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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (60 page)

BOOK: Oliver Twist
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—Eso es —contestó Noé, rascándose una oreja—. Todo pasó como lo dice usted.

—¿Qué dijeron sobre el domingo último? —repitió Noé recapacitando—. Pues dijeron lo que conté a usted.

—¡Repítalo... repítalo otra vez! —bramó el judío, agarrando con mayor fuerza el brazo de Sikes y agitando la otra mano, mientras echaba espumajos por la boca.

—Le preguntaron... —contestó Noé, que, más despierto, comenzaba a comprender quien era Sikes—, le preguntaron por qué no había ido el domingo último, conforme tenía prometido, y ella contestó que no le fue posible.

—¿Por qué?... ¿Por qué? —preguntó el judío con expresión de triunfo—. Díganos por qué.

—Porque la retuvo por fuerza en casa un tal Guillermo, el hombre de quien antes les había hablado.

—¿Qué más dijo sobre ese hombre? ¿Qué más dijo sobre el hombre de quien antes le había hablado? ¡Dígaselo... dígaselo!

—Pues... que no podía salir de casa sin que aquel hombre supiera adónde iba, y que, la primera vez que visitó a la señorita, le... ¡Ja, ja, ja, ja! ¡No reí poco cuando lo oí! La primera vez que visitó a la señorita, para poder salir, se vio obligada a propinarle una dosis de láudano.

—¡Mil rayos! —rugió Sikes—. ¡Suelta... déjame salir!

Desasiéndose de la zarpa del viejo y dando a éste un empellón, salió de la estancia y se precipitó escalera abajo como un loco furioso.

—¡Guillermo!... ¡Guillermo! —gritó el judío, corriendo tras él —¡Una palabra... una sola palabra!

¿Ni esa palabra hubiera podido pronunciar Fajín si el bandido hubiese podido abrir la puerta de la calle, que encontró cerrada; pero como ésta resistiera sus esfuerzos, el judío llegó a tiempo para encontrarle blasfemando y maldiciendo como un condenado.

—¡Déjame salir!... ¡No me hables!... ¡Es peligroso!

—Una sola palabra —insistió Fajín, mientras abría la puerta—. No lleve la...

—¿La qué?

—... la violencia demasiado lejos, Guillermo.

La aurora, que se había anunciado minutos antes, enviaba a la tierra claridad bastante para que aquellos hombres pudieran verse las caras.

Cambiaron una mirada rápida: los ojos de entrambos despedían fulgores siniestros que no dejaban lugar a duda. El pensamiento de los dos era el mismo.

—Quiero decir —repuso Fajín, comprendiendo que ya era inútil el disimulo—, que no lleve la violencia hasta extremos que comprometan su seguridad... ¡Astucia, Guillermo! ¡Nada de escándalos!

Sikes, sin contestar palabra, se lanzó a la calle, no bien el judío franqueó la puerta.

Sin detenerse a reflexionar un momento, sin volver una sola vez la cabeza hacia la derecha o hacia la izquierda, sin alzar los ojos al cielo, ni bajarlos a la tierra, sino con la mirada fija al frente y llena de resolución salvaje, tan apretados los dientes que parecía que las mandíbulas amenazaban romper la envoltura de carne que las cubría, el feroz bandido emprendió frenética carrera y no despegó los labios, no cedió la horrible tirantez de ninguno de sus músculos hasta que llegó a su casa. Abrió sigiloso la puerta de la misma con la llave que consigo llevaba, subió con paso de lobo la escalera, entró en su habitación, cuya puerta volvió a cerrar con llave y doble vuelta y no contento con eso, la barricó colocando detrás una mesa muy pesada, y descorrió la cortina del lecho.

La joven estaba acostada, a medio vestir. Al entrar Guillermo; despertó sobresaltada.

—¡Levántate! —rugió el bandido.

—¿Eres tú, Guillermo? —preguntó Anita, con expresión de alegría.

—Yo soy; ¡levántate!

Lucía una vela cerca del lecho, Guillermo la arrancó del candelero que la sostenía, y la tiró debajo de la estufa. Anita, viendo que era de día, se levantó y fue a descorrer la cortina de la ventana.

—¡Déjala! —dijo Sikes deteniéndola—. Para lo que voy a hacer, tenemos luz sobrada.

—¡Guillermo! —llamó la joven con cierto temor—. ¿Por qué me miras así?

Dilatadas las narices y con respiración jadeante, el bandido permaneció sentado algunos momentos, mirándola con fijeza aterradora, y de pronto, agarrándola por el cuello, la arrastró hasta el centro de la habitación y, dirigiendo una mirada a la puerta, tapóle la boca con su pesada manaza.

—¡Guillermo!... ¡Guillermo!... —murmuró la joven con voz ahogada, debatiéndose con la energía que da el terror producido por la proximidad de la muerte—. ¡No... no gritaré... no diré palabra... escúchame... háblame... dime qué es lo que he hecho!...

—¡Lo sabes de sobra, infame! —bramó el bandido, con voz concentrada—. Te vigilaron esta noche... han escuchado todas tus palabras.

—En ese caso, por amor de Dios, perdóname la vida, como yo perdoné la tuya, Guillermo. ¡Guillermo... Guillermo querido... no, no es posible que tengas corazón para matarme! ¡Piensa en lo mucho que siempre, y hasta esta noche misma, he rehusado por ti! ¡Tendrás tiempo para reflexionar y no cometerás este crimen... porque yo no te soltaré, y tú no emplearás conmigo la fuerza bruta! ¡Guillermo... Guillermo... por Dios... por ti... por mí... detente antes de verter mi sangre! ¡Por mi alma, llena de cieno ¡ay! te juro que siempre te fui fiel, que jamás te hice traición.

Sikes hizo un esfuerzo violento para desprender su brazo; pero con fuerza tal le sujetaba la joven, que no pudo conseguirlo.

—¡Guillermo! —exclamaba Anita, procurando apoyar su cabeza contra el pecho del miserable—. El bondadoso caballero y la dulce señorita con quienes hablé esta noche me han ofrecido un refugio en cualquier país extranjero donde podré terminar tranquilamente mis días. Déjame que vuelva a verles, y, que les suplique de rodillas que te concedan a ti la misma merced. Los dos juntos podremos abandonar esta horrorosa casa, alejarnos de esta ciudad y vivir mejor, dando al olvido nuestra existencia pasada, excepto cuando pidamos a Dios perdón de ella, y no volviéndonos a ver nunca más. Nunca es tarde para arrepentirse. Así me lo dijeron... y ahora veo que tenían razón... ¡Tenemos tiempo... no mucho, pero sí el suficiente!

El bandido consiguió al fin desasir uno de sus brazos y empuñó seguidamente una pistola. No obstante la cólera que le enloquecía, cruzó por su mente la idea de que sería descubierto en el acto si disparaba el arma, y entonces, con la culata de aquella descargó dos golpes tremendos contra la cara vuelta hacia arriba de la joven, que casi estaba pegada a la suya.

Tambaleóse la joven y cayó desplomada en tierra, cegada por la sangre que en abundancia brotaba de una herida terrible que los golpes habían abierto en su frente. Pudo incorporarse, sin embargo, y ponerse de rodillas gracias a un esfuerzo sobrehumano, y entonces, sacando del seno un pañuelo blanco, que le había dado Rosa Maylie, y elevándolo al cielo entre sus manos cruzadas, murmuró una plegaria impetrando la misericordia de Dios.

La escena era espantosa. El asesino se acercó a la pared con paso vacilante, agarró una tranca, y volviendo la cabeza a fin de no ver a su víctima, la remató a trancazos.

Capítulo XLVIII

Fuga de Sikes

Fue el que dejamos reseñado en el capítulo anterior el más horrendo de los delitos que, a favor de las tinieblas de la noche, se habían cometido dentro del vasto recinto de Londres; fue, entre todas las hazañas rufianescas cuyo vaho nauseabundo emponzoñó el suave ambiente de la mañana, la más cobarde y cruel.

El astro rey, que no sólo trae consigo la luz, sino también vida nueva, esperanza nueva y energía nueva al hombre, alzóse sobre la ciudad envolviéndola en hermosas nubes de gloria radiante. Sus rayos luminosos lo mismo penetraron a través de los costosos cristales de delicados colores que por los amarillentos vidrios remendados con papel, lo mismo inundaron los ventanales de las soberbias cúpulas de las catedrales que las grietas de las casuchas cuarteadas.

También iluminó la estancia en cuyo piso yacía el cadáver de la mujer asesinada. Bien hubiera querido el bárbaro matador cerrarle paso, desterrar la claridad de la escena de su crimen, pero pese a sus esfuerzos, la luz penetró a torrentes... ¡Espantosa era la escena la incierta luz del crepúsculo matutino, pero infinitamente más cuando el sol la bañaba con sus radiantes resplandores!

No se había movido Sikes; el terror le tenía como yerto. A sus oídos había llegado un quejido lastimero, sus ojos vieron que su víctima movía una mano, y su rabia acrecentada por el terror, le impulsó a herir, a herir y una y otra vez. Echó una colcha sobre el cadáver... ¡Peor... mucho peor!... ¡Más terrible era representarse, ver con la imaginación los ojos de la víctima vueltos hacia él, que contemplarlos fijos, clavados en el techo, cual si mirasen en éste la imagen del mar de sangre que reflejaban los rayos del sol! El asesino tiró de la colcha... Allí estaba el cadáver... carne y sangre, nada más... ¡pero qué carne, qué sangre!

Encendió fuego y arrojó a él garrote. En el extremo de éste había pegados algunos cabellos, que chisporrotearon al convertirse en cenizas y subieron describiendo espirales por la chimenea al tomarlo entre sus alas una ráfaga de aire. Hasta este detalle, con ser tan insignificante, aterró al asesino, no obstante su barbarie, bien que su terror no le impidió mantener el arma hasta que la vio reducida a carbones, primero, y últimamente a cenizas. Se lavó entonces, cepilló su traje, pero como hubiera en éste manchas que era imposible hacer desaparecer, cortó el paño y lo arrojó al fuego... ¡Ah! ¡Las manchas que observara en el vestido inundaban la habitación! ¡Hasta las patas del perro estaban tintas en sangre!

Durante todo ese tiempo, el asesino no había vuelto la espalda al, cadáver... ¡no! ¡Ni por un instante! Cuando hubo terminado sus preparativos, dirigióse a la puerta, pero retrocediendo, sin perder de vista a su víctima y arrastrando consigo al perro, temeroso de manchar de nuevo sus pies y llevar consigo hasta la calle nuevas huellas del horrendo crimen cometido. Entornó sin hacer ruido la puerta de la calle, dio doble vuelta a la llave, y abandonó la casa.

Cruzó la calle y desde la acera opuesta alzó los ojos hasta la ventana a fin de asegurarse de que nada se veía desde fuera. Continuaba corrida la cortina que Anita había querido descorrer para dar entrada a la luz que nunca más debían ver sus ojos... ¡Junto a la cortina estaba el cadáver!... ¡Él lo sabía perfectamente!... ¡Oh, Dios! ¡Cómo inundarían aquel sitio los rayos del sol!

El examen no duró más que un instante. Algo más tranquilo al verse fuera del teatro de su villana acción, silbó al perro y se alejó caminando con rapidez.

Cruzó por Islington, subió a la colina de Highgate que sirve de asiento a la estatua erigida en honor de Wellington, descendió de nuevo, caminando a la ventura y sin saber adónde dirigirse, torció a la derecha casi en los comienzos del descenso y, tomando un sendero que atravesaba los campos, bordeó el bosque de Caen y llegó a Hampstead Heath. Cruzando la hondonada por el Valle de Health, subió por el repecho opuesto y, atravesando el camino que pone en comunicación a Hampstead, con Highgate, prosiguió la marcha por los campos de North End, en uno de los cuales se tendió al abrigo de un seto y se durmió.

Pronto volvió a levantarse y a proseguir su marcha, pero no en dirección al campo, sino para aproximarse de nuevo a Londres por el camino real. A poco volvió sobre sus pasos, tomó luego dirección distinta, cruzó terrenos que antes había atravesado ya, y rondó de una parte a otra, a la ventura, ora tendiéndose en el fondo de algún foso para dar algún descanso a su cuerpo, ora levantándose asustado en busca de refugio más seguro, que no encontraba en ninguna parte.

¿Habría algún lugar, no muy apartado ni demasiado público, donde pudiera encontrar algún alimento, algo con que refrescar su resecada garganta? Sí... Hendon: era un pueblecillo que respondía a sus deseos, situado a corta distancia y casi despoblado. A Hendon dirigió sus pasos, tan pronto corriendo con todas sus fuerzas como andando a paso de caracol o suspendiendo la marcha y entreteniéndose en descargar bastonazos contra los setos. Llegó al pueblo, y se imaginó que todo el mundo, hasta los niños, le miraban con desconfianza y recelo. Sin valor para comprar un mendrugo de pan ni un vaso de agua, salió del pueblo aunque no había probado bocado en muchas horas, y retrocedió hacia Heath, sin saber adónde dirigir sus pasos.

Después de recorrer millas y millas de distancia, volvió a encontrarse casi en el punto de partida. Pasó la mañana, llegó la tarde, feneció el día, y el asesino continuaba caminando de aquí para allá, ora subiendo, ora bajando, sin dar punto de reposo a sus piernas, y, sin embargo, encontrándose siempre en el mismo sitio. Al fin tomó decididamente dirección hacia Hatfield.

Las nueve de la noche serían cuando el hombre, extenuado y falto de fuerzas, y el perro, renqueando y cojeando a consecuencia de un ejercicio al que no estaba acostumbrado, descendían por la colina que conduce al pueblo, torcían al llegar a la iglesia, avanzaban por una calle y se deslizaban al fin en el interior de una taberna, a la cual los había guiado la escasa luz que iluminaba su puerta. Sentados alrededor de la lumbre había algunos campesinos que entretenían el tiempo bebiendo. Apresuráronse a dejar entre ellos un sitio al recién llegado; pero Sikes fue a sentarse en el rincón más alejado y obscuro, donde comió y bebió solo, mejor dicho, acompañado por su perro, al cual arrojaba de vez en algún pedazo de pan.

Hablaban los que estaban reunidos en la taberna de campos, cosechas, y cuando agotaron el tema, de la edad de un viejo a quien habían enterrado el domingo anterior, acerca del cual aseguraban los jóvenes que era muy viejo, al paso que los viejos sostenían que era muy joven, de la edad poco más o menos de un abuelo allí presente, cuyos cabellos de nieve y espalda encorvada eran fe de bautismo harto elocuente, el cual juraba y perjuraba que habría vivido seguramente veinticinco años más... a poco que se hubiese cuidado.

La conversación no era para llamar la atención ni para producir alarma a nadie. El asesino, después de pagar el gasto hecho, permaneció en su rincón y concluyó por dormirse, cuando lo medio despertó la entrada en la taberna de un individuo.

Era éste un sujeto grotesco, entre buhonero y juglar, que recorría el mundo a pie, vendiendo piedras de afilar, suavizadores de navajas, navajas de afeitar, pastillas de jabón, cosméticos, medicinas para perros y caballos, artículos de perfumería barata, pastas y cosas por el estilo, que llevaba en una caja sujeta a su espalda a guisa de mochila. Su entrada dio lugar a un chaparrón de chistes tan baratos y malos como sus mercancías, chaparrón que no cesó hasta que el buhonero dio fin a su cena y abrió su caja desplegando ante el público los tesoros que encerraba.

BOOK: Oliver Twist
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