que por aquellos días, las expediciones matinales del muchacho no fueron ya solitarias. Enrique Maylie, desde el primer día que vio entrar en la casa a Oliver cargado de flores, aficionóse a ellas de tal modo, y demostró un gusto tan exquisito para arreglarlas y combinarlas, que no tardó en dejar muy atrás a su juvenil compañero. Verdad es que si Oliver hubo que quedar relegado a segundo término en lo que a la combinación y gusto se refiere, en cambio no tenía rival para conocer los sitios en que se ocultaban las flores más bellas y delicadas, y todas las mañanas recorrían ambos jóvenes los campos y se llevaban a casa las más hermosas. La ventana del cuarto de la enferma, abierta para que aquélla pudiera saborear el placer de respirar el embalsamado y puro ambiente del verano, ofrecía siempre a sus ojos un ramillete especial, que todas las mañanas manos solícitas renovaban con exquisito cuidado. No pudo menos de observar Oliver que, renovados los ramos, jamás se arrojaban las flores marchitas, como tampoco dejó de llamarle la atención el hecho de que el doctor, cada vez que penetraba en el jardín, dirigía invariablemente la vista al ramo de flores de la ventana, movía la cabeza en forma muy expresiva, y continuaba luego su paseo matinal. El tiempo se deslizaba sereno en medio de estas y de otras observaciones, y la enferma mejoraba de día en día.

No se le hacía largo el tiempo a Oliver, aunque la señorita no había abandonado todavía su cuarto, y como consecuencia, no se daban los paseos por la tarde, excepción hecha de algunos, muy contados, que hacía con la señora Maylie. El muchacho estudiaba con asiduidad redoblada, aprovechaba mejor que nunca las lecciones del anciano de los cabellos blancos que le habían dado por maestro y trabajaba tanto, que la rapidez de sus progresos maravillaba a sus protectores y hasta le admiraba a él mismo. Precisamente cuando con mayor ardor se consagraba al estudio, fue cuando le aconteció un suceso imprevisto que le llenó de espanto.

La pequeña habitación donde solía encerrarse para estudiar estaba situada en la planta baja y parte posterior de la casa. Era un cuartito cuya ventana ocultaba casi una cortina de enredaderas y plantas trepadoras mezcladas con jazmines y madreselvas que saturaban el aire con deliciosos perfumes. La ventana daba al jardín, y éste, por medio de una puerta, comunicaba con un prado, que lindaba con extensas praderas y bosques.

Una tarde deliciosa, cuando las sombras del crepúsculo comenzaban a enseñorearse de la tierra, Oliver se sentó junto a la ventana y se abismó en el estudio de sus libros.

No quisiera que lo que voy a decir redundara en desdoro de los autores de los libros que Oliver estudiaba; pero es el caso que, había sido tan caluroso el día, y el muchacho había hecho tanto ejercicio, que leyendo, leyendo, se quedó dormido.

Hay una clase de sueño que a veces se apodera de nosotros sin sentirlo, sueño que, si bien se enseñorea del cuerpo, no arrebata al alma la facultad de darse cuenta de los objetos del mundo material, ni le priva de la facultad de viajar por donde le acomoda. Si puede darse el nombre de sueño a esa pesadez que agobia, a esa postración de fuerzas que impide los movimientos, a esa incapacidad de dirigir nuestros pensamientos a que nos reduce, sueño es en realidad; pero por encima del sueño sobrenada la conciencia de lo que en torno nuestro pasa, y aun cuando soñemos cuando en ese estado nos encontramos, las palabras que en realidad de verdad se pronuncian, o los sonidos verdaderos que hieren nuestros oídos, se adaptan con pasmosa oportunidad a nuestras visiones imaginarias, hasta que lo ficticio y lo positivo y real se mezclan y confunden tan íntimamente, que resulta punto menos que imposible distinguir lo uno de lo otro. Y no es ése el fenómeno más sorprendente de los que acompañan al estado de sopor en cuestión. Imposible poner en tela de juicio que, si bien es verdad que nuestros sentidos del tacto y de la vista se hallan entonces paralizados, no lo es menos que nuestros sueños, así como también las escenas que crea nuestra imaginación, sufren la influencia material de la
presencia puramente silenciosa
de cualquier objeto externo que no estaba a nuestro lado en el momento que cerramos los ojos, o de cuya proximidad no tuvimos noticia consciente.

Oliver sabía perfectamente que se encontraba en su cuartito, que ante sus ojos, y colocados sobre la mesa, estaban sus libros, que la brisa de la tarde penetraba por entre las plantas trepadoras que daban sombra a su ventana agitando dulcemente sus hojas, y, sin embargo, no puede negarse que dormía. La escena sufre de pronto un cambio brusco, radical; cree respirar un ambiente denso, viciado, y se encuentra transportado, sintiendo en su alma el terror consiguiente, a la guarida hedionda del judío. En el rincón de costumbre ve sentado al espantable viejo, quien le señala con el dedo mientras conversa en voz baja con otro sujeto a quien no conoce por estar vuelto de espaldas al muchacho.

He aquí el diálogo que suena en sus dormidos oídos:

—¡Silencio, amigo mío! ¡Él es, no hay duda! ¡Vámonos!

—¡Claro que es él! ¿Crees que puedo confundirlo con otro? Aunque, un ejército de demonios adoptasen su figura, y él se encontrara en el centro de ese ejército, una voz interior me indicaría cuál de ellos era el verdadero, haciendo que le reconociese sin exponerme a errar. Sí le enterrasen a cincuenta pies bajo tierra, y yo pasara sobre su tumba, sabría yo, sin necesidad de que sobre la tumba hubiera señal alguna, que allí estaba él enterrado.

¡Ya lo creo que lo sabría!

Tal odio, tanta ferocidad destilaban las palabras de aquel hombre, que despertó Oliver y se levantó sobresaltado.

¡Cielo santo! ¿Qué fue lo que vieron sus ojos, para que toda su sangre afluyese a su corazón y quedara privado de voz y de movimiento? ¡Allí... sobre la ventana, apoyados sobre el alféizar, tan cerca que hubiera podido tocarlos con la mano antes de retroceder presa de horrible pánico, fijos los ojos en el interior del cuartito estaban el mismísimo judío en persona, y a su lado, blanco de cólera, trémulo de rabia o de miedo, quién sabe si de ambas cosas, el desconocido de aspecto amenazador con quien tropezara días antes en la posada!

La visión no duró más que un instante; cruzó ante sus ojos como un relámpago, y se borró: pero los intrusos habían reconocido a Oliver y Oliver les había reconocido a su vez, pues sus fisonomías estaban grabadas en su memoria tan indeleblemente cual si con buril las hubieran esculpido en duro mármol. El infeliz Oliver quedó inmóvil durante breves segundos, y luego saltó por la ventana al jardín, y comenzó a pedir socorro con todas sus fuerzas.

Capítulo XXXV

Habla del resultado poco satisfactoria de la aventura de Oliver y copia una conversación interesante habida entre Rosa y Enrique

Cuando la gente de la casa, atraída por los gritos de espanto de Oliver, llegó al sitio de donde aquéllos partían, encontráronle pálido y trastornado, señalando con el brazo extendido en dirección a las praderas que lindaban con el jardín, y sin que su garganta agarrotada pudiera dejar escapar más palabras que éstas:

—¡El judío! ... ¡El judío!

Giles no comprendió lo que aquel grito significaba, pero Enrique Maylie, cuyas operaciones mentales eran más rápidas que las del grave mayordomo, y que por otra parte había oído referir a su madre toda la historia de Oliver, comprendió desde el primer momento lo que significaban las entrecortadas palabras del muchacho.

—¿Qué dirección tomó? —preguntó armándose de un garrote que encontró en un rincón.

—Aquélla —respondió Oliver, señalando la que los hombres habían seguido—. En un momento los perdí de vista.

—Entonces, están en el foso: sígueme procurando no separarte de mí.

Así diciendo, Enrique saltó la cerca y echó a correr con tanto brío, que no sin gran dificultad lograron seguirle los demás.

Giles siguió a Enrique como buenamente pudo, y otro tanto hizo Oliver, y no habrían transcurrido más de uno o dos minutos, cuando el doctor, que volvía de dar su paseo, saltaba también la cerca, y desplegando una agilidad de que nadie le hubiera creído capaz, corría en la misma dirección a marcha vertiginosa, y preguntando al propio tiempo a voz en cuello por la causa de aquella trifulca.

Nadie disminuyó la celeridad de su carrera, ni siquiera para tomar aliento, hasta que Enrique, llegado al ángulo del campo indicado por Oliver, comenzó a reconocer detenidamente el foso y el seto contiguo, lo que dio a los demás tiempo para reunírsele y a Oliver para referir al doctor el incidente que había motivado aquella persecución encarnizada.

Las investigaciones no dieron resultado alguno; ni siquiera se encontraron huellas recientes que acusasen el paso de los fugitivos. Los perseguidores se encontraban en la cima de un altozano que dominaba en todos sentidos una llanura de tres a cuatro millas de radio. A la izquierda, en una hondonada, se veía la aldea; pero para llegar a ésta, suponiendo que hubieran seguido la dirección indicada por Oliver, el judío y su acompañante tuvieron que pasar por un llano, completamente abierto, y era imposible que lo hubiesen franqueado en tan breve tiempo. Por otro lado bordeaba la pradera un bosque espeso; pero por la misma razón indicada, había que desechar la idea de que lo hubieran ganado.

—Habrás soñado, Oliver —dijo Enrique, llamando aparte al muchacho.

—¡Oh, no, señor! —respondió Oliver, estremeciéndose al solo recuerdo de la expresión feroz del rostro del que acompañaba al judío—. Los he visto con mucha claridad; con tanta como estoy lo viendo a usted en este momento.

—¿Y el otro, quién era? —preguntaron a un tiempo Enrique y el doctor.

—El mismo que tan brutalmente me habló en la posada: nos miramos los dos a la cara y juraría que era él.

—¿Y estás seguro de que tomaron ese camino? —repuso Enrique.

—Tan seguro estoy de que tomaron ese camino, como de que estuvieron en mi ventana —replicó Oliver—. Por allá saltó el más alto —añadió el muchacho, señalando con el brazo extendido el seto que dividía al jardín de la pradera—; y el judío se desvió corriendo hacia la derecha, y pasó por aquel portillo.

El doctor y Enrique hubieron de rendirse ante el sello de seguridad que reflejaba el rostro de Oliver. Cambiaron entre sí una mirada y, satisfechos, al parecer, de la precisión de detalles, prosiguieron los reconocimientos, pero en vano; ni la huella más insignificante encontraron de los fugitivos. La hierba, muy crecida, estaba intacta; los bordes de los fosos, cubiertos de barro blando, no presentaban el menor indicio de haber sido hollados por planta humana en mucho tiempo.

—¡Es extraño! —murmuró Enrique.

—¡Y tan extraño! —repitió el doctor—. Los mismísimos Blathers y Duff, con ser tan duchos, habrían de confesarse impotentes.

No obstante el resultado negativo de las pesquisas, continuáronse con ardor hasta que la llegada de la noche convenció a todos de que continuarlas era de todo punto desesperado, y aun entonces, no las abandonaron sin repugnancia. Giles fue enviado a varias tabernas de la aldea y de los alrededores, provisto de cuantos datos pudo facilitar Oliver acerca del aspecto exterior y traje de los misteriosos fugitivos. Fácil era identificar, sobre todo, al judío, suponiendo que rondase por los alrededores o hubiera entrado a beber en cualquiera de aquéllas; pero Giles volvió a casa sin traer dato alguno que pudiera disipar o arrojar alguna luz sobre el misterio.

Prosiguieron las pesquisas al día siguiente, pero con el mismo éxito. Un día más tarde, Oliver acompañó a Enrique hasta el pueblo, aprovechando la circunstancia de ser día de mercado, con la esperanza de averiguar algo sobre los dos individuos, pero tampoco dio resultado ese paso. Al cabo de algunos días comenzóse a dar al olvido el incidente, como sucede con todos los incidentes cuando la curiosidad o asombro, privados del alimento que les es necesario, mueren por consunción.

Volvamos a Rosa. Su restablecimiento avanzaba a pasos de gigante. Ya salía de su cuarto, podía pasear al aire libre y comenzaba compartir la vida de familia, con lo cual sembraba la alegría en los corazones de todos.

Aunque este cambio feliz ejercicio se visible influencia en el reducido círculo de aquella familia, y por más que en la casa se oyeran de nuevo conversaciones alegres y sonaran animadas y ruidosas risas, lo cierto que había ocasiones en que algunos de sus moradores, y hasta misma Rosa, ofrecían cierta expresión de reserva que no pasó inadvertida a Oliver. Con frecuencia encerraban la señora Maylie y hijo, permaneciendo horas enteras en la habitación, y no era raro ve huellas de llanto reciente en los ojos de Rosa. Estos síntomas se acentuaron, cuando el doctor señaló el día en que pensaba regresar a Chertsey en tales términos, que era evidente que en el seno de la familia ocurría algo que perturbaba la tranquilidad de Rosa y de alguna otra persona.

Una mañana, al fin, en ocasión en que Rosa se encontraba sola en el comedor, entró Enrique y le pidió, con vacilación manifiesta, permiso para hablarle durante algunos minutos.

—Pocos... muy pocos... bastarán, Rosa —dijo el joven, acercando su silla la de la niña—. Seguramente adivinas lo que de eso decirte pues no te son desconocidas las esperanzas más queridas de mi corazón, aun cuando hasta ahora no te las hayan confesado mis labios.

Densa palidez había cubierto el rostro de Rosa no bien vio entrar a Enrique. No seamos maliciosos, que muy bien podía aquélla ser efecto de la reciente enfermedad. Cuáles fueran sus pensamientos, no es posible saberlo, pues limitóse a inclinarse sobre una maceta que cerca de su silla había y esperó callada a que Enrique se explicase.

—He debido... creo... me parece que debía haberme marchado ya —dijo Enrique.

—En efecto —contestó Rosa—. Me perdonarás que te lo diga; pero desearía que te hubieses ido ya.

—Me trajo aquí el más doloroso, el más cruel de los temores —repuso el joven—, el miedo de perder para siempre a la persona querida en la cual tengo concentrados todos mis deseos y esperanzas. Estabas moribunda, Rosa, suspendida entre el Cielo y este mundo material. Todos sabemos que cuando la enfermedad visita a las personas llenas de vida, a las que son prodigios por la hermosura y ángeles por la bondad, sus espíritus inmaculados tienden insensiblemente a refugiarse en la brillante mansión del eterno descanso, y no ignoramos que, con dolorosa frecuencia, la parca fatal siega los tallos de las flores más hermosas del género humano.

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