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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (17 page)

BOOK: Oliver Twist
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—¡Oh, señor! ¡No me diga que trata de despedirme de su casa, por favor! —exclamó, Oliver con ansiedad, lleno de temor ante la solemnidad del preámbulo—. No me ponga a la puerta de su casa, obligándome a correr de nuevo las calles. Permítame continuar a su lado como criado. No me envíe al lugar repugnante de donde salí. ¡Tenga piedad de este pobre muchacho, señor!

—Hijo mío —replicó el señor Bhownlow ante el calor con que Oliver imploraba su protección—. No temas que yo te abandone, a no ser que para ello me des motivos.

—¡Nunca los daré, señor!

—Así lo espero —repuso el anciano—. Persuadido estoy de que no has de dármelos jamás. He sufrido muchos desengaños, me han pagado con ingratitud las personas a quienes he querido proteger, pero esto no obstante, me siento muy inclinado a creer en ti, y una fuerza misteriosa, que ni yo mismo podría explicar, me impulsa a protegerte. Yacen bajo tierra los seres que más queridos me han sido, y aunque al morir llevaron tras sí toda la felicidad de mi vida, todos los encantos que el mundo pueda ofrecerme, no por ello he hecho de mi corazón un ataúd, no por ello he cerrado mi pecho a los efectos puros y a las emociones dulces; antes por el contrario, aquéllos y éstas se robustecen, adquieren mayor fuerza, cuando los agita el recio vendaval de la desgracia.

Como el anciano pronunciara las últimas palabras a media voz, y como hablando consigo mismo, y guardara silencio durante unos cuantos segundos, Oliver permaneció callado, sin atreverse casi a respirar.

—Si te hablo de esta suerte, hijo mío —continuó el señor Brownlow, con mayor dulzura en la voz—, es porque alienta en tu pecho un corazón joven, y sabiendo cuántos dolores, cuántas pesadumbres han herido el mío, evitarás con mayor cuidado enconar las heridas, no bien cerradas todavía. Dices que eres huérfano, y que no tienes un solo amigo en el mundo; y, en efecto, los informes que he logrado obtener son confirmación de tus palabras. Deseo conocer la historia de tu vida, saber de dónde has venido, quién te ha criado y educado, y cómo fuiste a dar con las personas en cuya compañía te encontré. Dime la verdad, y te aseguro que no te faltará un amigo mientras yo viva.

Agolpáronse los sollozos a la garganta del desdichado Oliver, impidiéndole hablar durante unos minutos. Cuando tranquilizado a medias, se disponía a narrar cómo fue criado en la sucursal del hospicio desde la cual pasó a la casa matriz, donde hubo de sufrir los tormentos consiguientes a la animosidad declarada del señor Bumble, sonó en la puerta de la calle un repique de aldabón movido por una mano impaciente, y momentos después entró en el despacho un criado anunciando la visita del señor Grimwig.

—¿Sube ya? —preguntó el señor Brownlow.

—Sí, señor —contestó el criado—. Preguntó si había en casa bizcochos, y cuando le contesté que sí, dijo que venía a tomar el té.

Sonrió el buen anciano, y volviéndose hacia Oliver, díjole que el señor Grimwig era un amigo antiguo suyo, añadiendo que no hiciera caso si observaba que sus modales eran un tanto bruscos, pues bajo una corteza ruda latía un corazón tierno y cariñoso, como tendría ocasión de comprender.

—¿Quiere usted que me vaya, señor? —preguntó Oliver.

—No, no; prefiero que te quedes —contestó el señor Brownlow.

En aquel momento entró en la estancia, apoyándose sobre un bastón extraordinariamente grueso, un caballero de gran corpulencia, cojo de una pierna, que vestía levita azul, chaleco rayado, calzón y polainas de mahón, y cubría su cabeza con un sombrero blanco, de alas muy anchas, vueltas hacia arriba y guarnecidas de verde. Su chaleco dejaba escapar la chorrera de su camisa y una cadena larga de acero, de cuyo extremo pendía no un reloj, sino una llave. Los extremos de su corbata, también blanca, formaban dos bolas del tamaño de naranjas muy regulares. En cuanto a su rostro, la variedad de guiños, gestos y contorsiones que lo animaban al hablar o al escuchar desafían el lápiz del caricaturista más competente. Las revoluciones de su cabeza alrededor del cuello, que hacía las funciones de pivote, eran tan rápidas y frecuentes, y al propio tiempo miraba a sus oyentes o interlocutores tan por los ángulos de los ojos, que todo el mundo, al verle, sin darse cuenta se acordaba de los loros. En esa actitud entró en el despacho, llevando en la mano un pedacito de cáscara de naranja, a la par que gritaba con entonación airada.

—¿No lo está usted viendo? ¿Exagero o no exagero? ¡Es cuento este que no pueda yo subir a una casa sin encontrar en la escalera una de esas cáscaras que liarían la fortuna de un pobre cirujano! ¿Ha visto usted nunca nada tan singular, tan extraordinario, tan maravilloso? A una cáscara de naranja soy deudor de esta maldita cojera, y una cáscara de naranja ocasionará mi muerte. ¡Sí, señor! ¡Una cáscara de naranja me matará! Tan cierto estoy de ello, que no tengo inconveniente en comerme la cabeza si me equivoco.

Era la pena que el buen señor Grimwig se imponía siempre que sentaba alguna afirmación, penalidad verdaderamente peregrina, pues aun dando como buena, que es mucho dar, la posibilidad de que un caballero se coma su propia cabeza, suponiendo que en hacerlo no tenga inconveniente, era tan descomunal la del señor Grimwig, que difícilmente hubiera sido capaz de engullirla el mortal más tragón en una sola sentada, y cuenta que, al hablar de dificultades, no tengo en cuenta la espesa capa de polvo que la cubría.

—¡Sí, señor, sí! ¡Me comería la cabeza! —repitió el señor Grimwig golpeando el suelo con su garrote—. ¡Hombre! ... ¿Qué es eso? —preguntó, clavando sus ojos en Oliver y retrocediendo dos pasos.

—Es Oliver Twist, el muchacho de quien le hablé —contestó el señor Brownlow.

Oliver saludó con una reverencia profunda.

—¡Supongo que no será éste el muchacho que ha pasado la fiebre! —exclamó el señor Grimwig, retrocediendo dos pasos más—. ¡Alto! ¡Espere usted! —añadió con brusquedad, olvidando en medio del alborozo que le produjo el descubrimiento el temor a contagiarse—. ¡Apuesto a que éste es el que ha tirado en la escalera la cáscara de naranja! ¡Si no ha sido él, me como mi cabeza, y hasta la suya!

—¡No, no! ¡No ha sido él! —replicó el señor Brownlow riendo a más no poder—. Pero hablemos de otra cosa. Deje usted el sombrero, y tratemos de mi amiguito.

—Me preocupa lo que usted no puede figurarse este asunto —dijo el irritable caballero quitándose los guantes—. Todos los días encuentro más o menos cáscaras de naranja en la acera de nuestra calle, y me consta que las tira el muchacho del cirujano de la esquina. Anoche, sin ir más lejos, resbaló en una de ellas una joven, y en su caída fue a chocar contra la verja de mi jardín. No bien se levantó, vi que dirigía sus ojos hacia ese infernal farol rojo que baña la calle en una luz siniestra. «¡No vaya usted a esa casa! —grité yo desde la ventana—. ¡Es un asesino!... ¡Un embaucador! ¡Y lo es en verdad! Si me engaño, me...

El irascible caballero puso fin a su discurso descargando sobre el piso un garrotazo formidable, lo que era tanto, y todos sus amigos lo sabían perfectamente, como formular su ofrecimiento de costumbre.

Sentóse a continuación, sin soltar el garrote, abrió unos impertinentes que llevaba pendientes del cuello por medio de una cinta muy ancha, y comenzó a examinar con atención a Oliver, el cual, viendo que era objeto de la inspección del caballero, se ruborizó y saludó de nuevo.

—¿Este es el muchacho? —preguntó el señor Grimwig.

—Este es el muchacho —respondió el señor Brownlow.

—¿Cómo vamos, muchacho?

—Mucho mejor, muchas gracias —contestó Oliver.

El señor Brownlow, viendo que su excéntrico amigo iba a decir algo desagradable, dijo a Oliver que subiera a preguntar a la señora Bedwin si estaba dispuesto el té. El muchacho, a quien no agradaban mucho los modales del recién llegado, alegróse de que le depararan ocasión para salir.

—Es un guapo chico, ¿verdad? —preguntó el señor Brownlow.

—¡Yo qué sé! —contestó el interrogado con entonación brusca.

—¿Que no lo sabe?

—¡Claro que no lo sé! Para mí todos los muchachos son iguales: mejor dicho, no encuentro más que dos clases de muchachos: muchachos espátulas, y muchachos toros.

—¿En qué clasificación incluye a Oliver?

—En la de muchachos espátulas. Un amigo mío tiene un hijo de los de la categoría de muchachos toros... una preciosidad, según dicen. Tiene una cabezota tremebunda, unos mofletes proporcionados a aquélla, rojos como la sangre, por añadidura, y unos ojos como carbones encendidos, en fin, un horror.

—¿Pues qué diremos de su cuerpo? La carne amenaza romper el traje por todas partes, tiene voz de marinero y apetito de lobo. He tenido, ocasión de conocer bien a ese cetáceo.

—Conformes; pero, como no es ése el tipo de Oliver Twist, creo que no tiene usted motivos para enojarse.

—Reconozco que no es ése el tipo de Oliver; pero con mejor tipo, puede ser de peor condición que el otro.

El señor Brownlow tosió con impaciencia, lo que al parecer produjo viva satisfacción a su interlocutor.

—Repito que probablemente será mucho peor —insistió el señor Grimwig—. ¿De dónde viene? ¿Quién es? ¿Qué es? Por lo pronto, ha tenido fiebre, y la fiebre sólo ataca a los malos sujetos. ¿Eh? ¿Qué edad? Conocí a un individuo que fue ahorcado en Jamaica por haber asesinado a su amo: pues bien, ese individuo había contraído la fiebre seis veces. ¿Que le parece?

Lo bueno del caso es que allá en los repliegues más recónditos de su corazón, el señor Grimwig estaba dispuesto a reconocer que el semblante de Oliver le había sido altamente simpático, pero por encima de los dictados de aquella víscera estaba su prurito por contradecir, prurito agudizado en aquel momento por haber encontrado en la escalera la cáscara de naranja. He aquí por qué, resuelto a no consentir que ningún nacido le dijera si un muchacho era guapo o feo, simpático o antipático, desde el primer instante decidió llevar la contraria a su amigo. Cuando el señor Brownlow reconoció que no podía dar contestación satisfactoria a sus preguntas acerca de la honradez del muchacho, y que había diferido toda clase de investigaciones acerca de la historia pasada de aquél hasta que su estado de salud le permitiera referirla, el señor Grimwig sonrió sarcástica y maliciosamente, preguntando con punzante ironía si su ama de gobierno tenía la costumbre de contar todas las noches el servicio de plata, añadiendo que si dentro de un plazo brevísimo no echaba de menos uno o dos cubiertos, estaba dispuesto a comerse... lo que ya se sabe.

El señor Brownlow, aunque de temperamento vivo e impetuoso, como conocía a fondo las cualidades peculiares de su amigo, sufrió con calma sus excentricidades.

Durante el té, como el señor Grimwig tuvo la dignación de encontrar excelentes los bizcochos, la conversación siguió derroteros menos escabrosos, y Oliver, que también estuvo presente a té, comenzó a sentirse más tranquilo ante aquel fiero y destemplado caballero.

—¿Y cuándo vamos a tener el placer de escuchar la historia completa, verídica y detallada de la vida y aventuras de Oliver Twist? —Pregunto el señor Grimwig mirando de soslayo a Oliver.

—Mañana por la mañana —contestó el señor Brownlow—; pero deseo que me la cuente a mí solo. Sube a mi despacho mañana a las diez, hijo mío.

—Está bien, señor —contestó Oliver con cierta vacilación, provocada por las furibundas miradas que le dirigía el señor Grimwig.

—¿Quiere usted que le diga una cosa? —preguntó Grimwig, pegando su boca al oído de su amigo—. No subirá: no le espere usted. He visto su vacilación. Le está engañando a usted, amigo mío.

—¡Juraría que no! —replicó con calor el señor Brownlow.

—¡Y yo me... —aquí descargó un bastonazo tremendo— si no le engaña!

—¡Garantizaría la honradez del chico con mi vida! —insistió el señor Brownlow descargando un puñetazo sobre la mesa.

—¡Y yo con mi cabeza que es un bribón!

—El tiempo nos lo dirá.

—¡Al tiempo, al tiempo!

Quiso la fatalidad que en aquel punto entrase en la estancia la señora Bedwin llevando un paquete de libros que el señor Brownlow había comprado en el mismo puesto de libros que ha figurado ya en esta historia. Dejó el paquete sobre la mesa y se disponía a salir, cuando le dijo Brownlow:

—Haga usted subir al criado, que tiene que ir a un recado.

—Ha salido, señor —respondió la, señora Bedwin.

—Mándelo llamar. Necesito devolver algunos libros y pagar otros, que no están pagados. El librero no es rico, y quiero pagar inmediatamente mi deuda.

Salió la anciana de la estancia, seguida de Oliver, a quien envió por un lado de la calle para que llamara al criado mientras la criada hacía lo propio en dirección opuesta, pero ni aquél ni ésta dieron con el que buscaban. Ambos regresaron jadeantes sin haber conseguido su objeto.

—Lo siento de veras —dijo el señor Brownlow—. Tenía grande empeño en devolver los libros esta noche.

—Puede enviarlos con Oliver —Observó Grimwig con ironía—. Nadie cumplirá el encargo más escrupulosamente que él.

—¡Sí, señor! Yo lo haré —terció Oliver—. Iré volando.

A punto estaba el buen caballero de contestar que no quería que Oliver saliera a la calle bajo ningún pretexto, cuando una tosecilla maliciosa de su extravagante amigo le hizo variar de resolución. Decidió, pues, confiar el encargo al muchacho, manera de demostrar con hechos que las sospechas de Grimwig eran infundadas y maliciosas.

—Vas a ir tú, hijo mío —dijo a Oliver—. Los libros están sobre una silla junto a mi mesa: ve a buscarlos.

Oliver, encantado al ver que podía ser de alguna utilidad a su protector, volvió segundos después con los libros bajo el brazo, y esperó, gorra en mano, las órdenes de Brownlow.

—Dirás al librero que le devuelves estos libros de mi parte —dijo Brownlow, mirando con fijeza a Grimwig—, y que vas a pagarle las cuatro libras y diez chelines que le adeudo. Toma un billete de cinco libras: te devolverá diez chelines.

—No tardaré ni diez minutos, señor —contestó Oliver.

Después de guardar el billete en el bolsillo y de colocar cuidadosamente los libros bajo el brazo, hizo Oliver una reverencia profunda y salió. La señora Bedwin le acompañó hasta la puerta de la calle, indicándole cuál era el camino más corto, el nombre del librero y el de la calle, indicaciones que Oliver manifestó haber entendido perfectamente, y después que le recomendó una y otra vez que se abrigara bien, dejóle marchar.

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