Authors: Charles Dickens
—En el hospicio de esta población —contestó Monks con expresión sombría—. Ahí tiene, usted la historia —terminó, señalando con el índice a los papeles.
—Lo sé; pero quiero que nos la refiera usted de viva voz —replicó Brownlow.
—¡Escuchen, pues! —gritó Monks—. Habiendo enfermado su padre en Roma, mi madre, separada de él desde largo tiempo antes, salió de París, donde residía, llevándome en su compañía, para acudir al lado de su marido, impulsada única y exclusivamente por el deseo de asegurar su fortuna, pues si no estoy muy engañado, ni mi madre profesaba a su marido afecto alguno, ni este último se lo profesaba a la primera. No nos reconoció mi padre, pues cuando llegamos había perdido las facultades y estaba sumido en un letargo que se prolongó hasta el momento de morir, que fue al día siguiente al de nuestra llegada. Entre los documentos que encontramos en su mesa, fechados la noche misma que se sintió enfermo, había un sobre dirigido a usted (al señor Brownlow) el cual sobre, además de su nombre y señas, tenía unas líneas en las que decía que no le fuera entregado hasta después de su muerte. Uno de los documentos a que me refiero era una carta dirigida a la llamada Inés y el otro, un testamento.
—¿Qué decía la carta? —preguntó Brownlow.
—¿La carta? Era un pliego de papel escrito en todos sentidos, una especie de confesión, general, llena de frases de arrepentimiento y de plegarias dirigidas a Dios para que lo tomase bajo su protección. Parece que había engañado a la joven diciéndole que un misterio secreto... que algún día le revelaría... hacía imposible su matrimonio por entonces; la muchacha fió por lo visto demasiado en él, y perdió lo que nadie podía devolverle. Cuando murió mi padre, la tal Inés estaba en los últimos meses de su embarazo. Mi padre le revelaba todo lo que, de haber continuado viviendo, tenía intención de hacer para ocultar su deshonra; y le suplicaba, en caso que muriese, que no maldijera su memoria ni creyera que las consecuencias de su falta recaerían sobre ella ni sobre el fruto de su desdichado amor, puesto que la culpa era suya y de nadie más que suya. Le recordaba asimismo el día en que le regaló un medallón y una sortija, con su nombre de pila grabado en el interior y un hueco que siempre creyó que podría llenar en su día con su apellido. Rogábale que conservase la sortija y llevase siempre el medallón junto al corazón, como lo llevó hasta entonces, y continuaba, repitiendo infinidad de veces las mismas palabras, como si hubiera perdido la razón. Yo creo que, en efecto, la había perdido.
—Háblenos usted del testamento —dijo Brownlow.
Lágrimas abundantes corrían por las mejillas de Oliver.
Como Monks guardara silencio, dijo Brownlow:
—En substancia, el testamento era repetición de la carta. Hablaba de las desgracias que su mujer había acarreado sobre su cabeza; de su carácter rebelde, de su temperamento inclinado al vicio y a la maldad, de las malas pasiones que prematuramente habían inficionado el alma de usted, de su hijo único, a quien desde la cuna habían enseñado a aborrecer a su padre. Legaba una renta anual de ochocientas libras esterlinas a usted y otra de la misma cantidad a su madre, y hacía de su fortuna dos partes iguales, nombrando heredara de una de ellas a Inés Fleming, y de la otra al hijo de su culpable amor, dado caso que naciera vivo y llegase a edad de poder heredar. Si era niña, heredaría la parte de fortuna mencionada si condiciones; pero si era niño, di ponía el testamento que sólo heredaría si llegaba a la mayoría edad sin manchar su nombre con ningún acto público deshonroso, con ninguna bajeza o cobardía. Hace constar que imponía la condición expuesta para dar una prueba de confianza sin límites que le merecía la madre, y exteriorizar su convencimiento, que la proximidad de muerte robustecía más y más, de que el fruto de su amor heredaría el corazón noble y sentimientos elevados de la madre. Caso que estas esperanzas resultaran falsas, la mitad la herencia recaía sobre usted, pues entonces y sólo entonces, es decir cuando el tiempo demostrase que los dos hijos eran iguales, reconocería en usted prioridad de derecho la herencia de su bolsa, bien que nunca a la de su afecto, que desde niño había usted rechazado con frialdad y aversión.
—Mi madre —replicó Monks hizo lo que cualquiera otra mujer hubiera hecho en su caso: quemó testamento. La carta no llegó jamás a manos de su destinatario, pero la conservó, juntamente con otras pruebas, por si algún día le convenía hacer pública la deshonra de Inés. El padre de ésta no tardó en sabe la verdad, aunque revestida y adornada con cuantas circunstancias agravantes pudo inspirar a mi madre el odio violento que le profesaba, y que yo apruebo y le he agradecido siempre. Abrumado bajo peso de la vergüenza y el deshonor, el padre huyó al rincón más remoto y solitario del condado de Gales, donde tomó nombre supuesto, a fin que nunca sus amigos pudieran saber dónde se había refugiado. La hija había abandonado algunas semanas antes la casa paterna. El padre la buscó por todas partes, recorrió solo y a pie pueblos y ciudades y parece que, la noche que desesperando encontrarla, regresó a su casa diciendo que aquélla se había arrancado la vida con sus manos, el pesar, los sufrimientos, la desesperación, llevaron a la fosa al pobre viejo.
Siguió un silencio que se prolongó hasta que Brownlow reanudó el hilo de la narración.
—Algunos años más tarde me hizo una visita la madre de Eduardo Leeford, del hombre que tenemos delante. Habíala abandonado su hijo, cuando apenas si contaba dieciocho años, después de robarle su dinero y alhajas. El hijo, luego que dilapidó la fortuna en burdeles y tabernas, se hizo jugador y falsario y huyó a Londres, donde por espacio de dos años vivió entre individuos de las más bajas capas sociales. Languidecía su madre mientras tanto, caminaba con pasos de gigante hacia el sepulcro, en alas de una enfermedad incurable, y aquélla quiso ver a su hijo antes de morir. Practicáronse pesquisas, por cierto muy escrupulosas, que, si bien es cierto que resultaron completamente estériles durante algún tiempo, viéronse al fin coronadas por el éxito. La madre volvió a Francia llevando en su compañía a su hijo.
—Murió —dijo Monks—, después de una enfermedad muy larga. En su lecho de muerte, me reveló los secretos, legándome al propio tiempo un odio implacable y mortal contra todas las personas que con los mismos tenían relación, aunque a decir verdad, hubiera podido ahorrarse la molestia de legarme un aborrecimiento que desde muchos años antes había yo heredado. Nunca creyó en el suicidio de la que fue querida de su marido antes de dar a luz, antes por el contrario, daba por seguro que había nacido de ella un hijo varón, y que éste vivía. Yo le juré que, si alguna vez lo tropezaba, lo perseguiría sin tregua ni descanso, y le haría víctima de la más cruel e implacable de las animosidades, y que, para satisfacer el odio que tan profundo arraigaba en mi corazón, y para mofarme de aquel testamento insultante, no cejaría hasta llevar a la horca o a presidio al hijo de la infame adúltera. Mi madre tenía razón. De los amores criminales había nacido un niño, que al fin tropecé en mi camino. Principié muy bien; y de no haber sido por las habladurías de una miserable, habría terminado mejor.
Mientras Monks, cruzado de brazos, desahogaba su rabia impotente lanzando espantosas imprecaciones, el señor Brownlow se volvió hacia los mudos y aterrados testigos de aquella escena y les explicó cómo el judío cómplice y confidente de aquel hombre, había recibido una cantidad respetable cuando Oliver cayó en sus lazos, de la cual debía restituir una parte si el muchacho se le escapaba, y cómo, a consecuencia de una disputa sobre el mismo tema, hicieron los dos un viaje a la casa de campo en que veraneaba con las —s Maylie con el objeto de identificarle.
—¿Y el medallón y la sortija —preguntó Brownlow, volviéndose hacia Monks—, dónde están?
—Los compré al hombre y a la mujer de quienes hablé a usted, los cuales los habían robado a una enfermera, que a su vez los robó a un cadáver —contestó Monks, sin alzar la vista—. Ya sabe usted lo que hice de ellos.
Hizo Brownlow una seña a Grimwig, quien salió de la habitación inmediatamente, para regresar segundos después empujando a la — Bumble, la cual traía a remolque a su dulce consorte.
—¿Me engañan mis ojos o es este mancebo mi querido Oliver? —exclamó Bumble, con entusiasmo perfectamente fingido—. ¡Ah, Oliver! ¡No puede formarse idea de las inquietudes que he sentido por usted.
—¡Cállate, estúpido! —murmuró la dulce — Bumble.
—¿Acaso no es natural... muy natural? —replicó el director del hospicio-asilo—. Yo, que le eduqué parroquialmente, ¿puedo menos de exteriorizar la alegría que me embarga al verle entre estas —s y estos caballeros de aspecto tan distinguido? Siempre quise a este niño como si hubiera sido mi propio... mi... mismo abuelo —añadió Bumble, como no encontrando término de comparación bastante apropiada—. ¡Oliver... mi querido Oliver!... ¿te acuerdas de aquel caballero del chaleco blanco? ¡Ah! ¡Subió a los Cielos la semana última, encerrado en un féretro de roble con asas de plata, Oliver!
—¡Basta, señor mío, basta! —interrumpió Grimwig de mal talante—. ¡Guarde sus lamentaciones para mejor ocasión!
—Procuraré contenerme, caballero —contestó con humildad Bumble—. ¿Cómo está usted, caballero? Celebraré infinito que su salud sea tan perfecta como para mí la deseo.
El saludo iba dirigido a Brownlow, quien se había adelantado unos pasos colocándose junto al interesante matrimonio.
—¿Conoce usted a ese hombre? —preguntó Brownlow, señalando con el índice a Monks.
—No, señor —respondió Bumble sin titubear.
—Tal vez le conozca usted —repuso Brownlow, dirigiéndose a la esposa de Bumble.
—No le he visto en mi vida —contestó la interrogada.
—¿Ni le ha vendido nunca nada?
—Nada.
—¿No ha tenido usted nunca en su poder un medallón de oro y una sortija del mismo metal?.
—No, señor —contestó la matrona—. ¿Nos ha hecho usted venir aquí para dirigirnos preguntas tontas?
Brownlow hizo otra seña a Grimwig, quien salió de nuevo con rapidez extraordinaria. Cuando volvió a entrar, no le acompañaban, como antes, un hombre robusto y una mujer de sólida constitución, sino dos viejas paralíticas, que vacilaba y se tambaleaban al andar.
—Usted cerró la puerta la noche que murió la vieja Sara —dijo la primera de las recién llegadas, e tendiendo su brazo temblón hacia la — Bumble—, pero ni pudo, ahogar el sonido ni tapó las rendijas de la puerta.
—No —añadió la otra, tendiendo miradas cansadas en derredor—. ¡No, no, no!
—Oímos muy bien que la moribunda trataba de confesarle a usted lo que había hecho, y vimos que usted arrancaba de su mano, un papel. Al día siguiente, la seguimos cuando fue usted al Monte de Piedad.
—Sí —repuso la otra—. Se trataba de un medallón y una sortija de oro. Vimos que entregaban a usted esos objetos... ¡Oh! ¡Estábamos, cerca... muy cerca!
—Y aún sabemos más —añadió la primera—. Hace mucho tiempo que nos refirió la vieja Sara todo lo que aquella — joven le dijo antes de morir, a saber: que sabiendo que su fin estaba próximo, quería morir cerca de la tumba del padre de su hijo, y que hacia ella se encaminaba cuando la sorprendió la enfermedad.
—¿Quiere usted que hagamos entrar también al dependiente del Monte de Piedad? —preguntó Grimwig, dando un paso hacia la puerta.
—No —contestó la matrona—. Puesto que ese hombre —añadió, señalando a Monks— ha tenido la cobardía de confesar, y por otra parte han sonsacado ustedes a estas brujas, nada tengo que decir.
Vendí
los objetos que son motivo de sus preguntas, y se encuentran donde no han de poder recogerlos. ¿Qué más quieren saber?
—Nada —contestó Brownlow—. Nada más deseamos saber ni nada más tenemos que hacer, sino evitar que, en lo sucesivo, usted y su digno marido ocupen un cargo de confianza. Pueden retirarse.
—Espero —dijo Bumble con acento compungido en el momento que Grimwig se retiraba acompañando a las dos viejas—, espero que este desdichado incidente no nos privará de nuestro cargo parroquial.
—Tenga usted la seguridad de que se quedará sin él —replicó Brownlow—. Vaya acostumbrándose a la idea, y dé gracias a Dios de lo que nos conformamos con tan poco.
—Fue todo obra de mi —: ella me obligó —observó el ex bedel después de asegurarse de que su cara mitad se había ido ya.
—No sirve la excusa —contestó Brownlow—. Usted se hallaba presente cuando arrojaron al río los objetos en cuestión, y a los ojos de la Ley, es el más culpable de los dos, pues legalmente se supone que su mujer obedece en todos sus actos sus instrucciones.
—Si la Ley supone semejante desatino —replicó Bumble, estrujando el sombrero entre sus manos—, la Ley es una estúpida de tomo y lomo. Si, como dice usted mira la Ley, a buen seguro que mira con ojos de soltero, y lo peor que a la Ley puedo desearle, es que le abra los ojos la experiencia... sí; la experiencia.
Dichas las palabras anteriores, Bumble se encasquetó el sombrero, metió las manos en los bolsillos del pantalón, y salió siguiendo a su mujer.
—Señorita —dijo Brownlow, dirigiéndose a Rosa—. Déme la mano... pero no tiemble, que no son para asustarla las pocas palabras que me restan decir a usted.
—Si tienen... no comprendo que puedan tenerla ... pero si tienen relación directa conmigo, le agradecería que las dejase para otra ocasión: en este momento me encuentro sin fuerzas y sin valor.
—Está usted en un error —replicó Brownlow—, Tiene más valor del que dice; se lo aseguro... ¿Conoce usted a esta señorita?
—Sí —respondió Monks, que era a quien la pregunta iba dirigida.
—No creo haber visto a usted nunca —terció con voz débil Rosa.
—Yo, en cambio, la he visto a usted muchas veces —dijo Monks.
—El padre de la infortunada Inés tuvo dos hijas —repuso el señor Brownlow—. ¿Cuál fue la suerte de la otra... de la niña?
—La niña —contestó Monks—, luego que murió su padre en país extraño, bajo nombre supuesto, sin dejar una carta, un libro, un pedazo de papel, un objeto cualquiera que pudiera ser indicación del sitio en que podían encontrarse sus parientes o amigos... la niña, repito, fue recogida por unos pobres aldeanos que cuidaron de ella como si hija suya fuera.
—Adelante —dijo Brownlow, indicando a la señora Maylie que se acercase—. Siga usted.
—No pudo usted descubrir dónde estaba la niña —repuso Monks—, pero allí donde la amistad se estrella sale a veces triunfante el odio. Mi madre dio con ella después de un año de pesquisas diligentes, llevadas a cabo con astucia sin igual.