Oliver Twist (4 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Oliver Twist
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—El oficio es muy sucio —observó el señor Limbkins, luego que Gamfield hubo reiterado su pretensión.

—Se han dado casos en que han perecido niños en las chimeneas, ahogados por el humo —terció otro caballero de la junta.

—Eso ocurría cuando, para hacerlos bajar, mojaban la paja antes de prenderle fuego —replicó Gamfield—. La paja, en esas condiciones, produce mucho humo y ninguna llama, y se ha demostrado que el humo es la carabina de Ambrosio para nuestro objeto, pues no hace más que dormir al niño, que es precisamente lo que ellos desean. Los chicos son muy tercos, caballeros, muy holgazanes, y para obligarlos a bajar volando no hay remedio mejor que encender una buena llama. El remedio, señores, a la par que eficaz, es humanitario, pues por apurado que el niño se encuentre dentro del cañón de la chimenea, en cuanto siente que le tuestan las plantas de los pies, se desembaraza de todas las dificultades.

Esta explicación pareció divertir en extremo al señor del chaleco blanco, pero una mirada severa de Limbkins vino a verter un jarro de agua fría sobre su alegría. La junta procedió a deliberar por espacio de algunos minutos, pero con voz tan baja, que sólo de tanto en tanto se oían frases, parecidas a las siguientes:

«Reducción de gastos...» «Economías...» «Hacer publicar un informe impreso» No fue la casualidad la que motivó que se oyeran esas frases y no otras, sino la circunstancia de que fueran repetidas con mucha frecuencia y con énfasis extraordinario.

Cesaron al fin los cuchicheos; y vueltos los miembros de la junta a sus respectivos sillones, el señor Limbkins dijo:

—Examinada su pretensión, hemos acordado no acceder a ella.

—La rechazamos en absoluto —añadió el del chaleco blanco.

—Decididamente y por unanimidad —dijeron otros.

Daba la pícara casualidad que el buen Gamfield había tenido la desgracia de que murieran en un lapso muy breve de tiempo tres o cuatro aprendices suyos, y como sabía que malas lenguas afirmaban que aquellas desgraciadas muertes habían sido consecuencia de otras tantas palizas propinadas por él, asaltóle la sospecha de que la junta, inspirándose en hablillas calumniosas, pudiera recelar que en la mayor o menor duración de la vida de sus aprendices influyera el sistema educativo con aquéllos empleado. No acertaba a comprender que los administradores del establecimiento rechazasen su pretensión; pero hombre de temperamento dulce, poco dispuesto a reñir una batalla contra la voz pública hasta consentir que fueran rectificadas las especies calumniosas a las que me he referido, alejóse lentamente y dando vueltas entre las manos a su gorra de pieles, y al llegar al umbral de la puerta preguntó:

—¿Conque no quieren cedérmelo, señores?

—No —contestó Limbkins—. En las condiciones señaladas en el anuncio, desde luego no. En atención a la suciedad del oficio, entendemos que procede disminuir el premio ofrecido.

Gamfield, cuyo rostro iluminó la alegría, se acercó de nuevo a la mesa y preguntó:

—¿Cuánto quieren darme, señores? Les suplico que sean compasivos con un pobre hombre como yo. ¿Cuánto me darán?

—Tres libras y diez chelines bastan y sobran —dijo Limbkins.

—Sobran en efecto; pues con tres libras estaría bien pagado —añadió el del chaleco blanco.

—¡Vaya, señores! —suplicó Gamfield—. ¡Pongan cuatro libras! ¡Cuatro libras, y se libran del muchacho en cuestión!

—Tres libras y diez chelines —repitió Limbkins con firmeza.

—Partamos la diferencia —insistió Gamfield—. Lo dejaremos en tres libras y quince chelines.

—Ni un penique más —replicó Limbkins con la misma decisión.

—¡Vaya, vaya! ¡Tonterías y ganas de perder tiempo! —exclamó el del chaleco blanco— ¿No comprende usted que, aun tomándole sin premio, haría un buen negocio? ¡No sea usted tonto y lléveselo! Es precisamente el muchacho que le conviene. Algún correctivo necesita, es verdad; pero en cambio lo mantendrá usted con muy poca cosa, pues desde que nació, está acostumbrado a un régimen de parquedad extraordinaria. ¡Ja, ja, ja, ja!

Gamfield miró con aire socarrón a los miembros de la junta, y como observara la sonrisa que animaba los semblantes de todos, no quiso ser menos y sonrió también. El trato estaba hecho. Bumble recibió orden de presentar aquel mismo día a Oliver Twist, juntamente con el contrato de aprendizaje, ante el magistrado, que debía aprobar y firmar el acuerdo de la junta.

Como resultado de esta determinación, Oliver fue sacado del calabozo, con gran sorpresa suya, que subió de punto al ver que le ponían camisa limpia. Apenas terminada esta operación a la que tan poco acostumbrado estaba, Bumble le sirvió, con sus propias manos, un enorme tazón de gachas, y a continuación, dos onzas y un cuarto de pan, ni más ni menos que si fuera día de fiesta.

Oliver, ante espectáculo tan inconcebible, rompió a llorar amargamente, creyendo, no sin fundamento, que la Junta había resuelto matarle con, algún objeto utilitario, y a ese efecto principiaban por engordarlo.

—No llores, Oliver —dijo Bumble con prosopopeya—. Come bien y alégrate. Vas a aprender un oficio.

—¡Un oficio, señor! —exclamó Oliver.

—Sí, Oliver, sí. ¡Los hombres generosos y caritativos que han sido para ti padres cariñosos, supliendo a los que tú no tienes, van a darte un oficio, van a lanzarte al mundo, a hacer de ti un hombre de provecho, aunque su generosidad cueste a la parroquia tres libras y diez chelines! ¡Tres libras y diez chelines... Oliver!... ¡Setenta chelines!... ¡Ciento cuarenta monedas de seis peniques!... ¡Y asómbrate! ¡Todo ello, por un miserable expósito a quien nadie quiere!

Detúvose el bedel para tomar aliento, después de pronunciado aquel discurso con tono doctoral. El muchacho sollozaba amargamente. Por sus mejillas corrían copiosas lágrimas.

—¡Vamos! —prosiguió Bumble con menos majestad, halagado sin duda su amor propio por la impresión producida por su elocuencia—. ¡Sosiégate, Oliver! Seca tus ojos con la manga de tu chaqueta y no viertas lágrimas sobre las gachas. ¡Es una tontería!

Lo era, en efecto, pues las gachas tenían agua sobrada.

Mientras se encaminaban a la casa del magistrado, Bumble manifestó a Oliver que todo lo que tenía que hacer se reducía a aparentar mucha alegría y contestar, cuando el caballero en cuestión le preguntara si deseaba aprender un oficio, que ése era su anhelo más ferviente. Instrucciones que Oliver prometió cumplir, tanto más cuanto que el buen señor Bumble le insinuó muy cariñosamente que, si faltaba a alguna de ellas, no respondía de lo que podría sucederle.

Llegados al domicilio del magistrado, Oliver fue encerrado en un gabinetito, donde Bumble le mandó esperar hasta que volviera a recogerle.

Media hora permaneció allí el niño, con el corazón palpitante de temor, al cabo de la cual, Bumble asomó la cabeza, desnuda del lujoso tricornio, y dijo en alta voz:

—Oliver, queridito mío, el señor magistrado te espera.

Bajando la voz, y clavando en el infeliz una mirada amenazadora, añadió.

—¡Cuidado con lo que te he dicho, granujilla!

Oliver, un poquito desconcertado, volvió sus inocentes ojos hacia el señor Bumble al oírse tratar en dos formas tan contradictorias, pero Bumble previno las observaciones que a este propósito pudiera hacerle el niño introduciéndole bruscamente en la sala contigua, cuya puerta estaba abierta de par en par. Era una habitación espaciosa, provista de una gran ventana. Detrás de una mesa escritorio había dos señores ancianos con pelucas empolvadas, uno de los cuales leía un periódico, mientras el otro, con ayuda de unos quevedos montados en concha, recorría con la vista un pequeño pergamino que delante tenía. A un lado de la mesa, y de pie, estaba el señor Limbkins, y al otro Gamfield, cuya cara había lavado a medias. Dos o tres mocetones, con botas de montar, paseaban por la sala.

Parece que el señor de las gafas se fue ensimismando poco a poco en la lectura del pergamino. Después que Oliver fue colocado delante de la mesa, continuó, aunque por breves momentos, el mutismo general.

—El niño, señor —anunció Bumble.

Alzó la cabeza el anciano que leía el periódico y tiró al de las gafas de la manga. El de las gafas salió de su ensimismamiento.

—¡Ah! ¿Es este el niño? —preguntó.

—Sí, señor —contestó Bumble—. Inclínate ante el señor magistrado, mi querido Oliver.

El afligido Oliver, haciendo acopio de valor, saludó lo mejor que pudo. Fijos sus ojos en la empolvada peluca de los magistrados, preguntábase mentalmente si eran hombres privilegiados que venían al mundo con aquella estopa blanca por cabellera, debiendo a ese hecho el derecho de ser magistrados.

—Muy bien —dijo el señor de las gafas—. Supongo que tendrá afición al oficio de deshollinador, ¿es verdad?

—Le encanta, señor —respondió Bumble, dando un soberbio pellizco a Oliver para indicarle que se guardara muy mucho de contradecirle.

—Es decir, que
quiere
ser deshollinador, ¿eh?

—Si se le diera cualquier otro oficio, se nos escaparía inmediatamente, señor —contestó Bumble.

—Y ese hombre... usted, ¿ha de ser su amo? —repuso el magistrado—. Le tratará usted bien, le dará alimentación suficiente, le cuidará, ¿no es cierto?

—Cuando hago una promesa, la cumplo —contestó Gamfield, saliéndose por la tangente.

—Habla usted con cierto tono de brusquedad, amigo mío, pero tiene aspecto de hombre honrado y franco —observó el anciano, dirigiendo sus anteojos al candidato al premio que acompañaba a la persona de Oliver.

La justicia me obliga a decir que su rostro de villano reflejaba fuerte dosis de crueldad; pero el magistrado estaba casi ciego y del todo chocho, circunstancias ambas que le impedían distinguir lo que saltaba a la vista de todos los demás.

—Tengo la presunción de creer lo que soy —contestó Gamfield, con sonrisa lúgubre.

—Y yo no dudo que lo es —dijo el magistrado, afianzando las gafas sobre la nariz y buscando el tintero.

En aquel momento crítico se decidía la suerte futura de Oliver. Si hubiera estado el tintero en el sitio en que creyó el anciano que estaría, éste hubiese mojado la pluma y firmado el acta que ponía al pobre muchacho en manos del deshollinador; pero quiso el destino que el tintero se hallase precisamente debajo de sus narices mientras el magistrado lo buscaba por todas partes sin verlo; quiso también el destino que en el curso de aquellas pesquisas alzase el buen anciano los ojos, y que éstos repararan en el semblante pálido y desencajado de Oliver Twist, quien, a pesar de las miradas tremebundas y de los dolorosos pellizcos de Bumble, contemplaba la cara repulsiva de su futuro amo con expresión de horror y de espanto harto visibles para que dejara de notarla hasta aquel magistrado medio ciego.

Quedó suspenso el caballero, y, dejando la pluma sobre la mesa, miró con fijeza a Limbkins, quien intentó disimular su turbación apelando a su cajita de rapé.

—¡Hijo mío! —exclamó el magistrado, inclinándose sobre la mesa.

Estremecióse Oliver al escuchar aquellas dos palabras. Harta disculpa merece su conducta, pues le fueron pronunciadas con acento de dulzura, y los sonidos desconocidos asustan siempre. El niño, temblando de pies a cabeza, rompió a llorar.

—¡Hijo mío! —repitió el magistrado—. Te veo pálido y como alarmado; ¿por qué?

—Sepárese usted del niño, bedel —dijo el otro magistrado, dejando el periódico y mirando con interés a Oliver—. Veamos, hijo mío —repuso— ¿qué te pasa? ¿Por qué tienes miedo?

Oliver no pudo resistir más. Cayendo de rodillas, y juntando las manos en actitud suplicante, rogó a los magistrados que dispusieran que fuera encerrado de nuevo en el calabozo obscuro, donde se resignaría que le hicieran perecer de hambre, que le pegaran y azotaran, a que le mataran de una vez, siempre que no le pusieran en manos de aquel hombre que le horrorizaba.

—¡Bien! —exclamó Bumble, alzando los ojos y las manos al cielo con expresión de gran majestad—. ¡Muy bien, Oliver! ¡Embusteros astutos y cínicos he visto en el mundo; pero jamás vi ejemplar tan archirrequetedescarado como tú!

—¡Cállese usted, bedel! —exclamó el segundo magistrado, luego que Bumble profirió el calificativo triplemente compuesto.

—Ruego a Su Señoría que me perdone —dijo Bumble, como no dando crédito a sus oídos—. ¿Es a mí a quien se dirige Vuestra Señoría?

—Sí. ¡Cállese usted!

La estupefacción dejó atortolado a Bumble. Imponer silencio a un bedel era cosa inaudita; una revolución moral.

Los dos magistrados cruzaron entre sí una mirada de inteligencia y a continuación, el de las gafas de concha, dejando el pergamino que en la mano tenía, dijo:

—Negamos nuestra sanción al acta.

—Espero —observó el señor Limbkins— que el testimonio sin pruebas ni valor de un niño no influirá en el ánimo de los señores magistrados en el sentido de hacerles formar opinión de que las autoridades del hospicio se han conducido mal.

—No somos los magistrados llamados a pronunciar la opinión que el asunto nos merezca —contestó con severidad el anciano del periódico—. Lleven nuevamente al niño al asilo, y trátenle bien y con dulzura, que me parece que harto lo necesita.

Aquella misma tarde aseguraba el señor del chaleco blanco, de la manera más rotunda y categórica, no sólo que Oliver moriría ahorcado, sino también que su cuerpo, previamente descuartizado, adornaría los postes colocados para el objeto en los márgenes de los caminos reales. Bumble, encogiéndose de hombros con expresión sombría y misteriosa, dijo que sus deseos eran que el chico se enmendara y tuviera un buen fin, a lo que replicó el señor Gamfield que hubiera deseado llevarse al muchacho.

Al día siguiente se hizo saber que Oliver Twist pasaba de nuevo a la condición de
alquilable,
y que sería entregado, juntamente con la prima de cinco libras esterlinas, a quien de él quisiera hacerse cargo.

Capítulo IV

Cómo Oliver consigue otra colocación que le introduce en el mundo

Las grandes familias, cuando no pueden proporcionar a un hijo ya crecido una colocación ventajosa, sea a título posesorio o en virtud de derecho de sucesión, bien adjudicándole parte de los bienes patrimoniales, bien señalándole una renta, generalmente lo envían a la marina. El Consejo de Administración del hospicio, inspirándose en ejemplo tan saludable, deliberó sobre la conveniencia de embarcar cuanto antes a Oliver en cualquier buque mercante de poco porte que se hiciera a la vela para cualquier puerto insalubre, partido el más acertado que podían tomar, toda vez que era lo más probable que el capitán del mismo distrajera sus ocios zurrándole hasta matarle, o bien por vía de pasatiempo le rompieran la cabeza con una barra de hierro, recreos ambos muy del agrado de la gente de mar, según es público y notorio. Cuanto con mayor atención estudiaba el Consejo el asunto, desde el punto de vista indicado, mayores ventajas le encontraba, y al fin se acordó que el medio más acertado, el único, de asegurar de una vez el porvenir de Oliver, era embarcarlo sin dilación.

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