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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (56 page)

BOOK: Oliver Twist
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—Estalló otra carcajada general seguida de otro grito del carcelero imponiendo silencio.

—¡Que se presenten los testigos! —ordenó el escribano.

—¡Ah! ¡Eso digo yo! —exclamó el
Truhán—.
¡Vengan los testigos!... ¿Dónde están? ¡Me agradaría verlos!

Su deseo quedó satisfecho en el punto y hora en que fue formulado. Un policía se destacó del público avanzando hasta la plataforma, para declarar que había visto con sus propios ojos al acusado en el momento que intentaba desvalijar a un caballero desconocido, a quien por cierto robó un pañuelo, bien que volvió a dejarlo donde estaba al ver que era malo y viejo, no sin antes restregarse con él la cara. Por la causa explicada prendió al ratero no bien pudo llegar hasta su persona, y habiéndole registrado, encontróle en el bolsillo una caja de rapé de plata, en cuya tapa había grabado un nombre. Gracias a la
Guía
pudieron saber dónde vivía el propietario de la cajita. Interrogado éste, aseguró, bajo juramento, que había echado de menos la cajita el día anterior, en el momento de salir de entre un grupo numeroso de gentes. Entre éstas le llamó la atención un joven, que parecía tener interés en eclipsarse, y el joven en cuestión, era el prisionero que yo le puse delante, es decir, el mismo que ahora se sienta en el banquillo.

—Acusado —dijo el presidente —: ¿puede decir algo en su descargo? ¿Desea contestar al testigo?

—No me rebajaré hasta el extremo de cruzar con él la palabra —contestó el
Truhán.

—¿Nada alega usted?

—¿No oyes que te pregunta su Señoría? —exclamó el carcelero, sacudiendo un codazo al acusado.

—Dispense usted —dijo el
Truhán,
fijando en la mesa una mirada distraída—. ¿Hablaban conmigo?

—¡En mi vida he visto bribón más redomado! —murmuró el carcelero—. ¿Vas a hablar o no, desvergonzado?

—¡No! —replicó el
Truhán
—. No hablaré aquí, que no es en esta tienda donde se vende justicia; además, mi defensor ha ido hoy a almorzar con el Vicepresidente de la Cámara de los diputados. Pero hablaré en otra parte, sépanlo ustedes, y 1 hablaré tan alto, tan claro, y ante amigos tan poderosos y respetables, que la taifa de bolillas y lechuzos que me escuchan en este instante lamentarán haber nacido y maldecirán del día que se atrevieron a molestarme, y...

—¡Visto y condenado! —gritó el escribano—. Conduzcan al acusado al calabozo.

—¡Andando, príncipe! —dijo el carcelero.

Enseguida —replicó el
Truhán,
limpiando el sombrero con la palma de la mano—. ¡Ay de vosotros! —repuso, encarándose con el tribunal—. ¡De nada les servirá poner cara de espanto! ¡Me las pagarán, no tendré piedad ni compasión, seré inexorable! Por nada del mundo quisiera estar en su pellejo, señores míos. Aun cuando de rodillas me suplicaran ahora que me fuera libremente a mi casa, vive Dios que no lo haría. ¡Pueden llevarme a la celda!

Hubo de pasar el
Truhán
por la humillación de dejarse agarrar por el cuello, y salió de la sala amenazando al cielo y a la tierra, asegurando que su prisión suscitaría una cuestión parlamentaria que costaría serios disgustos al Gobierno, probablemente hasta su caída, y no puso fin al torrente de amenazas hasta que llegó al patio, donde comenzó a reír a carcajadas y hacer muecas y visajes al carcelero.

En cuanto a Noé Claypole, luego que vio con sus propios ojos como encerraban al
Truhán
en una celda, volvió corriendo al sitio en que Bates quedara esperándole. Uniósele al cabo de algunos minutos de espera este último, quien no consideró conveniente dejarse ver hasta después de asegurarse de que no había moros en la costa, desde un escondrijo donde había permanecido oculto.

Los dos se apresuraron a llevar a Fajín la consoladora noticia de que su —discípulo había hecho cumplido honor a su maestro y conquistado para sí mismo una reputación gloriosa.

Capítulo XLIV

Donde veremos que Anita, llegado el instante de cumplir la palabra que empeñó a Rosa Maylie, fracasa

Por muy acostumbrada que Anita estuviera a las artes de la astucia y del disimulo, no le fue posible ocultar del todo la impresión que en su ánimo produjo el paso gravísimo que acababa de dar. Recordó que el pérfido judío y el brutal Sikes habían depositado en ella secretos que celaron cuidadosamente a todos los demás, persuadidos de que merecía toda su confianza y teniéndola por incapaz de faltar jamás a ella. Criminales, muy criminales eran aquellos proyectos, desalmados hasta más no poder sus autores, inmenso el aborrecimiento que profesaba al judío, quien paso a paso la había hecho descender hasta los abismos más tenebrosos de la infamia, y, sin embargo, había ratos en que la desdichada vacilaba, en que lamentaba que sus revelaciones pudieran llevar a Fajín al precipicio que con maña tan diabólica y, por tanto, tiempo esquivara, en que deploraba ser ella la que por su propia mano, le pusiera dentro de la férrea Ley, aunque desde luego comprendía que lo merecía.

Pero todo esto no pasaba de sé aberraciones mentales propias de u ánimo femenino no del todo de prendido de sus amistades recuerdos antiguos, aunque si resuelto a caminar con paso firme hacia un objetivo determinado, y decidido a no detenerse ante ninguna consideración. Los perjuicios que sus revelaciones pudieran acarrear a Sikes habrían sido los únicos motivos que la hubieran detenido, si a tiempo estuviese; pero, de todas suertes, había exigido que se guardara el secreto religiosamente, no había facilitado dato alguno que pudiera conducir a su descubrimiento y hasta por amor a aquél habría rehusado aceptar un asilo seguro, donde hubiera estado a cubierto contra las asechanzas del vicio y los zarpazos de la miseria... ¿Podía hacer más?

¡Nada! ¡Estaba resuelto... había tomado su partido!

Aunque las luchas internas de que, acabamos de hacer mérito la llevaron siempre a la misma conclusión, acometiéronla con cruel insistencia una y otra vez, y terminaron por dejar en ella rastros perfectamente visibles. Enflaqueció, desaparecieron los colores de sus mejillas en el breve espacio de algunos días, a veces no se daba cuenta de lo que pasaba en derredor, ni tomaba parte en las conversaciones que en otra ocasión la hubieran interesado de seguro. Ora permanecía abatida y silenciosa, ora reía sin motivo; hablaba atolondradamente, —y segundos después se sentaba pensativa, apoyada la frente sobre la palma de la mano, y cuando ponía algún empeño en salir de aquel estado, sus mismos esfuerzos evidenciaban más y más sus inquietudes y demostraban que su pensamiento vagaba suelto y sin freno por lugares muy alejados de las personas que en derredor tenía.

Era un domingo por la noche. El reloj de la iglesia vecina comenzaba a sonar una hora. Sikes y el judío estaban hablando, pero suspendieron la conversación para escuchar. También Anita escuchó, alzando la cabeza para contar las horas. Dieron las once.

—Falta una hora para la media noche —observó Sikes, alzando la cortinilla de la ventana y mirando a la calle—. Noche obscura y tempestuosa... admirable para los negocios.

—¡Es verdad! —contestó Fajín—. ¡Qué lástima, Guillermo, que no tengamos ninguno preparado!

—¡Gracias al diablo que hablas con seso una vez! —gruñó Sikes—. Es lástima, no hay duda, pues hoy me encuentro con verdaderas ganas de trabajar.

Suspiró el judío y movió melancólico la cabeza.

—Fuerza será que nos desquitemos en la primera oportunidad —dijo Sikes—. No puede decir más.

—Así se habla, amigo mío —contestó el judío, tomándose la libertad de poner una de sus manos sobre el hombro de Sikes—. Me entusiasma que un hombre se explique de ese modo.

—Te entusiasma, ¿eh? ¡Vaya! ¡me alegro!

—¡Ja, ja, ja, ja! Hace tiempo que no le veía tan en su centro como esta noche, Guillermo.

—Pero me vas a sacar de mis casillas si continúas apoyando sobre mi hombro esa garra de demonio que me gastas, zorro viejo. ¡Retírala, retírala! —terminó, sacudiéndosela de una manotada.

—¿Le pone nervioso, Guillermo, eh? ¿Le produce una impresión así como sí le agarraran por el pescuezo —preguntó riendo el judío, empeñado en no darse por ofendido.

—Me produce la impresión de que me agarra el mismísimo demonio. A decir verdad, en mi vida vi hombre de catadura más siniestra que la tuya, y hasta dudo mucho que haya existido, como no fuera tu padre, quien seguramente arderá en este instante en los infiernos, si es que has tenido padre, pues no me sorprendería poco ni mucho que descendieras directamente del diablo y no tuvieras nada de común con la raza humana.

En vez de contestar Fajín a tan graciosos cumplimientos, tiró por las y le señaló con la manga a Sikes índice a Anita, que se había aprovechado del diálogo que dejamos transcrito para ponerse el sombrero, y en aquel momento se encaminaba hacia la puerta.

—¡Eh, Anita! —gritó Sikes—. ¿Adónde diablos vas a estas horas?

—No lejos de aquí.

—¿Qué contestación es ésa? —replicó Sikes—. ¿Adónde vas?

—Ya lo he dicho: no lejos de aquí.

—¡Y yo he preguntado que dónde! —insistió Sikes con acento feroz—. ¿Has oído?

—No puedo decirte adónde, porque no lo sé.

—Entonces, te lo diré yo —repuso Sikes—, más irritado por la obstinación de la joven que porque le importara que aquélla se fuera a la calle, si tal era su deseo—. ¡No vas a ninguna parte, ea! ¡Siéntate!

—No me encuentro bien, conforme antes te dije, y quisiera respirar el aire puro de la calle.

—Saca la cabeza por la ventana y tienes conseguido tu objeto —replicó Sikes.

—No me basta: necesito respirarlo en la calle.

—Pues en la calle no lo respirarás.

Levantándose de pronto, cerró la puerta con llave, quitó a Anita el sombrero y lo arrojó sobre un armario, diciendo:

—Quieras o no, habrás de estarte quietecita en casa.

—No será el sombrero el que me impida salir —dijo la joven, poniéndose espantosamente pálida—. ¿Qué es lo que te propones, Guillermo? ¿Sabes lo que haces?

—¿Que si sé lo que...? ¡Vaya! —exclamó Sikes, volviéndose hacia Fajín—. ¡Ha perdido el juicio, pues de no ser así, no obraría como obra!

—¡Me obligarás a tomar una resolución desesperada! —exclamó la muchacha, oprimiéndose el pecho con entrambas manos, cual si necesitase de todas sus fuerzas para contener los latidos de su corazón—. ¡Déjame salir... pero enseguida... ahora... en este instante!

—¡No! —rugió Sikes.

—¡Dígale usted que me deje salir, Fajín! ¡Será mejor... mejor para él! ¿No me oye? —gritó Anita, dando una patada en el suelo.

—¡Que si te oigo! —rugió Sikes, encarándose con la muchacha—. ¡Te oigo, sí; y si dentro de medio minuto continúo oyéndote, ten por seguro que el perro se encargará de reducirte al silencio agarrando entre sus colmillos tu garganta! ¿Qué diablos de manía es ésa?

—¡Déjame salir! —repitió con insistencia la joven.

Sentándose a continuación sobre el suelo, frente a la puerta, añadió:

—Guillermo... déjame marchar. No sabes lo que estás haciendo... Te aseguro que no lo sabes... Con una hora tengo bastante.

—¡Que me hagan picadillo ahora mismo si esta desventurada no se ha vuelto loca de repente! —exclamó Sikes—. ¡Levántate!

—¡No me levantaré hasta que me dejes salir... no, y no, y no!

Quedó Sikes mirándola con fijeza, esperando una oportunidad favorable, y cuando ésta se presentó, agarróla de pronto por las manos y la llevó arrastrando hasta la reducida estancia contigua, donde la sentó en una silla obligándola a permanecer sentada a viva fuerza. La muchacha se debatió con furia, luchando unas veces y llorando y suplicando otras, hasta que, cuando sonaban las doce, vencida, agotadas sus fuerzas, dejó de resistir. Sikes, después de ordenarla que no volviera a insistir en salir aquella noche, orden que acompañó con una letanía interminable de blasfemias e imprecaciones, la dejó sola y salió a reunirse con el judío.

—¡Canastos! —exclamó el bandido, secándose el sudor que a mares inundaba su frente, ¡Vaya una mujer rara!

—¡Y tanto, Guillermo, y tanto! —contestó el judío con expresión recelosa.

—¿Qué demonios habrá tenido el capricho de meter en su cabeza la estrambótica idea de salir esta noche? ¿Qué me dices, Fajín? Tú que la conoces a fondo, tal vez puedas explicarme el por qué de ese capricho.

—Obstinación... terquedad de mujer, supongo —contestó el judío encogiéndose de hombros.

—¡Eso debe ser! —gruñó Sikes—. ¡Yo creía que la había domado, pero veo que continúa tan mala como siempre!

—¡Continúa peor! —replicó el judío, pensativo—. Nunca la he visto que se pusiera así por tan poca cosa.

—Ni yo tampoco —dijo Sikes—. Quizá se le ha contagiado la calentura y se encuentra bajo sus efectos: ¿no te parece?

—Pudiera ser.

—La sangraré yo mismo sin llamar al médico, si el acceso vuelve a repetirse.

El judío aprobó el tratamiento con un movimiento de cabeza.

—Mientras estuve enfermo, ni de día ni de noche se separó de la cabecera de mi cama, mientras tú, demostrando una vez más que tienes corazón de lobo, ni una vez te presentaste en mi casa. Nuestra miseria en esos días fue espantosa, y no me extrañaría poco ni mucho que su mollera se haya resentido de tantos días de encierro, y que ahora quiera desquitarse tomando el aire: ¿no te parece?

—Eso será, amigo mío... ¡Pschist!

Mientras el judío estaba hablando, la muchacha reapareció en la estancia y fue a sentarse en el mismo sitio que antes ocupó. Tenía los ojos hinchados y muy encendidos. Una vez sentada, comenzó a mecerse moviendo acompasadamente la cabeza y, al cabo de pocos momentos, rompió a reír estrepitosamente.

—¡Cristo! ¡Ya la tenemos del otro lado! —exclamó Sikes, mirando con sorpresa a Fajín.

Hízole éste una seña para que no hablara más del asunto, y poco después, la muchacha se tranquilizaba y recobraba su aspecto normal. El judío, luego que aseguró en voz muy baja a Sikes que no había peligro de que Anita volviera por entonces a las andadas, tomó su sombrero y dio las buenas noches. Llegado a la puerta, se detuvo, volvió la cabeza, y preguntó si no había quien le hiciera el favor de alumbrarle mientras bajaba la escalera.

—Alúmbrale —dijo Sikes, que estaba cargando su pipa—. Sería una lástima que se rompiera el cuello y chasquease a los aficionados a ver bailar al prójimo en la horca. Alúmbrale.

Anita siguió al judío llevando una vela en la mano. Llegados al portal, Fajín puso el índice sobre sus labios y preguntó con voz muy baja:

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