Authors: Charles Dickens
Los tres personajes se miraron y respiraron, al parecer, con mayor libertad...
—¡Vaya! —exclamó Monks, dejando caer la compuerta que cerraba la trampa—. Si el mar devuelve alguna vez los muertos que guarda en su seno, según dicen los libros, es lo cierto que guarda avaro el oro y la plata, y de consiguiente, no es de temer que nunca más vuelva a ver la luz del día ese saquito. Nada más tenemos que decirnos, y creo que podemos dar por terminada esta entrevista.
—Cuanto antes —respondió Bumble apresuradamente.
—Supongo que no será usted largo de lengua ¿eh? —pregunto Monks, dirigiendo a Bumble una mirada terrible—. En cuanto a su mujer, seguro estoy de que no ha de hablar.
—Puede usted estar tranquilo, joven —respondió Bumble con mucha finura y haciendo una reverencia en la escalera—. El interés general así lo exige, joven; el de usted y el mío propio, señor Monks.
—Por usted me alegro que piense así —observó Monks—. Encienda la linterna, y lárguense de aquí cuanto antes.
Fue una fortuna que terminase en aquel punto la conversación, pues Bumble que no cesaba de hacer reverencias, llegó hasta el borde d~ la escalera y hubiera caído irremisiblemente por ella, salvando la altura de un piso del primer salto. Después de encender la linterna en la de Monks, tomó la escalera, seguido de su mujer, sin tratar de prolongar la conversación. Monks cerraba la marcha, siguiendo silencioso y con el oído atento, al que no llegaba más que el ruido de la lluvia que caía a torrentes.
Lentamente y con precaución atravesaron la pieza de la planta baja, pues Monks se asustaba hasta de su sombra, y Bumble, linterna en mano, avanzaba cautelosamente, pero al propio tiempo con una rapidez nada común en un hombre de su corpulencia, creyendo tropezar a cada paso con trampas y abismos. Monks abrió con sigilo la puerta por la cual habían entrado, y el cariñoso matrimonio, después de cambiar con aquél una inclinación de cabeza, se puso en marcha, no tardando en perderse entre las tinieblas.
Apenas hubieron marchado, Monks, a quien la soledad parece que inspiraba una repugnancia invencible, llamó a un muchacho que estaba escondido en la planta baja, y mandándole que rompiese la marcha llevando en la mano la linterna, volvió a la habitación de la que momentos antes había salido.
Hace la presentación de algunos personajes respetables que conoce ya el lector, y demuestra que el judío y Monks se entendían perfectamente
La noche que siguió a la en que los tres dignos personajes a quienes se ha referido el capítulo anterior trataron y concluyeron el pequeño negocio allí narrado, el respetable Guillermo Sikes, al despertar de un sueño, preguntó con voz cansada qué hora podría ser.
No era el cuarto de Sikes el mismo que ocupara antes de su malograda expedición a Chertsey, aun cuando estuviese en el mismo barrio y a corta distancia de su anterior alojamiento, ni parecía tan apetecible como aquél, pues su mobiliario era pobre y escaso, pequeño el cuarto, y por añadidura no recibía más luz que la que dejaba pasar una ventanita sumamente estrecha, abierto por el borde mismo del alero del tejado, que daba a una callejuela solitaria y sucia. Ni faltaban tampoco otras indicaciones de que aquel hombre había sufrido reveses de fortuna, pues la escasez de muebles, a la pobreza de los pocos que quedaban, había que añadir la carencia casi absoluta de ropa blanca y de vestir, la falta total de
confort,
y mil otras cosas que acusan pobreza extrema, sin contar, con que la demacración del egregio señor Sikes era confirmación harto evidente de su precaria situación.
Encontramos al amigo de lo ajeno tendido sobre la cama, envuelto en un gran levitón blanco, que hacía las veces de bata de casa, y presentando una cara a la cual favorecía muy poco el tinte cadavérico que la cubría, el sucio gorro de dormir que le servía de remate y la hirsuta barba negra, privada de las caricias de la tijera desde algún tiempo antes junto al lecho estaba sentado el perro, que tan pronto miraba a su amo como enderezaba las orejas y lanzaba gruñidos sordos, cada vez que los rumores de la calle llamaban su atención. Sentada al lado de la ventana, remendando con ardimiento un chaleco del ladrón, había una mujer, tan pálida y extenuada como consecuencia de las vigilias y de las privaciones, que nos sería sumamente difícil reconocer en ella a la Anita que ha figurado ya en varios capítulos de esta historia, de no ser por la voz con que contestó a la pregunta de Sikes.
—Poco más de las siete —respondió la joven—. ¿Cómo te encuentras, Guillermo?
—¡Más débil que el agua! —gritó Sikes, lanzando una maldición a sus miembros y a sus ojos—. ¡Ven! ¡Dame la mano para que pueda salir de esta maldita cama!
Parece que la enfermedad no había dulcificado el temperamento de Sikes, pues mientras la joven le ayudó a dejar la cama y a sentarse en una silla, su boca no cesó de barbotar imprecaciones y blasfemias, matizadas con quejas sobre la torpeza de su enfermera, a la que concluyó por pegar.
—¿Ya estás lloriqueando? —gruñó Sikes—. ¡A callar! ¿Oyes? ¡si no sabes hacer otra cosa, preferible es que revientes de una vez! ¿Me entiendes?
—Sí, hombre, sí; te entiendo —contestó la muchacha con risa forzada—. ¡Qué cosas se te ocurren a veces!
—Parece que lo has pensado mejor, ¿eh? —dijo Sikes, viendo que temblaba una lágrima en las pestañas de Anita—. ¡Tanto mejor para ti!
—¿Es que tenías gana de pegarme esta noche, Guillermo? —preguntó la joven, poniéndole una mano sobre el hombro.
—¡Bah! ¿Por qué no?
—Hace muchas noches —dijo la muchacha, poniendo en su voz acentos de ternura que le dieron cierta dulzura—, hace muchas noches que te cuido y atiendo como si fueras un niño; vuelves en ti hace un momento, y lo primero que se te ocurre es pegarme. No te hubieras comportado así, si hubieses reflexionado, ¿verdad? ¡Vamos! ¡Dime que no!
—¡Bueno! ... ¡No lo hubiera hecho! ¡Por vida de...! ¿Otra vez llorando?
—No es nada, Guillermo, no hagas caso —respondió la joven dejándose caer sobre una silla. Pronto se me pasará.
—¿Y qué es lo que pasará pronto? —gritó Sikes con furia salvaje—. ¿Qué tonterías son ésas? Levántate, trabaja, haz algo, y no me desesperes con tus locuras de mujer.
En otras circunstancias, aquellas palabras, y sobre todo, el tono con que fueron pronunciadas habrían producido el efecto deseado; pero, la muchacha, extenuada y falta de fuerzas, inclinó su cabeza sobre el respaldo de su silla y se desmayó, antes que el señor Sikes tuviera tiempo de intercalar unos cuantos juramentos apropiados, que en circunstancias parecidas solían ser compañeros obligados de sus amenazas. No sabiendo qué hacer en aquel caso verdaderamente excepcional, pues los accesos de histerismo de la señorita Anita eran de ordinario de los que producen en el paciente deseos de pelea. Sikes recurrió primero a las blasfemias, y como observara que éstas eran ineficaces, pidió socorro.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Fajín abriendo la puerta.
—Cuida de esa chica —contestó Sikes con impaciencia—. Cuídala, pero sin charlar tanto ni mirarme con ojos de bruto.
Apresuróse el judío a socorrer a Anita, no sin antes lanzar un grito de sorpresa, mientras Dawkins, por mal nombre el
Truhán,
que había entrado siguiendo a su respetable maestro, y dejaba sobre el suelo un paquete, con el que iba cargado, y arrebataba una botella de las manos de Carlos Bates, pegado a sus talones, la descorchaba con los dientes en un abrir y cerrar de ojos, y vertía parte de su contenido en la boca de la paciente, no sin antes haber hecho pasar una buena dosis por su propia garganta.
—Hazle aire con el fuelle, Bates, y usted Fajín, frótele bien las manos mientras Sikes le afloja el vestido —dijo el
Truhán.
Los esfuerzos combinados de todos, aplicados con energía sin igual, y sobre todo el del fuelle, que parecía mucho a Bates, encargado de administrarlo, no tardaron en producir el efecto apetecido. La joven fue recobrando gradualmente el conocimiento, y levantándose de la silla, aproximóse a la cama, hundió su cara en la almohada, y dejó que Sikes se las entendiera con los tres personajes extraños, cuya presencia en la habitación la había sorprendido.
—¿Qué mal viento te trae por aquí? —preguntó a Fajín.
—No es mal viento el que me trae, amigo mío —respondió Fajín—, pues nunca traen nada bueno los malos vientos y yo traigo algo que le alegrará la vista.
Truhán,
amigo mío –añadió—, deslía ese paquete y da a Guillermo las cosillas en que hemos empleado nuestro dinero esta mañana.
Cumpliendo presuroso la orden de Fajín, el
Truhán
deslió el paquete, que era bastante voluminoso y estaba envuelto en un mantel, y alargó uno por uno a Bates los objetos que contenía, que éste fue dejando sobre la mesa, encomiando su calidad.
—De conejo, Guillermo, de conejo auténtico —dijo, mostrando un pastel enorme—, de esos seres delicados de miembros tan tiernos, Guillermo, que hasta los huesos se deshacen y funden en la boca, sin que haya medio de encontrarlos; media libra de té verde, de setenta y seis peniques, tan fuerte y bueno, que basta echarlo en agua hirviendo para que salte por los aires la tapa de la tetera; una libra y media de azúcar de primera de ése que no ven los negros y menos tienen ocasión de probar... ¡oh, no! dos panes frescos y apetitosos, un queso de Glocester, y para coronarlo todo, el líquido más rico que jamás ha pasado por su garganta, Guillermo.
Terminado el panegírico, Bates sacó de las profundidades de su bolsillo una botella de buen tamaño, llena de vino y cuidadosamente tapada, mientras el Truhán escanciaba de otra, que a su vez traía, un gran vaso de licor, que el enfermo echaba entre pecho y espalda sin demostrar un momento de vacilación.
—¡Ah! —exclamó el judío, frotándose satisfecho las manos—. ¡Eso va bien, Guillermo, muy bien!
—¡Bien! –replicó Sikes—. ¡Bien estaría hace cien siglos si hubieras pensado en socorrerme! ¿Qué intención era la tuya al dejarme aquí abandonado durante más de tres semanas, perro vagabundo... corazón traidor?
—¿Pero no estáis oyendo? —exclamó el judío encogiéndose de hombros—. ¿Oís lo que nos dice, precisamente cuando acabamos de traerle cosas tan buenas?
—No son tan malas –contestó Sikes, un poco apaciguado al volver los ojos hacia la mesa. –Pero dime, ¿cómo puedes excusar tu conducta, después de dejarme aquí enfermo, pobre, postrado, sin salud y sin nada que llevar a la boca, como si fuera un perro? A propósito del perro... ¡Échalo afuera, Carlos!
—No he visto en mi vida perro tan gracioso como este —dijo Bates, cumpliendo la orden de Sikes. Huele los víveres con tanto esmero como suelen hacerlo las viejas en el mercado. Si se hubiera dedicado al teatro, hubiera hecho fortuna ese perro, sobre todo cultivando el género dramático.
—¡Quieto! —gritó Sikes a su perro, que se había escondido debajo de la cama y gruñía amenazador—. Repito, zorro viejo: ¿Qué disculpa me das de tu conducta?
—He estado fuera de Londres más de una semana, amigo mío –contestó Fajín.
—¿Y los quince días restantes? ¿Qué me dices de las dos semanas que me has tenido aquí como una rata enferma en su agujero?
—No pude remediarlo, Guillermo. No entraré ahora en detalles, porque no son para dichos delante de gente, pero juro por mi honor que no pude hacer otra cosa.
—¿Por tu honor? —exclamó Sikes —¡Vaya, muchachos! Cortadme un pedazo de ese pastel, para que me quite el mal gusto que me ha dejado esa palabra.
—No se enfade usted, amigo mío —suplicó el judío—. Ni un instante he dejado de pensar en usted... se lo aseguro.
—¿No? ¡Eso sí que lo creo! —exclamó Sikes, sonriendo con amargura—. Seguro estoy de que has pensado mucho en mí, mientras he permanecido aquí, tiritando unas veces y ardiendo otras, para variar; pero ha sido para madurar tus planes, para tomar medidas, diciendo que Guillermo hará esto, o hará aquello, tan pronto como se ponga bueno, y lo hará por cualquier cosa, regalado, casi de balde. ¡Bandido! ¡De no haber sido por esa infeliz estaría ya muerto!
—¡Conformes, Guillermo! —exclamo Fajín, aprovechando la frase al vuelo—. Dice usted que no ha muerto gracias a la muchacha: ¿y a quién debe usted el tenerla a su lado? ¿No es al viejo Fajín?
—Es verdad —terció Anita, acercándose a los interlocutores—. Pero hablemos de otra cosa; ¿no les parece que se ha discutido lo que tratan con toda la extensión que merece?
La presencia de Anita dio nuevo rumbo a la conversación. Los muchachos, obedeciendo una seña que les hizo el judío, instáronla a beber, y ella bebió, bien que con parsimonia, mientras Fajín, desplegando una alegría que no era en él natural, consiguió aplacar a Sikes, fingiendo tomar a broma sus amenazas y riendo y celebrando sus fanfarronerías.
—Todo eso está muy bien —dijo Sikes al fin—; pero necesito que esta misma noche me envíes
luz
.
—Ni una mala moneda tengo —replicó el judío.
—Pero las tienes de buena ley en casa, y por cierto a montones. Parte de las que allí están muertas de risa, deben venir aquí.
—¡A montones! —exclamó el judío, alzando los brazos—. No llega lo que tengo a...
—No quiero saber lo que tienes, lo que sería difícil averiguar, porque ni tú mismo lo sabes y te costaría mucho tiempo contarlo; lo que me interesa es que esta noche misma me envíes algo.
—¡Bien! ... ¡Está bien! Luego te enviaré al
Truhán
con...
—No harás tal —replicó Sikes
El
Truhán,
es demasiado
truhán
y podría olvidar las señas de mi casa, o confundir el camino, o caer en cualquier trampa, o bien encontrar otra causa que estorbase el cumplimiento de la comisión. Irá contigo Anita, lo que es más seguro. Mientras va y viene, yo quedaré aquí descabezando un sueño.
Tras acalorada discusión, en el curso de la cual se regateó mucho, el judío consiguió rebajar la suma de cinco libras, pedidas por Sikes, a tres, cuatro chelines y seis peniques, jurando por todos los Patriarcas del Antiguo Testamento que no le quedarían en su casa más de dieciocho peniques, a lo que contestó Sikes con hosca expresión que se contentaría con aquella suma, toda vez que le era imposible obtener más. Mientras el
Truhán
y Bates guardaban los comestibles en un armario, Anita se preparó para acompañar al judío. Este, después de despedirse de su cariñoso amigo, emprendió la vuelta a su casa acompañado por la muchacha y sus dos discípulos, dejando a Sikes tumbado en la cama.