Authors: Charles Dickens
—¿Por qué no te has ido tú, pedazo de bruto? —contestó Kags.
—Yo creí que me recibirías mejor —dijo Chitling con aire pensativo.
—Debes comprender, joven —replicó Tomás—, que cuando un hombre se resuelve a vivir completamente solo, como yo lo he hecho, y se encierra en una casa para que nadie fiscalice sus actos, es muy poco agradable recibir una visita de un caballero de tus méritos, por muy entretenido que resulte jugar con él alguna que otra partida de cartas.
—Y sobre todo —observó Kags—, cuando ese caballerito lleva consigo a un amigo, que ha llegado repentinamente y antes de tiempo del extranjero, y es, por añadidura, demasiado modesto para pasar su tarjeta a los jueces participándoles su regreso.
Siguió un momento de silencio. Tomás Crackit, comprendiendo que le sería imposible continuar la conversación en la forma humorística comenzada, volvióse hacia Chitling y le preguntó:
—¿Cuándo prendieron a Fajín?
—A la hora de comer... a las dos de la tarde de hoy. Carlos Bates y yo pudimos disiparnos como el humo, por la chimenea: Bolter se metió de cabeza en la tinaja, que estaba sin agua; pero sus hermosas piernas eran demasiado largas, sobresalían, y le echaron también mano.
—¿Y Belita?
—¡Pobrecilla! —exclamó Chitling con tristeza—. Fue a ver el cadáver, y su vista la enloqueció de tal suerte, que al salir, gritando y dándose de cabezadas contra las paredes, tuvieron que ponerle una camisa de fuerza y llevarla al hospital. Allí está.
—¿Y qué se ha hecho de Bates? —preguntó Kags.
—Anda por ahí rondando, sin atreverse a llegar aquí hasta que cierre la noche, pero no tardará en aparecer —contestó Chitling—. No puede refugiarse en ninguna otra parte, pues todos los individuos de
Los Lisiados
están sometidos a estrecha vigilancia, y hasta la taberna... me acerqué y lo vi con mis propios ojos... hasta la taberna está llena de esbirros.
—Ha sido un cataclismo —observó Tomás, mordiéndose los labios—. Más de uno caerá esta vez.
—Están ya instruyendo la causa —dijo Kags—; si van con actividad y Bolter declara... que declarará, no me cabe duda, quedará demostrada la complicidad del judío, mejor dicho, la inducción al crimen, dictarán sentencia el viernes, y dentro de seis días, a contar de hoy, bailará en el aire.
—¡Había que oír los gritos de las gentes! —exclamó Chitling—. Los agentes de policía tuvieron que luchar como demonios para que no lo hicieran pedazos. Hubo un momento en que consiguieron derribarlo en tierra, y fue necesario formar un círculo y conducirlo en medio hasta la cárcel. ¡Si le hubieras visto cubierto de fango y de sangre, lanzar en derredor miradas de espanto y abrazarse a los policías como si sus mejores y más cariñosos amigos fueran! ¡Me parece que los estoy viendo, resistiendo las acometidas furiosas de las turbas y arrastrando entre ellos al judío! ¡Estoy viendo a los hombres, que se precipitaban unos tras otros, rechinando los dientes y acosándole como bestias feroces! ¡Veo la sangre que empapaba su cabello y barbas y resuenan en mis oídos los alaridos de las mujeres que querían despedazarle a dentelladas, que juraban que con sus uñas le arrancarían el corazón!
El que fue testigo de aquella escena horrorosa, presa de espanto al recordarla, se tapó con las manos los oídos, y cerrando los ojos, comenzó a pasear agitado por la estancia, con el aspecto del que corre peligro de perder la razón.
Mientras Chitling paseaba agitado, sin mirar a sus compañeros, que permanecían silenciosos con la mirada clavada en el suelo, oyóse un ruido en la escalera y segundos después penetraba saltando en la habitación el perro de Sikes. Todos corrieron a la ventana, bajaron presurosos por la escalera y salieron a la calle. El animal había entrado por una ventana, y como no hizo movimiento alguno para seguirlos, supusieron que venía solo.
—¿Qué significa esto? —preguntó Tomás, luego que volvieron los tres a la habitación—. No es posible que venga aquí... yo... yo... espero que no vendrá.
—Si hubiese de venir aquí, habría llegado con el perro —contestó Kags, inclinándose para examinar al animal, que se había echado en el suelo sin aliento—. ¡Vaya! Le daremos un poco de agua, pues ha corrido tanto, que está medio muerto.
—Ni una gota ha dejado —observó Chitling, después de contemplar al perro mientras bebía—. Cubierto de fango, cojo, medio ciego... mucho ha debido de correr.
—¿De dónde vendrá? —preguntó Tomás—. Sin duda ha ido a muchas partes, y no encontrando más que personas desconocidas, ha llegado aquí, donde ha estado muchas veces: ¿pero dónde se habrá separado de su amo y por qué llega solo?
—Yo no creo que él —nadie se atrevía a pronunciar el nombre del asesino—, se haya quitado de en medio con sus propias manos —dijo Chitling—. ¿Qué os parece?
Tomás movió la cabeza.
—Si se hubiese matado —dijo Kags—, el perro haría lo posible por llevarnos al sitio donde dejó su cadáver... No; lo que yo creo, es que habrá encontrado forma de abandonar el país y dejado el perro de una manera u otra... no sé cómo, si no le ha dado esquinazo.
Como esta suposición ofrecía más visos de probabilidad, fue aceptada por todos. El perro se agazapo debajo de una silla, donde no tardó en dormirse sin hacer caso de nadie.
Como la noche había cerrado ya, cerraron las ventanas y encendieron una vela que colocaron sobre la mesa. Los terribles sucesos acaecidos en los dos días anteriores habían producido en los tres hombres impresión profunda, a la que daban mayor fuerza todavía el peligro y la, incertidumbre de su propia situación. Acercando sus sillas y hablando en voz tan baja, que parecía susurros, estremeciéndose al menor ruido, cualquiera hubiese podido creer que el cadáver de la joven asesinada se hallaba en la estancia contigua.
En tal actitud se encontraban hacía ya rato, cuando oyeron llamar con insistencia a la puerta de la calle.
—Debe ser Bates —dijo Kags.
Llamaron de nuevo... ¡No... no era Bates! Bates nunca llamaba así.
Llegóse Crackit a la ventana, sacó la cabeza, miró... y no tuvo que molestarse en decir quién era el que llamaba, pues la palidez de su rostro lo dijo con tanta claridad como hubiera podido hacerlo su lengua, El perro despertó inmediatamente y corrió ladrando a la puerta.
—No hay más remedio que dejarle entrar —dijo Crackit, tomando la vela.
—¿No hay más remedio? preguntó Kags con voz ronca.
—No; no lo hay.
—No nos dejes a obscuras —exclamó Kags tomando otra vela y encendiéndola, pero con mano tan torpe y temblorosa, que el llamamiento se repitió otras dos veces.
Crackit bajó a abrir, no tardando en subir, seguido por otro hombre cuya cara ocultaba casi por completo una bufanda. Al quitársela, dejó ver un rostro blanco como un sudario, unas facciones lívidas, unos ojos hundidos, unas mejillas demacradas, una barba muy crecida y enmarañada... en una palabra: un hombre que apenas si era una sombra de Sikes.
Puso la mano sobre el respaldo de una silla que había en el centro de la habitación, pero agitó su cuerpo un estremecimiento violento en el instante en que iba a sentarse, y mirando con terror en torno suyo, arrastró la silla hasta llegar con ella a la pared, y se sentó.
Nadie había desplegado los labios. Sin hablar palabra paseó Sikes sus miradas, que reflejaban recelo, por las caras de los tres hombres allí reunidos, los cuales volvieron disimuladamente sus cabezas para no verle. El asesino rompió el silencio con voz tan hueca, que los tres hombres sintieron un espasmo de terror. Jamás habían oído voz humana de acento tan pavoroso.
—¿Cómo ha venido aquí el perro? —preguntó.
—Llegó solo... hará unas tres horas.
—Los periódicos de la noche dicen que han prendido a Fajín: ¿es cierto?
—Sí.
Nuevo silencio.
—¡Cargue los demonios con todos vosotros! —gritó Sikes, pasándose la mano por la frente—. ¿No tenéis nada que decirme?
Sus tres oyentes se miraron con sobresalto, pero no despegaron los labios.
—Tú, que pareces el dueño de esta casa —repuso Sikes, encarándose con Crackit—, ¿tienes intención de venderme o quieres concederme asilo hasta que pase la tormenta?
—Puedes permanecer aquí, si el sitio te merece confianza —contestó el interpelado, no sin demostrar cierta vacilación.
Sikes volvió sus ojos hacia la pared, como con intención de volver la cabeza aunque sin moverla en realidad, y preguntó:
—¿Han ente... rrado... el cadáver?
Todos movieron negativamente las cabezas.
—¿Por qué no lo han enterrado? ¿A qué dejar sobre la tierra tan espantosos despojos? ¿Quién llama?
Crackit, significando por medio de un ademán que no había nada que temer, salió de la estancia para reaparecer segundos después acompañando a Carlos Bates. Como Sikes estaba sentado frente a la puerta, no bien entró Bates, se encontró con el asesino.
—¡Tomás! —gritó el muchacho al verle—. ¿Por qué no me dijiste abajo que estaba aquí ése?
Tan fría había sido la acogida que los tres hombres dispensaron al asesino, que éste, en su deseo de atraerse por lo menos a Bates, se levantó con además de ofrecerle la mano.
—¡Dejadme pasar a cualquier otro cuarto! —exclamó el joven, retrocediendo vivamente.
—¡Cómo! —respondió Sikes—. ¿Será posible que no me conozcas, Carlos?
—¡No se acerque usted!... —gritó Bates, retirándose—. ¡No se me acerque, monstruo!
El criminal se detuvo a medio camino. Bates le miraba horrorizado, y los ojos del primero, poco a poco fueron bajándose a tierra.
—¡Sed testigos los tres! —gritó Bates agitando el puño y animándose más por momentos—. ¡Sed testigos los tres!.. ¡No le tengo miedo!... ¡Sí vienen a buscarle aquí, lo entregaré... sí... lo entregaré! Lo digo claro y de una vez... Podrá matarme, si quiere o si se atreve... o si puede... pero si yo estoy aquí cuando lleguen, lo entregaré. ¡Lo entregaré aun cuando lo hayan de asar a fuego lento! ¡Al asesino!.. ¡Socorro!... ¡Si entre vosotros tres hay alguno que de hombre se precie, que me ayude!... ¡Al asesino!... ¡Auxilio!... ¡Muera el tigre!.. ¡Muera!...
Lanzando estos gritos, que acompañaba con gestos violentos, el muchacho se lanzó solo, sin esperar auxilio ajeno, sobre aquel criminal robusto, pero con energía tanta, con tal rapidez, que le derribó en tierra con estrépito.
Ni pensaron siquiera en intervenir los testigos de aquella escena inesperada, cuya estupefacción rayó en lo inverosímil.
El hombre forzudo y el muchacho rodaron juntos por el suelo. El primero descargaba terribles y repetidos puñetazos sobre el segundo, quien ni parecía sentirlos ni los contestaba, atento únicamente a no soltar la presa que en el cuello del asesino había hecho y a pedir auxilio a grito herido.
Era demasiado desigual la lucha para que pudiera durar mucho. Sikes había conseguido montarse sobre su enemigo, cuyo pecho oprimía ya con una rodilla, cuando le obligó a suspender el ataque una mirada de supremo terror de Crackit acompañada de un movimiento de su brazo que extendió en dirección a la ventana. Brillaban abajo infinidad de luces, oíanse conversaciones sostenidas con voz recia y gemían las tablas del puente inmediato bajo el peso de la procesión interminable de hombres que lo atravesaban. Debía ir entre las turbas un hombre montado, pues se destacaba perfectamente el chocar de los cascos de un caballo contra la madera. El resplandor de las luces se hizo más vivo; el ruido de pisadas aumentaba y se acercaba, sonaron segundos después golpes redoblados en la puerta, y al fin rasgó los aires un coro ensordecedor de gritos capaz de hacer temblar al hombre más intrépido.
—¡Socorro! —chilló Bates con voz más estridente—. ¡Al asesino!... ¡Está aquí!... ¡Aquí!..
¡Echad abajo la puerta!
—¡Abrid en nombre del rey —gritaron abajo.
Las voces y el griterío arreciaba.
—¡Derribad la puerta!... —bramaba el muchacho—. ¡No esperéis que abran... os aseguro que no abrirán nunca!... ¡Corred a la habitación donde brilla a luz!... ¡La puerta... la puerta... derribadla!
Golpes violentos comenzaron a resonar en la puerta y en las ventanas no bien Bates dejó de gritar, golpes acompañados de gritos estruendosos, ensordecedores, que daban idea de la importancia de las gentes que rodeaban la casa.
—¡Abridme la puerta de cualquier habitación donde pueda encerrar a este alborotador de los demonios! —rugió con fiereza Sikes, arrastrando al muchacho con tanta facilidad como si fuera una paja—. ¡Esa misma... pronto!
Luego que arrojó dentro del cuarto a Bates, y cerró con doble vuelta de llave la puerta, preguntó:
—¿Está cerrada la puerta de la calle?
—Cerrada con llave, pasados los cerrojos y sujeta con cadenas —contestó Crackit.
—¿Son sólidas las tablas?
—Sí; sólidas y reforzadas con guarniciones de hierro.
—¿Y las ventanas?
—Las ventanas también.
—¡Mal rayo os parta! —rugió el bandido mirando con ojos de hiena a la muchedumbre—. ¡Gritad, gritad, que aún no me tenéis en vuestras manos!
Imposible formarse idea del aterrador bramido que lanzaron las muchedumbres. Gritaban unos a los que más inmediatos a la casa se encontraban que le prendiesen fuego; otros aconsejaban a los agentes de policía que matasen de un tiro al deslenguado asesino. Nadie, empero, parecía tan encolerizado como el jinete, quien metiendo espuelas a su corcel llegó en menos tiempo del que en referirlo tardamos a la puerta de la casa, y gritó, con voz que se destacó sobre el griterío, como se destaca el trueno sobre el bramar de un mar embravecido:
—¡Veinte guineas al primero que me traiga una escalera!
Repitieron el grito los que más próximos al que lo lanzara se encontraban, y a éstos hicieron eco mil voces más. Pedían unos escaleras, otros mazos de hierro, muchos corrían desalados agitando antorchas en sus manos, la mayor parte gastaban sus alientos lanzando maldiciones de impotencia y execrando al asesino, aquí un grupo compacto avanzaba arrollando cuanto encontraba al paso, presa de excitación delirante, y allá otros intentaban escalar las ventanas, trepando por el muro.
—Subía la marea cuando yo vine —dijo el asesino, retirándose de la ventana y cerrándola—. Dadme una cuerda... una cuerda muy larga. Esos mastines están todos por el frente de la casa. Yo bajaré al Folly Ditch y los dejaré chasqueados. ¡Venga inmediatamente la cuerda, si no queréis que aumente mis cuentas con la justicia cometiendo tres crímenes más!