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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (65 page)

BOOK: Oliver Twist
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Crackit y sus compañeros, muertos de miedo, dijeron dónde había cuerdas. Escogió la más larga y resistente y desapareció.

Desde largos años antes estaban tapiadas todas las ventanas de la parte posterior de la casa, excepción hecha de una abertura abierta en la pared del cuarto en que Sikes encerrara a Carlos Bates. La abertura en cuestión era demasiado estrecha para dar paso al cuerpo del muchacho, pero éste, desde que quedó encerrado, pegó a ella su cara y no cesó de gritar a los de fuera recomendándoles que vigilasen la parte de atrás, gracias a lo cual, cuando el asesino llegó al punto por el que se proponía descender al foso, una tempestad de gritos anunció su presencia.

Sikes atrancó la puerta que le dio acceso al tejado con una tabla que llevó a prevención, después de lo cual, se deslizó hasta el alero y examinó el foso.

La marea había bajado y en el foso no había más que fango.

La multitud había permanecido silenciosa durante los momentos en que acechaba los movimientos del asesino sin comprender las intenciones de éste, pero al darse cuenta de sus propósitos, segura de que fracasarían, lanzó un alarido de execración triunfante tan inmenso, que en su comparación, los estruendosos gritos anteriores apenas si el nombre de susurros merecían. El alarido se repitió una y otra vez. Los que a consecuencia de hallarse demasiado lejos no podían comprender su significación, se sumaron al coro que, repetido en mil ecos, semejaba la voz de todos los habitantes de una ciudad inmensa que hubiera salido a maldecir al asesino.

A la luz de las hachas se veían las gentes que se estrujaban, se arremolinaban, se atropellaban en su afán por avanzar, corriendo frenéticos con caras contraídas espantosamente por la rabia que rugía en sus pechos, convertidos en imágenes vivas del odio y del furor. Inmenso gentío había invadido las casas situadas al lado opuesto del foso. Volaban hechas pedazos las maderas de las ventanas, en cuyos huecos no tardaban en parecer racimos de cabezas humanas. Los puentes de madera tendidos sobre el foso (había tres) crujían, se doblaban y amenazaban caer arrastrando en su caída a la inmensa muchedumbre apiñada sobre ellos. Todos querían ver al asesino.

—¡Hurra! —gritó uno de los hombres que ocupaban el puente más inmediato a la casa cercada—. ¡Ya le han cogido!

Redoblaron los gritos.

—¡Cincuenta libras esterlinas al que me presente vivo al asesino! —gritó un caballero anciano, desde el mismo sitio—. ¡No me moveré de aquí hasta que vengan a reclamármelas!

Resonó otra tempestad de gritos.

Cundió en aquel instante la voz de que al fin habían derribado la puerta, y que el jinete que antes había pedido la escalera había asaltado ya la habitación. La noticia, al propagarse de boca en boca, determinó un movimiento del torrente humano hacia la casa, las gentes que ocupaban las ventanas las abandonaron al ver que los de los puentes retrocedían, y, desbordándose por la calle, engrosaron las olas que, furiosas, avanzaban hacia la puerta, ávidas de ver pasar al criminal. Los gritos de los que se veían en peligro de morir asfixiados eran espantosos; las angostas calles estaban obstruidas por completo, y entre el ardimiento de los unos para avanzar, y la resistencia de los que no se resignaban a perder su puesto, se perdió de vista al asesino cuando mayor era el deseo de verle preso.

Habíase acurrucado en el tejado el asesino loco de terror al oír los gritos de ferocidad de la muchedumbre y convencerse de la imposibilidad de escapar, pero la nueva dirección que tomaron los enemigos, que advirtió con rapidez pasmosa, hizo que se levantase presuroso, resuelto a tentar el último esfuerzo para salvar su vida, lanzándose al foso sin importarle el peligro de ahogarse en el cieno, pues sólo así podría acaso escapar, deslizándose a favor de la obscuridad y de la confusión.

Sintiendo que renacían sus fuerzas y energías, que vino a estimular extraordinariamente el ruido que hacían dentro de la casa, pues le demostró que ya sus enemigos habían penetrado en ella, apoyó su pie contra la base de un cañón de chimenea, ató a la misma una de las extremidades de la cuerda e hizo en la otra un lazo corredizo, ayudándose de sus manos y de sus dientes. Ya podía descolgarse por la cuerda hasta muy poca distancia del suelo, y para cuando le faltase cuerda, cortaría ésta con un cuchillo que a ese objeto había empuñado.

En el momento en que pasaba la cabeza por el nudo corredizo, que debía sujetarle por debajo de los brazos, vióle el caballero anciano de quien hemos hablado antes, el cual permanecía aferrado a la barandilla con objeto de resistir los empujones de las gentes y conservar su posición. A voz en cuello dio el grito de alarma, descubriendo la tentativa de evasión. El asesino oyó el grito, comprendió que se le cerraba el camino único de salvación que creyó le quedaba, y volvió la cabeza desesperado. ¡El alarido de terror que en aquel punto brotó de sus labios no parecía de criatura humana!

—¡Los ojos... siempre los ojos! —aulló.

Como herido por un rayo se tambaleó, vaciló, perdió el equilibrio y cayó desde el alero del tejado con el lazo corredizo al cuello. Cayó desde una altura de treinta y cinco pies. El peso de su cuerpo cerró el lazo, se tendió la cuerda, prodújose una sacudida brusca, una convulsión terrible, pero muy breve, agitó todos los miembros del criminal, y éste quedó suspendido, agarrando con mano convulsa el cuchillo que no tuvo ocasión de utilizar.

Retembló la vetusta chimenea, pero resistió valiente la sacudida. El cuerpo sin vida de Sikes quedó balanceándose frente al ventanillo del cuarto en que Bates estaba encerrado. Loco de espanto el pobre muchacho, pidió a gritos y por el amor de Dios que le sacasen de allí.

Un perro, que nadie había visto hasta entonces, apareció en el tejado y comenzó a correr desatinado en todas direcciones. Hizo al fin alto en el alero, lanzó un aullido lastimero, pareció medir con la vista la profundidad, y quiso arrojarse sobre los hombros del cadáver. Erró el blanco y cayó precipitado al fondo del foso con tan mala fortuna, que al paso chocó su cabeza contra el borde del mismo y en el borde en cuestión se dejó los sesos.

Capítulo LI

Donde se da la explicación de más de un misterio y se habla de una proposición matrimonial, pero sin mencionar la dote ni el presente para alfileres

Dos días después de ocurridos los sucesos narrados en el capítulo anterior, Oliver montaba en un coche de camino que debía conducirle velozmente a la población en que vio la luz primera. Acompañábanle la — Moylie y señorita Rosa, la buena señorita Bedwin y el excelente doctor, y, ocupando una silla de posta, seguían el señor Brownlow y otra persona, cuyo nombre no mencionaremos por ahora.

Poco, muy poco se hablaba durante el viaje, pues Oliver se sentía dominado por una agitación y una incertidumbre que le impedían poner en orden sus pensamientos y le privaban casi del uso de la palabra, y esa agitación y esa incertidumbre producían efectos casi idénticos en todos sus compañeros. Por el señor Brownlow sabían ya las —s y Oliver las declaraciones de Monks, y aunque todos estaban persuadidos de que el objeto del viaje era acabar una obra con tan brillantes auspicios comenzada, no es menos cierto que el asunto se presentaba envuelto en dudas y misterios que a todos traían recelosos y suspensos.

Tanto Brownlow como el doctor tuvieron buen cuidado de impedir que llegara a oídos de las —s la noticia de los trágicos acontecimientos ocurridos recientemente.

—Es verdad —observó el primero—, que no pasará mucho tiempo sin que lo sepan; pero nada se pierde dejándolas por ahora en la ignorancia, y en cambio, puede ganarse mucho.

El viaje, pues, nada tenía de alegre: todos los viajeros guardaban silencio, todos hacían mil reflexiones acerca del objeto que en el coche los había reunido, pero nadie estaba dispuesto a exteriorizar en forma sensible los pensamientos que le embargaban.

Pero si Oliver había permanecido silencioso mientras se dirigía a su ciudad natal por un camino que le era perfectamente desconocido, no le sucedió lo mismo al cruzar sitios que le recordaron tiempos antiguos. ¡Qué de emociones nacieron en su pecho al recordar la época en que había recorrido aquel mismo camino a pie, pobre, desvalido, huérfano, sin protección, sin hogar, sin un techo compasivo que le ofreciera asilo!

—¡Mire usted... mire usted! —exclamó Oliver, asiendo anhelante la mano de Rosa y sacando el brazo por la ventanilla del carruaje. ¡Por aquel portillo pasé!... ¡Al abrigo de aquellas cercas me escondí, temiendo que me dieran alcance mis perseguidores y me obligaran a volver!.. ¡Aquel sendero que cruza los campos conduce a la casa en que me tuvieron de niño, a la sucursal del hospicio-asilo!... ¡Oh, Ricardito, Ricardito!... ¡Qué placer, amigo mío, si pudiera verte ahora!

—Muy pronto podrás disfrutar de esa alegría —contestó Rosa, tomando entre sus manos las de Oliver—. Le dirás que eres muy feliz, que te has hecho rico, y que tu mayor placer es volver a buscarle para hacerle feliz también a él.

—¡Sí... sí... —exclamó entusiasmado Oliver—. ¡Y lo... lo sacaremos de allí, y lo vestiremos y lo instruiremos, y lo enviaremos al campo para que crezca y engorde!... ¿verdad que sí?

Rosa contestó con una señal afirmativa, pues las lágrimas de felicidad que corrían por las mejillas del muchacho mientras sonreía, la, habían afectado profundamente y casi le impedían hablar.

—Usted será para él muy buena, muy dulce, porque lo es para todo el mundo —repuso Oliver—. Ya sé que llorará usted cuando Ricardito le cuente su historia... ¡Oh, sí, llorará! ¡Pero no importa! Se secarán las lágrimas y volverá a sonreír... ¡Ya lo creo que volverá!... También mi historia la hizo llorar a usted, y, sin embargo, ahora sonríe... Cuando yo me escapé, mi amiguito me dijo: «¡Dios te bendiga!» —prosiguió el muchacho, profundamente afectado—. Cuando yo le vea ahora, le diré: «¡Dios te bendice!»

Llegados a la población, y sobre todo, cuando penetraron por sus estrechas calles, hízose no poco difícil contener al muchacho dentro de los límites racionales. Allí continuaba en el sitio mismo en que antes estuvo la funeraria de Sowerberry, aunque con menos lujo que en tiempos pasados, si no mentían los recuerdos de Oliver; allí estaban las tiendas, las casas que tan bien conocía, la mayor parte de las cuales le recordaban algún incidente de su vida; allí estaban el carro de Gamfield, el mismo carro que siempre vio, frente a la puerta de la vieja posada; allí el hospicio-asilo, triste prisión donde se deslizaron sus años más tempranos, con sus ventanas que, ceñudas, miraban a la calle; allí, en la puerta, el mismo portero tan flaco, tan chupado como siempre, a cuya vista retrocedió involuntariamente Oliver, aunque segundos después se rió de su tontería; allí, en las puertas de las casas o asomadas a las ventanas docenas de rostros que Oliver recordaba perfectamente; allí lo encontró todo igual, como si lo hubiera dejado la víspera, como si su vida reciente no hubiese sido más que, un sueño feliz.

Era, sin embargo, una realidad, realidad pura, feliz, deliciosa. El carruaje rodó en derechura a la fonda principal de la población (edificio que siempre había mirado Oliver con religioso temor, tomándolo por suntuoso palacio, y que ahora creía que había desmerecido mucho en grandiosidad y proporciones), donde encontraron al señor Grimwig que les recibió con muestras de alegría, que besó a la señorita y también a la dama cuando descendieron del carruaje, exactamente lo mismo que si él hubiera sido el abuelo de toda aquella familia, y que se deshizo en sonrisas y frases agradables, sin que ni una sola vez se le ocurriera indicar que estaba dispuesto a comerse su propia cabeza, ni aun cuando un postillón viejo le llevó la contraria acerca de cuál fuera el camino más recto para ir a Londres, y sostuvo con tesón que lo conocía mejor que nadie, no obstante no haberlo recorrido más que una vez, y ésa, profundamente dormido. La comida estaba preparada, para todos había habitaciones dispuestas y todo estaba arreglado y previsto cual por arte mágico.

A pesar de todo, al cabo de media hora, pasada la primera emoción, todos quedaron tan silenciosos y preocupados como durante el viaje. El señor Brownlow no acudió a la mesa, común, pues se hizo servir la comida aparte. Los otros dos caballeros entraban y salían azorados, sus rostros reflejaban ansiedad y con frecuencia se hablaban al oído. En una ocasión llamaron a la — Maylie, la cual, al cabo de una hora de ausencia, volvió con los ojos hinchados a fuerza de llorar. Todos estos detalles llenaron de inquietud a Rosa y a Oliver, únicos que al parecer no estaban al tanto de los nuevos secretos. Esperaban, pues, silenciosos; y si alguna palabra cambiaban, hacíanlo en tono muy bajo, cual si hasta el timbre de sus propias voces les diera miedo.

Al fin, a eso de las nueve, cuando creían que nada averiguarían por aquella noche, entraron en la habitación los señores Losberne y Grimwig, seguidos por Brownlow y otro hombre cuya presencia arrancó a Oliver un grito de sorpresa, pues le aseguraron que era hermano suyo, y, sin embargo, era el mismo con quien tropezó en la posada de la población a la cual llevó la carta para el doctor cuando Rosa estuvo enferma, y el que junto con Fajín se presentó en la ventana de su cuarto. Monks lanzó al muchacho una mirada de odio, que ni aun allí supo disimular, y tomó asiento cerca de la puerta. El señor Brownlow, que llevaba algunos papeles en la mano, se acercó a la mesa junto a la cual estaban sentados Rosa y Oliver.

—He de cumplir un deber penoso —dijo—; pero es preciso que repita aquí la substancia de estas declaraciones, firmadas en Londres a presencia de varios testigos. De buen grado hubiera perdonado a usted esta humillación; pero antes de separarnos, es necesario que las oigamos de boca de usted, ya sabe porqué.

—Adelante —dijo el interpelado, volviendo a medias la cabeza—. Despachemos cuanto antes. Me parece que he hecho bastante; no me entretenga mucho tiempo aquí.

—Este muchacho —dijo el señor Brownlow, poniendo su mano sobre la cabeza de Oliver—, es su hermanastro; el hijo ilegítimo de su padre Edmundo Leeford, mi amigo más querido, y de la pobre Inés Fleming, fallecida a raíz de haberle dado a luz.

—Sí —respondió Monks, mirando de soslayo a Oliver, cuyo corazón apenas latía, y que temblaba como un azogado—. Ese es su hijo bastardo.

—La frase que usted acaba de emplear —repitió con duro acento Brownlow—, envuelve una censura contra los que ha mucho tiempo se encuentran fuera del alcance de las del mundo. Es un insulto que no puede ya deshonrar a nadie más que a usted... Pero dejemos esto... ¿Nació el muchacho en esta población?

BOOK: Oliver Twist
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