Authors: Charles Dickens
En realidad, pudo el muchacho dispensarse de la molestia de esquivar la presencia de Bumble, pues éste, en quien la predicción del caballero del chaleco blanco había producido intensa impresión, pensó que, toda vez que el empresario de pompas fúnebres había tomado a Oliver a prueba, lo mejor era no mencionar siquiera el asunto del muchacho hasta que éste quedase escriturado por tiempo de siete años, en cuyo caso desaparecía el peligro de que nunca más volviera a la parroquia, de cuya dependencia quedaba por siempre separado.
—¡Vaya! —exclamó el funerario tomando el sombrero—. Cuanto antes terminemos, mejor. Noé, cuida de la tienda; y tú, Oliver, ponte la gorra y sígueme.
El muchacho obedeció sin despegar los labios la orden de su amo.
Anduvieron durante algún tiempo por el barrio más populoso de la ciudad y bajando luego por una callejuela más sucia y miserable que ninguna de las que hasta entonces tuvieron ocasión de recorrer, hicieron alto para buscar la casa objeto de sus pesquisas. A uno y otro lado de la calle eran las casas altas y de grandes proporciones, pero viejísimas y destartaladas, habitadas por gente de la clase más pobre, hecho que desde luego saltaba a la vista aun cuando no hubiera venido a confirmarlo la presencia de las personas escuálidas que por allí cruzaban doblados los cuerpos y con paso vacilante. La mayor parte de los edificios tenían huecos para tiendas en las plantas bajas; pero casi todas estaban cerradas y en estado ruinoso, no presentando señales de estar habitadas más que las habitaciones de los pisos altos. Gruesas vigas sólidamente sujetas al suelo y apuntalando los muros intentaban oponerse a la acción de los años en muchas casas que amenazaban venirse abajo, siendo de notar que hasta aquellas que no presentaban más que paredes cuarteadas habían sido escogidas por los vagabundos para asilo nocturno, como lo demostraba el hecho de que muchas de las tablas toscas que hacían en ellas el oficio de puertas o ventanas, ofrecían portillos para dar paso a un cuerpo humano. Corría por el arroyo un agua sucia y corrompida, y hasta las ratas, que se alimentaban de las basuras y podredumbres, tenían aspecto de nauseabundos esqueletos.
La puerta, abierta de par en par, frente a la cual se detuvieron el funerario y Oliver, no tenía aldabón ni campanilla, en vista de lo cual, Sowerbery, deslizándose a tientas por un corredor obscuro, e indicando a Oliver que le siguiese sin miedo, subió la escalera hasta llegar al primer piso, en una de cuyas puertas llamó con los nudillos.
Una jovencita de trece a catorce años abrió sin tardanza. El funerario, comprendiendo por el aspecto de la habitación que era allí donde hacían falta sus servicios, entró resueltamente, acompañado de Oliver.
No había lumbre en la estancia, no obstante lo cual, un hombre aparecía recostado automáticamente contra la chimenea apagada. A su lado había una anciana sentada en un banquillo tosco, y en un rincón, unos niños macilentos y cubiertos de harapos. En otro rincón, frente a la puerta, yacía sobre el frío suelo un bulto tapado con una manta raída. Oliver se estremeció al mirar hacia aquel sitio y se estrechó contra su amo, adivinando que bajo la manta había un cadáver.
Densa palidez cubría la chupada cara del hombre; grises eran sus cabellos y barba y sus ojos estaban inyectados en sangre. Profundas arrugas surcaban en todos sentidos la cara de la mujer, por bajo de cuyo labio superior asomaban los dos dientes únicos que le quedaban. Sus ojos eran pequeños y de mirada penetrante. No osaba Oliver volver los ojos hacia ninguno de aquellos dos seres, que le recordaban las ratas repugnantes que fuera había visto.
—¡Que nadie la toque! —aulló el hombre, al ver que Sowerberry se acercaba al cadáver—. ¡Atrás!
—¡Atrás, digo, si en algo estiman sus vida!
—¡Déjese de tonterías, buen hombre! —dijo Sowerberry, muy acostumbrado a ver la miseria bajo todas sus formas—. La vida es así amigo mío.
—Repito —gritó el hombre, agitando los puños y pateando con furia, que no se la enterrará, que no la llevarán a la fosa, donde no podría dormir y los gusanos la martirizarían... sin provecho, pues sólo huesos habrían de encontrar.
No contestó el funerario a aquel hombre delirante. Sacó una cinta del bolsillo, y se arrodilló un momento, junto al cadáver.
—¡Ah! —exclamó el que más loco que cuerdo parecía, prorrumpiendo en sollozos y cayendo de rodillas a los pies de la difunta—. ¡De rodillas todo el mundo, de rodillas, y escuchadme! Digo que esta infeliz ha muerto de hambre. No sabía yo que estuviera tan enferma hasta que de ella se apoderó la fiebre, pero entonces, ya sus huesos horadaban su piel. Carecíamos de lumbre, carecíamos de luz y ha muerto en las tinieblas... ¡Sí! ¡En las tinieblas! ¡No le fue dado ver los rostros de, sus hijos, aunque todos oíamos cómo los llamaba en sus momentos postreros! ¡Pedí para ella en las calles, y por toda limosna, me enviaron a la cárcel! Cuando volví, la encontré moribunda, y mi corazón gime bajo el peso de una opresión horrible porque me consta que la han dejado perecer de hambre. ¡Ante Dios vivo, testigo irrecusable, juro que ha muerto de hambre!
Acabadas de pronunciar las palabras anteriores, el hombre se mesó los cabellos y, lanzando un grito terrible, se revolcó por el suelo, extraviada la mirada y con los labios cubiertos de espuma.
Asustados los niños rompieron a llorar amargamente, pero la anciana, muda hasta entonces, sorda a cuanto sucedía en torno suyo, les amenazó para que callaran. Desató a continuación la corbata del que continuaba revolcándose por el suelo y avanzó con paso incierto hacia Sowerberry.
—¡Era mi hija! —dijo, volviendo sus ojos de loca al cadáver y con sonrisa más espantosa aún que el espectáculo de la misma muerte—. ¡Dios mío... Dios mío! ¡Es singular que yo que la di el ser, yo, que era ya mujer cuando ella vino al mundo, esté sana y buena mientras ella yace fría y rígida en ese rincón! ¡Dios mío!... ¡Parece un sueño!... ¡Sí! ¡Verdaderamente parece sueño!
Mientras aquella desventurada murmuraba palabras incoherentes y sonreía lúgubremente. Sowerberry dio media vuelta y se dispuso a salir.
—¡No se vaya usted... espere! —exclamó la mujer con voz que sonaba a hueco—. ¿Van a enterrarla mañana, pasado mañana o esta misma noche? Es mi hija, la he amortajado yo, y debo acompañarla, ¿no es cierto? Envíeme un abrigo muy largo... de mucho abrigo, porque hace un frío horrible. También deberíamos tomar un pastel y vino antes de marchar, pero nos conformaremos con algún alimento... envíe un buen pan y un vaso de agua. ¿Nos enviará usted pan, amigo mío? —preguntó con ansiedad asiendo al funerario por la levita cuando éste se dirigía a la puerta.
—¡Sí, sí! —contestó Sowerberry—. ¡No faltaba más! ¡Todo lo que haga falta!
Escapó de las manos de la vieja y, seguido de Oliver, se precipitó hacia la puerta.
Al día siguiente, no sin que antes recibiera la familia de la muerta un pan de dos libras y un pedazo de queso, que les llevó Bumble en persona, volvieron al mísero tugurio Oliver y su amo. Antes que ellos había llegado el bedel, acompañado de cuatro asilados, los cuales debían conducir el cadáver. La anciana y el viudo habían recibido unos abrigos raídos con los que cubrían sus harapos. Clavada la tapa del desnudo féretro, lo alzaron los asilados y lo bajaron a la calle.
—Haga usted todo lo posible por avivar el paso, mi buena señora —dijo el funerario a la anciana en voz baja—. Hemos perdido mucho tiempo y sería grave desatención obligar a esperar al sacerdote. ¡En marcha, muchachos! —prosiguió, dirigiéndose a los portadores del ataúd. ¡Rápido, rápido!
Así aguijoneados, los que sobre sus hombros llevaban el ligero ataúd salieron trotando, seguidos penosamente por las dos personas, vieja y viudo, que formaban el duelo. Bumble y Sowerberry caminaban delante del cortejo fúnebre, y Oliver, menos largo de piernas, quedaba un poquito rezagado.
Los hechos demostraron que no urgía apresurar la marcha tanto como el funerario había dicho, pues cuando llegaron al solitario rincón del cementerio donde crecían lozanas las ortigas al borde de las zanjas en que recibían sepultura los pobres de la parroquia, no había llegado todavía el sacerdote, y el sacristán, a quien encontraron sentado tranquilamente al amor de la lumbre de la sacristía, manifestó que sería muy probable que el cura tardase una hora en llegar. En consecuencia depositaron el ataúd al borde de la zanja que debía recibirlo, los que formaban el duelo esperaron con paciencia a la intemperie, azotados por una llovizna fría, mientras algunos muchachos desarrapados, a quienes había atraído la curiosidad, jugaban al escondite saltando sobre las tumbas y corriendo por entre los grupos de nichos. Bumble y Sowerberry, amigos antiguos del sacristán, sentáronse junto a la lumbre y mataban el tiempo leyendo el periódico.
Al cabo de una hora larga de espera, Bumble, el funerario y el sacristán corrieron presurosos en dirección a la zanja, a tiempo que hacía su aparición el cura que se ponía la sobrepelliz por el camino. Bumble dio unos pescozones a los muchachos más desvergonzados a fin de salvar las apariencias, y el respetable reverendo, leído el oficio de difuntos en menos de cuatro minutos, se despojó de su sobrepelliz, que entregó al sacristán y se fue.
—¡A tu tarea, Guillermo! —dijo Sowerberry al sepulturero—. Rellena la fosa.
A decir verdad, no resultó penosa la tarea, pues tan llena estaba la zanja, que el último ataúd quedaba muy pocos pies por bajo del nivel del suelo. El sepulturero echó sobre el féretro cuatro paletadas de tierra, que aprisionó con sus pies; echóse al hombro la pala y se alejó, seguido por los muchachos, que murmuraban y lamentaban que la diversión hubiera sido tan breve.
—¡Vamos, buen hombre, vamos! —dijo Bumble al viudo, tocándole ligeramente en un hombro—. Vámonos, que es hora de cerrar el cementerio.
El interpelado, que no había hecho el menor movimiento desde que se estacionó al borde de la zanja, se estremeció, alzó la cabeza, clavó sus ojos en el hombre que acababa de hablarle, caminó algunos pasos, y cayó desvanecido. No reparó en él la vieja, atenta únicamente a llorar la pérdida del abrigo que el funerario arrebató una vez terminado el oficio de sepultura, por cuyo motivo, hubieron de socorrerle los demás. Un cubo de agua fría vertido sobre su cabeza bastó para que el desgraciado recobrara el uso de los sentidos. A continuación le sacaron del cementerio, cerraron la puerta con llave, y cada cual se fue por su lado.
—¡Vamos a ver, Oliver! —dijo el funerario a su flamante aprendiz, mientras se dirigían a casa—. ¿Qué te ha parecido?
—Bien... bastante bien, muchas gracias —contestó el muchacho con vacilación manifiesta—. Como gustarme... pues... no me ha gustado mucho, señor.
—Ya te irás haciendo, muchacho —replicó Sowerberry—: Todo es empezar. Cuando tengas alguna costumbre, verás cómo le tomas gusto.
De buena gana hubiera preguntado Oliver a su amo si se necesitaba mucho tiempo para acostumbrarse; pero creyó prudente no aventurar la pregunta y volvió a la tienda, sin que de su imaginación se apartara el recuerdo de lo que acababa de ver y de oír.
Cómo, Oliver, agotada la paciencia ante los insultos de Noé, lucha con su enemigo y obtiene la victoria
Transcurrido el mes de prueba, Oliver pasó a la categoría de aprendiz formal. Su avance en la carrera coincidió con una cosecha hermosa de enfermedades epidémicas seguidas de defunciones abundantes. Los ataúdes, hablando en términos comerciales, estuvieron en alza, y en el transcurso breves semanas, el joven aprendiz adquirió mucha práctica. El éxito de la ingeniosa idea del señor Sowerberry rayó a mucha mayor altura que sus esperanzas. No recordaban los más ancianos haber visto en su vida epidemia de sarampión tan virulenta ni que segara tantas vidas infantiles. Como consecuencia, fueron numerosísimos los cortejos fúnebres a cuyo frente hubo de colocarse el aprendiz del señor Sowerberry, luciendo un sombrero del que arrancaba una gasa negra que le llegaba hasta las rodillas, lo que producía admiración y emoción indescriptibles en todas las madres de la ciudad. Como por otra parte Oliver acompañaba también a su amo en casi todos los entierros de adultos a fin de adquirir esa expresión de impasibilidad y fría indiferencia que tan bien sienta en un enterrador cumplido, tuvo infinidad de ocasiones de observar la ejemplar resignación y heroica fortaleza de ánimo con que muchas personas de corazón robusto sobrellevaban las dolorosas pérdidas de los seres queridos.
Así, por ejemplo, cuando encargaban a Sowerberry un entierro para cualquiera persona anciana y rica que dejaba en el mundo abundante cosecha de sobrinos y sobrinas, todos los cuales se habían mostrado inconsolables durante la última enfermedad, y cuyo dolor había sido tan acerbo que ni en público les fue posible refrenar su explosión, veíalos Oliver en su casa alegres y contentos, conversando entre sí con tanta placidez de espíritu y tanta serenidad, como si nada desagradable les hubiese acontecido. No faltaban tampoco maridos que soportaban la pérdida de sus queridas esposas con resignación heroica, ni mujeres que, al vestir luto por sus maridos, procuraban dar a su traje el mayor atractivo posible. Observó asimismo que aquellos precisamente cuyo dolor había sido más profundo durante el entierro, aquellos que más inconsolables parecían, se calmaban al llegar a su casa y reconquistaban la tranquilidad más beatífica antes que hubiera pasado la hora de la merienda.
Un espectáculo como ese, curioso y consolador a la vez, excitaba la admiración de Oliver.
Que el ejemplo de aquellas buenas gentes moviera a Oliver a la resignación, es lo que no me atreveré a asegurar en mi calidad de biógrafo; lo que sí afirmaré categóricamente es que nuestro joven continuó por espacio de varios meses soportando sumiso la dominación y los malos tratos de Noé Claypole, quien comido por la envidia que le produjera ver al nuevo aprendiz luciendo hermoso sombrero adornado con gasa y empuñando lujoso bastón negro, mientras él, con toda la antigüedad que en la casa llevaba, lucía su raída capa y sus calzones de cuero, le pegaba cada vez con más furia y cada día con mayor frecuencia. La criada Carlota, émula de Noé, le sacudía de lo lindo, al paso que la señora Sowerberry era su enemiga encarnizada, sencillamente porque su marido se sentía inclinado a ser su amigo. Comprenderán los lectores que Oliver, atormentado por un lado por la terrible coalición indicada, y disgustado y cansado de funerales y enterramientos por otro, no podía estar, ni con mucho, tan contento como un cerdo encerrado por equivocación en un granero.