Authors: Charles Dickens
—Hemos visto en él la mano de los profesionales de la ciudad —continuó Blathers—. El estilo así lo prueba, pues es de primer orden.
—Estilo perfeccionado —añadió Duff.
—Lo llevaron a cabo dos hombres con el auxilio de un muchacho —repuso Blathers—. Esta última circunstancia la evidencia el hueco de la ventana. Nada más puede asegurarse por el momento. Ahora, sí ustedes nos lo permiten, interrogaremos al muchacho que hay arriba.
—¿No le parece a usted, señora que estos caballeros deberían tomar alguna cosita antes de proseguir sus luminosos trabajos? —preguntó el doctor sonriendo, cual si una idea feliz acabase de iluminar su mente.
—¡Ah, sí! —exclamó Rosa con avidez—. Inmediatamente.
—¡Oh, muchas gracias, señorita! —contestó Blathers, pasándose la manga por la boca—. A decir verdad, el desempeño de nuestras funciones excita la sed de una manera extraña, señorita... Tomaremos lo que tengan a mano, pero no quisiera que se molestasen por nosotros.
—¿Qué quieren ustedes tomar? —preguntó el doctor, siguiendo a la joven.
—Una copita, señor, si usted nos lo permite. En nuestro viaje desde Londres hemos pasado un frío horrible, señoras, y creo que nada mejor que una copita para abrigar el estómago.
La señora Maylie escuchó con muestras de interés la manifestación de Blathers, mientras el doctor aprovechaba la oportunidad para salir sigilosamente de la habitación.
—¡Ah, señora! —exclamó Blathers, tomando el vaso por el fondo entre sus dedos pulgar e índice y alzándolo a la altura del pecho. ¡Cuántos casos como el presente he tenido que resolver durante mi carrera!
—Por ejemplo, aquel robo con fractura perpetrado en una callejuela solitaria, por Edmomon, Blathers —observó Duff, como para refrescar la memoria de su compañero.
—Por cierto que fue muy semejante a éste —contestó Blathers—. Obra de Conkey Chickweed, ya lo sabe usted, compañero.
—Siempre se empeña usted en afirmar que fue su autor Conkey, cuando quien lo llevó a cabo fue la familia Pett. Conkey tuvo en él la misma participación que yo.
—¡Tonterías! ¡Si sabré yo lo que me digo! —replicó Blathers—. ¿Se acuerda usted de cuando robaron a Conkey? Fue un golpe maestro que puso en conmoción al mundo entero. ¡Novela como aquella no se lee en los libros!
—¿Qué pasó? —preguntó Rosa, en su deseo de adelantar el buen humor y la locuacidad de sus importunos visitantes.
—Fue un robo, señorita, como nunca se había visto otro —respondió Blathers—. El tal Conkey Chicweed...
—Conkey significa
Narizota,
señorita —interrumpió Duff.
—La señorita lo sabe tan bien o mejor que usted, compañero —replicó con vivacidad Blathers—, y ya que se me presenta ocasión, advertiré a usted, Duff, que no me agrada que me interrumpan a cada paso. El tal Conkey tenía en el camino de Battlebridge una taberna que frecuentaban muchos jóvenes lores deseosos de presenciar riñas de gallos, de hacer apuestas y de disfrutar de pasatiempos por el estilo. El tabernero dirigía los negocios de la manera más intelectual que puede usted figurarse, según he podido observar yo mismo, que he tenido ocasión de juzgar
de visu.
Sucedió pues, que, en ocasión en que se encontraba solo en su casa, una noche le fueron robadas trescientas veintisiete guineas que guardaba en un saco por un hombre alto que llevaba un parche negro en un ojo el cual hombre se había escondido debajo de su cama, y luego que cometió el robo, se descolgó por una ventana, que estaba en el primer piso. Rápido fue el ladrón en sus movimientos, mas no lo fue menos Conkey. Parece que le despertó el ruido, y saltando veloz de la cama disparó un trabucazo que puso en conmoción al barrio entero. Todo el mundo se lanzó a la calle, la gritería que se armó fue espantosa, todos corrieron tras el ladrón, no lograron darle alcance, y ni siquiera verle, hallaron no obstante que el trabucazo le había herido, pues dejo en su huida rastros de sangre que continuaban durante un trecho d consideración. En resumen: Conkey se quedó sin el dinero, y como consecuencia, cúpole el honor de que su nombre apareciera, pasado algún tiempo, en la
Gaceta,
entre los de otros comerciantes que habían hecho quiebra. Abrióse una suscripción, diéronse funciones a beneficio de aquel desgraciado a quien había visitado el infortunio; pero todos los socorros materiales no pudieron restablecer el equilibrio en sus facultades mentales, trastornadas como resultado del robo. Pasábase los días sin despegar los labios, extraviada la mirada, arrancándose el cabello, Y haciendo tales extremos, que las gentes creían que terminaría por suicidarse. Una mañana se presentó corriendo en las oficinas de policía y celebró una conferencia reservada con el comisario, terminada la cual, sonaron con insistencia los timbres y se dieron órdenes terminantes y precisas a Jaimito Spyers (un agente de los más activos y sagaces), para que prestase su apoyo al señor Chickweed y se apoderase de la persona del ladrón.
«Ayer le vi pasar por delante de la puerta de mi casa, Spyers», dijo Chickweed al agente. «¿Cómo no salió usted tras él y le agarró por el cuello?», preguntó Spyers. «Porque su vista me dejó tan trastornado que cualquiera hubiese podido matarme con un mondadientes —replicó el pobre hombre—. Pero le cogeremos de fijo, porque por la noche, entre diez y once, le vi pasar otra vez» Proveyóse Spyers de ropa blanca y de peine, por si tenía que pasar uno o dos días ausente de su casa, salió, y fuése a situar en la ventana de una taberna, detrás de una cortinita, bien encasquetado el sombrero y dispuesto a lanzarse en persecución del ladrón no bien le echase la vista encima.
»La noche estaba ya muy avanzada. Spyers fumaba filosóficamente su pipa, cuando de pronto oyó que bramaba Chickweed: «¡Aquí está! ¡Al ladrón!... ¡Al asesino!» Salió Jaimito Spyers con la rapidez del rayo, y ya vio a Chickweed que corría como alma que lleva el diablo gritando con todas sus fuerzas. Devora distancias Spyers, vuela Chickweed, las puertas de las casas vomitan gentes, todos corren, todos se atropellan, todos gritan
¡Ladrones, ladrones!
gritos que inicia siempre Chickweed, que brama y ruge como un loco. Spyers, que le ha perdido un momento de vista a la vuelta de una esquina, se precipita como un huracán, dobla la esquina, ve un grupo, penetra en su centro y grita: «¿Dónde está el ladrón? ¿Quién de éstos es?» «¡Voto al...! —ruge Chickweed—. ¡Se me ha vuelto a escapar!»
»No dejaba de ser extraño el suceso, pero como no se veían por ninguna parte rastros del ladrón, volvieron nuestros hombres a la taberna, y a la mañana siguiente, Spyers se instaló de nuevo en su observatorio y acechó, desde detrás de la cortina encarnada, el paso de un hombre alto que llevara un parche negro sobre un ojo, hasta que los suyos le dolieron a fuerza de mirar. El dolor le obligó a restregárselos, y en el preciso instante en que los tenía cerrados, hiere sus oídos el grito de: «¡Aquí está!», de Chickweed. Lánzase Spyers a la calle en pos de Chickweed que corría desatinado delante, y después de una carrera furiosa, que se prolonga doble que la de la noche anterior, el ladrón se pierde de nuevo. La escena se repitió tres o cuatro veces más dando lugar a que la gente propalara la especie de que Chickweed había sido robado por el diablo en persona, el cual se entretenía, además, en hacerle objeto de sus burlas. Los pocos que no dieron crédito a esta versión, aseguraban a pie juntillas que el pobre Chickweed se había vuelto loco»
—¿Y Spyers, qué decía? —preguntó el doctor, que había vuelto a entrar en la habitación momentos después de principiado el cuento.
—Jaimito Spyers —contestó el narrador— no dijo esta boca es mía en bastante tiempo, pues se limitaba a escuchar a todo el mundo y a tomar nota de cuanto oía, bien que fingiendo indiferencia, lo que demuestra que sabía su oficio. Una mañana, salió a la sala de la taberna, y mientras tomaba un polvo de su caja de rapé dijo: «¿Sabe usted, amigo Chickweed, que he descubierto al ladrón?» «¿De veras? —inquirió Chickweed—. ¡Oh, mi querido Spyers! ¡Que pueda tener la satisfacción de vengarme, y moriré contento! «¿Dónde está el villano, mi querido Spyers?» «¡Vaya! —replicó Spyers—. ¡Basta de bromas, Chickweed! ¡El ladrón es usted!»Así era en efecto. La farsa le había valido mucho dinero, y a buen seguro que nunca se hubiera descubierto el enredo de no haber mostrado tanto afán por salvar las apariencias. ¿Qué les parece? —terminó Blathers, dejando el vaso sobre la mesa y agitando las esposas.
—Curiosísimo, no puede negarse —contestó el doctor—. Si ustedes quieren, podemos subir a ver al herido.
—Estamos a sus órdenes, señor.
Los dos agentes, siguieron al doctor Losberne, quien a su vez pisaba los talones a Giles, que rompía la marcha alumbrando, subieron al piso superior y entraron en la alcoba donde descansaba Oliver.
Estaba amodorrado el muchacho, parecía encontrarse peor de lo que en realidad estaba, y la fiebre era bastante intensa. Auxiliado por el doctor, pudo, empero, sentarse sobre la cama, y comenzó a mirar a los que acababan de invadir su cuarto sin comprender lo que iba a pasar, mejor dicho, sin recordar al parecer quién era él mismo, dónde se hallaba ni qué le había ocurrido.
—He aquí —dijo el doctor, hablando en voz baja pero con mucha vehemencia—, he aquí el muchacho que, herido accidentalmente en la posesión del señor... no sé cuántos, situada a espaldas de la en que nos encontramos, se presentó aquí esta mañana demandando socorro, y el socorro que le dio ese ingenioso personaje que está frente a nosotros con la palmatoria en la mano, fue agarrarle y maltratarle en forma tal, que ha puesto su vida en peligro inminente, como no tengo inconveniente en certificar en mi calidad de médico.
Blathers y Duff clavaron sus ojos en el hombre sobre quien el doctor acababa de llamar su atención, el cual, atolondrado y presa de la más profunda estupefacción, paseaba sus espantadas miradas desde los agentes a Oliver, y desde Oliver al doctor, reflejando en su cara una mezcla cómica de terror y de perplejidad.
—Supongo que no se atreverá usted a negarlo, ¿eh? —preguntó el doctor, acostando nuevamente a Oliver.
—¡Yo lo hice todo para... con la mejor intención! —balbuceó Giles—. Creí firmemente que era mismo muchacho, pues de no haberlo creído, me hubiera guardado muy mucho de maltratarle. No tengo instintos crueles, señor.
—¿Qué muchacho creyó usted que era? —preguntó Blathers.
—El que acompañaba a los ladrones, señor —contestó Giles. Es indudable... creo yo que es indudable que con los ladrones iba un muchacho.
—¡Bien! ¿Y cuál es ahora su opinión? —preguntó Blathers.
—¿Mi opinión sobre qué? señor —inquirió Giles mirando con aire atontado a su interlocutor.
—¡Sobre el muchacho, pedazo de estúpido! —gritó Blathers con impaciencia.
—No lo sé... si he de decir verdad, no lo sé... No me atrevería a jurar que fuese el mismo.
—Pero en fin, sepamos qué piensa usted —insistió Blathers.
—No me atrevo a pensar nada... creo que no es el mismo... casi, aseguro que no lo es... Ustedes comprenden perfectamente que no puede ser el mismo.
—¿Pero está borracho este hombre? —preguntó Blathers, volviéndose hacia el doctor.
—¡Es un imbécil de tomo y lomo! —exclamó Duff.
El doctor Losberne, que durante el breve diálogo que queda copiado, había estado tomando el pulso al herido, levantóse de la silla en que estaba sentado y dijo que, puesto que, según parecía los agentes no abrigaban dudas sobre el asunto parecíale acertado pasar a la habitación contigua donde podrían continuar el interrogatorio de Giles y tomar declaraciones a Britles.
Aceptada la proposición y puestos en la habitación inmediata, llamaron a Britles, quien embrolló de tal suerte el asunto y se enredó a sí mismo y a su superior jerárquico en tan laberíntica maraña de contradicciones, que fue imposible sacar nada en limpio, como no fuera el hecho indubitable del inconcebible error en que ambos habían incurrido, y la seguridad, confesada por él mismo, de que aun cuando le pusieran frente a los ojos en aquel instante al muchacho que había visto acompañando a los ladrones, le sería imposible identificarlo, pues si aseguró antes que el muchacho en cuestión era Oliver, hízole porque Giles así lo había dicho, añadiendo que cinco minutos antes declaraba el propio Giles en la cocina que temía mucho haber obrado con demasiada ligereza.
Puestos a dudar, llegóse a poner en tela de juicio que Giles, hubiera herido a nadie. Reconocida la segunda pistola, que Giles no llegó a disparar, hallóse que sólo estaba cargada con pólvora y tacos, descubrimiento que causó sensación profunda en todos excepto en el doctor, que había sacado de la misma la bala diez minutos antes. A nadie, sin embargo, afectó tanto como a Giles, quien comido desde algunas horas antes por el remordimiento de haber herido mortalmente a un semejante, respiró tranquilo, se aferró a la idea nueva y contribuyó más que nadie a que arraigara la creencia de que la pistola con que hizo fuego no estaba cargada con bala. Los agentes al fin, sin acordarse apenas de Oliver, dejaron al alguacil en la casa y regresaron a la ciudad, prometiendo volver al día siguiente.
Cundió el rumor en la mañana del siguiente día de que en la cárcel de Kingston había encerrados dos hombres y un muchacho, presos durante la noche por sospechosos, rumor que indujo a Blathers y a Duff a trasladarse a Kingston sin pérdida de momento. Hecha una investigación acerca de las circunstancias sospechosas que motivaron la prisión de aquellos hombres, resultó que quedaban reducidas al hecho de haber sido sorprendidos durmiendo dentro de un pajar, lo cual, si bien no puede negarse que constituye un crimen gravísimo, no lleva aneja más vena que la de prisión correccional y, ante los tutelares ojos de la misericordiosa ley inglesa, no es, por sí sola, prueba bastante para evidenciar que el durmiente, o los durmientes, hayan llevado a cabo un allanamiento de morada con vistas al robo, y, como consecuencia, la sanción venal que al delito mencionado corresponde no es la muerte afrentosa. Blathers y Duff, averiguados los extremos que quedan consignados, hubieron de volverse como habían ido.
A vuelta de muchas pesquisas y como resultado de largas conferencias, convínose en que la señora Maylie v el señor Losberne responderían de Oliver por si la justicia tenía a bien llamarle. Blathers y Duff, contentos con algunas guineas que recibieron a título de recompensa por sus trabajos, volvieron a la capital, más desacordes que nunca acerca de la apreciación del hecho delictivo que motivó sus trabajos, pues el último seguía aferrado a la idea de que había sido obra de la familia Pett v el primero juraba y perjuraba que el autor no pudo ser otro que el gran Crickweed.