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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (47 page)

BOOK: Oliver Twist
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—¡Vamos! —gruñó con impaciencia—. ¿Piensan tenerme aquí eternamente?

La mujer, que fue la que mayor vacilación reveló en el primer momento, entró resueltamente sin esperar nuevas instancias, y Bumble entonces, fuera que sintiese vergüenza, fuera que temiese quedarse solo, siguió a su cara mitad, con repugnancia, es verdad, y sin conservar ni rastros de aquella dignidad y prosopopeya que fueron siempre sus características principales.

—¿Qué demonios hace usted ahí, clavado en el lodo y con la boca como un papanatas? —preguntó Monks a Bumble, cerrando la puerta luego que aquél entró.

—Estábamos... estábamos tomando el fresco —respondió Bumble, mirando a su interlocutor con miedo manifiesto.

—¡Tomando el fresco! —replicó Monks—. Toda el agua que ha caído desde que existe el mundo, y la que caerá hasta el día del juicio, no es bastante para apagar el infierno ardiente que puede encerrar un hombre en su pecho. ¡No es empresa fácil refrescarlo a usted, amigo! ¡Téngalo por seguro!

Pronunciadas estas palabras tan agradables, Monks se encaró bruscamente con la matrona y fijó en ella una mirada tan amenazadora, que aquélla, no obstante ser de las que difícilmente se acobardaban, hubo bajar los ojos y clavarlos en el suelo.

—Es ésta la mujer ¿no? —preguntó Monks a Bumble.

—Sí —contestó Bumble, acordándose de las recomendaciones de su esposa.

—¿Es que cree usted que las mujeres no podemos guardar secreto —preguntó la matrona, devolviendo a Monks las miradas escrutadoras que éste le dirigía.

—Sé, por lo menos, que siempre guardan un
secreto,
hasta que el diablo lo descubre —contestó Monks con displicencia.

—¿Qué secreto es ése? —inquirió la dama en el mismo tono.

—El del naufragio de su reputación —replicó Monks—. He aquí por qué no temo confiar a una mujer un secreto que puede conducirla a la horca o a galeras, seguro de que a nadie ha de revelarlo. ¡Ah, sí! ¿Va usted comprendiendo?

—No —contestó la matrona, ruborizándose ligeramente.

—¡Ah, claro! —exclamó Monks con expresión de ironía—. Natural el que no lo entienda.

Después de dirigir a sus visitantes una sonrisa que tenía tanto de sardónica como de amenazadora, y repitiéndoles que le siguiesen, Monks atravesó con paso rápido una pieza muy extensa, pero de techo sumamente bajo. Iba a tomar el primer peldaño de una escalera que conducía a los visos superiores, cuando le cegó el cárdeno fulgor del relámpago, al que siguió el tableteo de un trueno, que conmovió el edificio hasta en sus cimientos.

—¡Han oído! —exclamó Monks, retrocediendo asustado—. ¡Han oído! ¡Oyen ese trueno que parece eco monstruoso repetido por mil cavernas, donde se esconden millones de demonios! ¡Me horripilan esos truenos!

Guardó Monks algunos instantes de silencio, y como luego separase bruscamente las manos con que ocultaba su rostro, Bumble pudo observar, no sin sobresalto, que sus facciones estaban lívidas y descompuestas.

—Me dan alguna que otra vez estos accesos —dijo Monks observando la expresión de alarma de Bumble—. Con frecuencia los provocan los truenos, pero no hagan caso: ya pasó.

Apenas terminó de hablar, continuó subiendo por la escalera, entró en una habitación, cuyas maderas se apresuró a cerrar, y descolgó una linterna suspendida de una de las vigas del techo. Los reflejos inciertos de aquella luz cayeron sobre una mesa y tres sillas desvencijadas que había debajo.

Una vez sentados, dijo Monks:

—Cuanto antes hablemos del asunto, mejor. Supongo que esta mujer sabrá ya de qué se trata, ¿no es cierto?

A Bumble iba dirigida la pregunta, pero fue su señora la que contestó, anticipándose a su marido, que estaba en autos de todo.

—¿Es verdad que, la noche que se fue a los infiernos aquella bruja, habló usted con ella, y oyó de sus labios algo...?

—Sobre la madre del niño que usted nombró; sí —contestó la matrona, interrumpiendo a Monks.

—Pues ahí va mi primera pregunta: ¿qué fue lo que aquella vieja dijo?

—Esa pregunta debe ocupar el segundo lugar —replicó con intención la dama; la primera debe ser ésta: ¿Cuánto me valdrá la revelación?

—¿Y quién diablos puede decir lo que valdrá, sin antes saber en qué consiste? —objetó Monks.

—Nadie mejor que usted; eso es indudable —dijo la señora Bumble dando una vez más pruebas de aquella resolución y presencia de espíritu que tan a costa suya conocía su marido.

—¡Hum! —rezongó Monks, mirando a su interlocutora con avidez—. Hay el propósito de ganar dinero, ¿eh?

—Es posible —respondió la dama con calma y compostura.

—Se trata de una cosa que le fue robada... —dijo Monks—; de algo que llevaba... y que...

—No continúe usted —interrumpió la señora Bumble—. Con lo que acaba de decirme tengo bastante para saber que es usted el hombre a quien tenía que dirigirme.

Bumble, a quien su cara mitad no había comunicado detalle alguno acerca del secreto, escuchaba el diálogo con el cuello tendido y los ojos desmesuradamente abiertos, que dirigía ora hacia su mujer, ora hacia Monks, revelando un asombro que ni cuidaba de disimular, asombro que tomó mayores vuelos cuando oyó que el segundo preguntaba con dureza qué suma exigía por la revelación.

—¿Cuánto vale para usted? —preguntó la señora Bumble.

—¡Vaya usted a saber! Pudiera ser que nada, pudiera ser que veinte libras. Hable usted pronto si quiere que lo sepa.

—Añada cinco libras a la suma que usted ha mencionado, y asunto concluido. Entrégueme veinticinco libras; y le revelaré lo que sé.

—¡Veinticinco libras! —exclamó Monks retrocediendo un paso.

—He hablado con cuanta claridad me ha sido posible. Me parece que la cantidad no es exagerada.

—¡Que no es exagerada, tratándose de un secreto insignificante, que acaso me resulte perfectamente inútil! —gritó Monks con impaciencia—. ¡Un secreto muerto y enterrado desde hace más de doce años!

—Son asuntos que tienen espera y que, semejantes al buen vino, aumentan en valor con el tiempo —replicó la matrona, sin abandonar el tono de indiferencia que desde el principio de la conversación había adoptado—. Por lo demás, muertos ha habido que después de permanecer enterrados muchísimos años, se han levantado de sus tumbas para contar historias muy singulares.

—¿Y si pago lo que nada vale? —preguntó Monks, vacilante.

—No le será difícil recobrar su dinero. Mujer soy sola... y sin amparo de nadie.

—¡Sola no, querida mía, y sin amparo tampoco! —murmuró Bumble con voz que el miedo hacía temblar—. Me tienes a mí, querida; fuera de que el señor Monks es demasiado caballero para cometer violencias con funcionarios parroquiales. Sabe perfectamente el señor Monks que no soy un niño, sino más bien un hombre duro de pelar, y un funcionario resuelto, dotado de fuerzas prodigiosas y peligroso cuando monto en cólera. Conque monte un poquito en cólera, no necesito, más.

Mientras hablaba, el señor Bumble hizo ademán de blandir la linterna con fiereza, pero el miedo que su rostro reflejaba pregonaba bien a las claras que le hacía falta montar
mucho
en cólera, y
no poquito
, para atreverse a algo, no tratándose de asilados, con los cuales era
bravo
como el que más.

—Eres un estúpido que debería guardarse la lengua en el bolsillo —observó la señora Bumble.

—Y aun hubiera sido preferible que se la cortase antes de venir aquí, si no sabe hablar con voz más baja —dijo Monks—. ¿Conque ese hombre es su marido?

—¡Mi marido él!... —exclamó la dama, esquivando la contestación.

—Me lo figuré cuando vinieron —repuso Monks, sorprendiendo la mirada furiosa que la señora dirigió a su Juan Lanas—. ¡Tanto mejor! Prefiero tratar con dos personas que, si parecen distintas, no tienen más que una voluntad. Hablo muy serio, quiero llevar adelante el negocio y aquí está la prueba.

Esto diciendo, echó mano a un bolsillo interior, sacó un saquito de lona, contó veinticinco libras, y 1 colocó apiladas sobre la mesa frente a la mujer.

—Guárdelas usted; y cuando hay resonado ese maldito trueno que amenaza estallar sobre la casa, me contará la historia.

El trueno retumbó en efecto, por cierto mucho más cerca que los anteriores, y una vez se restableció silencio, Monks se aproximo a dama para no perder palabra de lo que ésta tuviera que decirle. Casi se tocaban las caras de los tres personajes, pues los dos hombres habían alargado los cuellos para oír mejor, y la mujer hizo otro tanto con el suyo, a fin de hacer la narración con voz muy queda. La luz incierta que la linterna suspendida de la viga derramaba sobre sus cabezas, intensificaba la palidez y la expresión inquieta de sus rostros. Cercados de oscuridad por todas partes, más que seres de carne y hueso parecían fantasmas.

—Cuando murió aquella vieja que llamábamos Sara —comenzó diciendo la señora Bumble—, estábamos solas ella y yo.

—¿No habría por las inmediaciones alguna otra persona? —preguntó Monks con voz que parecía un suspiro—. ¿Alguna vieja maldita en otra cama? ¿Alguna enferma idiota que escuchase acaso?...

—Nadie absolutamente —replicó la mujer—. Estábamos solas. Yo, y nadie más que yo, me encontraba junto a su cuerpo cuando sobrevino la muerte.

—Muy bien —contestó Monks—. Adelante.

—La moribunda me habló de una joven que años antes había dado a luz a un niño, no sólo en la misma habitación, sino también en la misma cama en que ella moría.

—¡Cristo! —exclamó Monks temblando—. ¡Qué caprichosa es la casualidad!

—El niño era el mismo de quien anoche habló éste —añadió la matrona, señalando con indiferencia a su marido—. La madre fue robada por la enfermera.

—¿Estando viva? —preguntó Monks.

—Después de muerta —contestó la señora Bumble, estremeciéndose ligeramente—. Robó a la difunta, cuando apenas era cadáver, lo que la madre le había suplicado que guardase para su hijo.

—¿Y lo vendió? —preguntó Monks con ansiedad—. ¿Lo ha vendido? ¿Dónde? ¿A quién? ¿Cuándo ¿Cuánto tiempo hace?

—No bien me confesó, por cierto con gran dificultad, que había cometido el robo, quedó muerta.

—¿Sin decir más? —exclamó Monks con voz ahogada—. ¡Mentira! ¡A mí no se me engaña! ¡Soy perro viejo! ¡Habló más! ¡Algo más dijo, y yo quiero saberlo, yo lo sabré, aunque haya de arrancarles a los dos las palabras con la vida!

—No dijo ni una palabra más —replicó la dama sin muestras de temor, no ocurriendo lo propio con Bumble, a quien llenaron de espanto las frases airadas de Monks—. La vieja agarró con fuerza mi vestido no bien pronunció las palabras que acabo de repetir, y cuando a viva fuerza logré desasir su mano, hallé que entre los dedos agarrotados tenía un pedazo de papel.

—¿Qué era? —preguntó Monks.

—Poca cosa: una papeleta del Monte de Piedad.

—¿De qué objeto?

—Lo sabrá usted a su tiempo. Yo creo que la vieja había conservado por espacio de bastante tiempo el objeto, a fin de sacar mejor partido, concluyendo por empeñarlo. Parece que fue reuniendo dinero para pagar anualmente las renovaciones del empeño, evitando perder el objeto, por si se le presentaba ocasión de utilizarlo. La ocasión no se presentó, y conforme acabo de manifestar, la vieja murió con la papeleta, arrugada y sucia, en la mano. La renovación debía haber sido hecha dos días antes; y por si el objeto podía serme útil algún día, decidí desempeñarlo.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Monks.

—Aquí —contestó la señora Bumble.

Como si se alegrase de deshacerse de aquella prenda, la mujer dejó sobre la mesa un saquito de piel, que tomó inmediatamente Monks apresurándose a abrirlo con dedos temblorosos. No contenía más que un medalloncito de oro, dentro del cual había dos rizos de cabello, y una sortija de oro muy sencilla.

—Lleva grabada dentro la palabra Inés —explicó la mujer—. Queda un hueco para grabar el apellido, y luego se lee una fecha, que es la del año anterior al nacimiento del niño. Todo ello lo he averiguado yo misma.

—¿Nada más? —preguntó Monks, después de reconocer detenidamente los objetos.

—Nada.

—Respiró Bumble como si se viera libre de un peso enorme al ver terminada la historia sin que se hablase de devolver el dinero, y se atrevió a secar el sudor que abundante caía por su rostro.

—No sé más sobre la historia, aunque claro está que algo me parece adivinar, ni deseo saber más —observó la señora Bumble—. ¿Me permitirá usted que le haga dos preguntas?

—Puede usted hacerlas —contestó Monks con cierta expresión de sorpresa—; si las contestaré o no, es cosa que está por ver.

—Primera: la historia que acaba de oír, ¿es la que deseaba saber?

—Sí —contestó Monks—. ¿Y la otra?

—¿Qué objeto persigue usted? ¿Puede servirse en contra mía de lo que le he dicho? ¿Pueden perjudicarme los objetos que le he entregado?

—¡Nunca! Ni a usted ni a mí. Mire usted... pero sin moverse, que un movimiento cualquiera podría costarle el pellejo.

Acompañando la acción a la palabra, retiró vivamente la mesa, agarró una anilla de hierro y tiró de ella, dejando abierta una trampa casi debajo de los pies de Bumble, que se retiró vivamente y con muestras de terrible pánico.

—Mire usted al fondo —repuso Monks, bajando la linterna—. No me tengan miedo, que si hubiera querido, fácilmente y sin ruido hubiera podido precipitarlos a los dos mientras estaban sentados tranquilamente.

Más tranquila la matrona, acercóse al borde de la trampa, y otro tanto hizo Bumble arrastrado por la curiosidad. Bramaba en las profundidades del abismo la turbulenta corriente cuyo caudal y fuerza había aumentado el reciente aguacero, dominando los demás ruidos producidos por el chocar constante del líquido elemento contra los verdosos y desgastados pies derechos sobre los cuales se asentaba el edificio. En tiempos pasados había habido un molino, y las aguas, al precipitarse furiosas sobre la vieja rueda, alzaban mares de espuma y continuaban, con fuerza centuplicada, luego que habían vencido los obstáculos que por un instante detuvieran su impetuoso curso, su carrera invariable hacia el mar.

—Si se arrojase al fondo el cuerpo de un hombre, ¿dónde se le encontraría mañana? —preguntó Monks, iluminando con la linterna la boca del negro pozo.

—Doce millas aguas abajo, y por añadidura hecho pedazos —contestó Bumble retrocediendo horrorizado.

—Monks sacó de su pecho el saquito, que presuroso había ocultado antes, y después de atarle sólidamente un pedazo de plomo, que en tiempos mejores fue parte de una polea, lo arrojó al abismo. Las aguas lo recibieron sin dejar casi oír el ruido, más insignificante.

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