Authors: Charles Dickens
El punto de residencia era magnífico. Oliver, que hasta entonces había vivido entre seres degradados y en medio del tumulto y de las pendencias, creyó entrar en una nueva existencia. La rosa y la madreselva festoneaban los muros de la casa, abrazábase la hiedra trepadora a los troncos de los árboles y las flores del jardín embalsamaban el aire con sus deliciosos perfumes. Cerca de la casa, había un pequeño cementerio donde, si eran muy contados los panteones de piedra, en cambio abundaban mucho las tumbas humildes cubiertas de musgo y de césped, en cuyo fondo dormían el sueño eterno los habitantes del lugar que habían pasado a mejor vida. Oliver paseaba con frecuencia por aquel sitio que le recordaba la mísera sepultura en que yacía pobre madre. El recuerdo arranca, lágrimas a sus ojos y sollozos a pecho; pero cuando separaba s miradas de la tierra para fijarla en el tranquilo firmamento, secábanse sus lágrimas y cesaban sus sollozos, porque ya no la veía en la tumba, sino en el cielo.
El pobre huérfano se considera feliz. Deslizábanse para él los días tranquilos y serenos, las noches no eran mensajeras de sobresaltos de terrores. Ya no languidecía e una prisión tétrica ni se veía entre viles ladrones. Sus pensamientos eran alegres, halagüeñas sus ilusiones. Todas las mañanas iba a la casa un anciano de cabellos blancos como la nieve, que vivía muy cerquita de la pequeña iglesia, el cual le enseñaba a leer mejor de lo que y a escribir. Hablábale con tanto cariño, y era tan vivo el interés que por él se tomaba, que Oliver no sabía cómo pagarle tantos desvelos, cómo corresponder a sus bondades. Acompañaba luego a la señora Maylie y a la encantadora Rosa en lo paseos, y las oía cómo, hablaban de libros, o bien tomaba asiento a su lado en algún sitio protegido por la fronda contra los rayos del sol escuchaba con avidez la lectura de la señorita, que duraba de ordinario hasta que las sombras de la noche impedían a la hermosa lectora ve las letras. Ya de regreso en la casa tenía que estudiar las lecciones día siguiente, tarea que emprendía con ardor, convenientemente encerrado en un cuartito con vistas a jardín. Cuando cerraba la noche, las señoras salían de nuevo y Oliver las acompañaba, atento el oído a cuanto decían, considerándose feliz si podía proporcionarles una flor que les hubiera agradado, y bendiciendo su suerte si alguna vez habían dejado olvidado algo en casa y le enviaban a buscarlo. Cuando la hora avanzada obligaba a los paseantes a recogerse en la casa, la señorita se sentaba al piano y tocaba alegres piececitas,
o bien cantaba con voz dulce y melodiosa canciones antiguas que extasiaban a su tía. No se encendían luces en esas ocasiones, y Oliver, sentado cerca de la ventana, escuchaba aquella música deliciosa con arrobamiento imposible de pintar.
¿Y qué diré de los domingos? En nada se parecían a los que hasta entonces había presenciado. ¡Qué felices transcurrían! Por la mañana iba a la iglesia, cuyos ventanales festonaban hermosas guirnaldas de verde follaje, y hasta cuyo interior llegaban los trinos de los pajarillos que cantaban en la espesura y la fragancia de las flores y hierbas odoríficas. Los vecinos de la aldea, aunque pobres, acudían tan limpios, tan aseados, y rezaban con tal piedad que claramente se advertía que para ellos el cumplimiento de sus deberes cristianos, lejos de ser obligación molesta, era un verdadero placer. Sus cánticos podían ser rudos, pero partían del alma y parecían más armoniosos (por lo menos a Oliver) que ninguno de los que antes habían llegado a sus oídos. Terminada la misa, se entregaban a los paseos de costumbre o bien visitaban a los aldeanos en sus limpias casitas, y llegada la noche, Oliver leía uno o dos capítulos de la Biblia, que había estado estudiando toda la semana, de lo que se sentía tan orgulloso como si fuera el párroco en persona.
Oliver se levantaba muy temprano. Las seis de la mañana le encontraban todos los días recorriendo los campos y saltando cercas y vallados en busca de flores silvestres con que hacer ramilletes, con los cuales volvía cargado a casa para adornar, no perdonando medio para sacar todo el partido posible, la mesa a la hora de almorzar. No dejaba nunca de traer hierba para los pajarillos de la señorita y con aquélla, Oliver que había estudiado a conciencia el asunto bajo la inteligente dirección del maestro del lugar, decoraba las jaulas con gusto exquisito. Atendidos los pájaros, ordinariamente se le encargaban comisiones caritativas, y a falta de éstas, jugaba alguna partida de cricket, aunque poco frecuentes, y de todas suertes, nunca faltaba algo que hacer en el jardín o con las plantas, a las cuales Oliver, que había estudiado arboricultura bajo el mismo maestro, jardinero de profesión, consagraba sus desvelos hasta que bajaba la señorita Rosa, que premiaba con graciosas sonrisas y frases de encomio su inteligencia y buena voluntad.
Tres meses transcurrieron de esta suerte, tres meses que para los mortales más dichosos y favorecidos hubieran sido de júbilo, pero que para Oliver fueron de felicidad suprema. Habiendo tesoros de noble generosidad por una parte, y raudales de vivo v sincero agradecimiento por la otra, no era extraño que al cabo de aquel breve espacio de tiempo Oliver Twist se hubiera identificado en absoluto con la anciana dama y con su sobrina, y que el afecto sin límites que les había consagrado su tierno y sensible corazón fuera para aquéllas motivo de orgullo y una razón más para quererle. No apetecía él mejor recompensa.
Sufre un golpe imprevisto la felicidad de Oliver y de sus protectoras
Pasó rápidamente la primavera y llegó el verano. Hermoso estaba el campo durante aquélla, pero en verano desplegó todo su esplendor e hizo ostentación de todas sus riquezas. Los árboles, antes desnudos, hacían ahora alarde de fuerza y de robustez, y extendiendo sus verdes brazos sobre la tierra sedienta, trocaban los lugares desnudos en preciados rincones desde donde, disfrutando de una sombra deliciosa, podía contemplarse el extensísimo paisaje dorado por el sol que se extendía a lo lejos. Toda la tierra lucía ya sus galas más ricas, ostentaba su encantador manto de verdor y saturaba el ambiente de las emanaciones más agradables al olfato. Era la estación mejor del año y por doquier se respiraba alegría y todas las cosas mostraban anhelos de vivir.
En la linda casita en que veraneaban las señoras Maylie, la vida continuaba deslizándose tranquila y sus moradores saboreaban la misma dulce serenidad de los primeros días. Oliver había recobrado la salud, y con ésta la fuerza, pero enfermo o sano, débil o con fuerzas, los sentimientos de su alma eran los mismos, pues en ellos no influyeron poco ni mucho los padecimientos o las alegrías de índole material, aunque es lo cierto que suelen influir en gran escala en los sentimientos de muchas personas. El muchacho mostrábase tan dulce, tan fiel, tan afectuoso como lo fuera cuando la enfermedad minaba sus fuerzas, cuando dependía en todo de las atenciones de los que, cariñosos y compasivos, le cuidaban.
Una noche, prolongaron el paseo mucho más tiempo que el que por costumbre tenían, pues el día había estado caluroso en demasía, brillaba la luna en todo su esplendor y había nacido una brisa más fresca que en los anteriores días. Por otra parte, Rosa estaba más animada y de mejor humor que nunca, durante el paseo se sostuvieron alegres conversaciones y, como consecuencia, aquél rebasó por mucho los límites ordinarios. Cuando la señora Maylie manifestó síntomas de cansancio, emprendieron lentamente la vuelta a casa. Rosa, no bien se quitó el sombrero, sentóse al piano, como de costumbre. Sus delicados dedos recorrieron el teclado del instrumento al que arrancaron algunos arpegios, con frente nublada y mirada distraída tocó una sonata muy triste, y sus oyentes pudieron oír que suspiraba, que sollozaba.
—¡Rosa... niña querida! —exclamó la dama.
Por toda contestación, Rosa tocó con aire más animado, como si voz de su tía hubiera ahuyenta de su mente tristes pensamientos.
—¿Qué te pasa, Rosa? —preguntó su tía, levantándose precipitadamente e inclinándose sobre la joven—. ¡Cómo! ¿Lloras? ¿Qué es lo que te apena, ángel mío?
—¡Nada, tía mía, nada! —respondió la doncella—. No sé lo que es... No podría describirlo... pero siento...
—¿Estás enferma, niña? —exclamó la señora Maylie, interrumpiendo a su sobrina.
—¡No, no, no! No estoy enferma —replicó Rosa, estremeciéndose pies a cabeza como a impulso de un escalofrío violento—. Esto pasará enseguida... Si me hicieran el favor de cerrar la ventana...
Oliver se apresuró a complacerla.
Rosa, haciendo un esfuerzo para recobrar su buen humor comenzó tocar una pieza más alegre, mas tardaron sus dedos en quedar inmóviles sobre el teclado, la joven ocultó la cara entre sus manos y, dejándose caer sobre un sofá, dio rienda suelta a las lágrimas, que ya le era imposible contener.
—¡Hija mía! —exclamó la anciana, estrechándola entre sus brazos—. ¡Nunca te he visto así!
—Hubiera deseado no llevar la intranquilidad a su alma, tía querida, pero me ha sido imposible evitarlo... ¡y crea usted que lo he procurado con todas mis fuerzas...
—Sí —dijo Rosa—; me parece que estoy enferma.
Y lo estaba en realidad. Cuando trajeron luces, vieron que en el breve tiempo transcurrido desde que llegaron a casa, a las rosas de sus mejillas había sucedido una palidez marmórea. Su rostro, sin perder nada de su belleza, estaba alterado, y sus ojos, tan serenos como el azul del cielo, reflejaban expresión de vaga inquietud. Al cabo de un minuto, cesó la palidez y sus mejillas se cubrieron de vivos arreboles purpúreos, y su mirada, tan dulce siempre, se extravió. No tardaron en desaparecer estos fenómenos, que pasaron sobre su rostro como una nube de verano, para volver la palidez, lívida, más mortal que antes.
Oliver, que observaba anhelante a la anciana, notó que ésta se alarmaba, y él se alarmó también; pero como reparara en que aquélla fingía no concederles importancia, procuró él hacer otro tanto, consiguiéndolo en tal medida, que cuando Rosa, siguiendo las indicaciones de su tía, se retiró a descansar, había recobrado su confianza y hasta parecía encontrarse mejor, tanto, que aseguró que confiaba despertar a la mañana siguiente restablecida por completo.
—Espero, señora, que esto no tendrá importancia —dijo Oliver cuando quedó a solas con la anciana—. No parece que la señorita se encuentra muy bien esta noche; pero...
La señora Maylie indicó a Oliver que no hablara, y tomando asiento junto a una ventana, permaneció largo rato guardando silencio, que al fin interrumpió con voz temblorosa para decir:
—Quiero creer que no, Oliver. Su compañía me ha dado largos años de felicidad... acaso de demasiada felicidad. Puede que haya llegado el momento en que deba yo recibir la visita del infortunio; pero no es de esperar que se me presente bajo esa forma.
—¿Bajo qué forma?
—Bajo la de arrebatarme a la que desde tanto tiempo es mi consuelo único, mi única felicidad —contestó la dama con emoción intensa.
—¡Dios mío! —exclamó Oliver—. ¡No lo permita el Cielo!
—¡Amén, hijo mío! —dijo la dama, juntando fervorosamente las manos.
—No es posible que se cierna sobre nosotros desgracia tan horrenda... ¡Se encontraba tan bien hace dos horas...!
—Pero ahora está bastante mal, y estoy segura de que se pondrá peor —replicó la señora Maylie—. ¡Rosa... Rosa querida! ¿Qué será de mí sin ella?
Hasta punto tal se dejó dominar por la pena la buena señora, que Oliver, imponiendo silencio a su propia emoción, atrevióse a hacerle algunas observaciones y se permitió Suplicarle que, en obsequio a la querida señorita, procurase serenarse.
—Considere usted, señora —dijo Oliver, sin poder contener las lágrimas que desde rato antes pugnaban por salir de sus ojos—, considere usted que es muy niña, que es muy buena, y que Dios no puede llevarse a la que constituye el encanto, la felicidad de los que la rodean. Yo estoy seguro... convencido... muy convencido, de que por usted, que es tan buena, por la señorita, que es un ángel, y por todos aquellos a quienes tan felices hace, no morirá. ¡El Cielo no puede segar una existencia tan preciosa, una vida que apenas comienza!...
—¡Mira, hijo mío! —interrumpió la dama, colocando una mano sobre la cabeza de Oliver—. Tus razonamientos son de niño... ¡pobrecillo! pero, esto no obstante, me muestran el sendero de mi deber. Lo había olvidado por un momento y espero que se me perdonará el olvido, en atención a mis años, que son muchos, pero he visto muchas enfermedades, he asistido no pocas veces a la visita de la muerte, y sé cuán lacerante agonía produce la separación de los objetos de nuestro cariño. Mi experiencia es también bastante para saber que no siempre son los más jóvenes ni los mejores los que quedan en el mundo para consuelo y felicidad de los que los aman. Pero no olvides, hijo mío, que hasta nuestras aflicciones más grandes vienen acompañadas de cierto consuelo. Dios es muy justo; y esas mismas pérdidas irreparables nos demuestran por modo evidente que hay un mundo mejor y más hermoso que éste, y que el camino que a él nos lleva es breve. ¡Cúmplase la voluntad de Dios! ¡La amo...! ¡La amo mucho... Dios sabe hasta qué extremo!
Sorprendió no poco a Oliver ver que la dama, no bien pronunció las palabras anteriores, se sobrepuso de repente a su aflicción y dio pruebas de la mayor firmeza de ánimo y energía. Mayor fue todavía su asombro al ver que la firmeza no la abandonaba en los días sucesivos, al encontrarla siempre serena, siempre resignada, cumpliendo sus deberes con entereza ejemplar. Verdad es que Oliver, como niño que era, ignoraba de cuánto son capaces las almas fuertes probadas por el huracán del infortunio. ¡Cómo había de saberlo él, si los mismos que poseen esa fuerza no suben medir su alcance!
Siguió una noche de ansiedad y de temor. Cuando amaneció, las tristes predicciones de la señora Maylie se habían visto demasiado confirmadas por los hechos: Rosa había entrado en la primera fase de una fiebre alta y peligrosa.
—Precisa, mi querido Oliver, acudir al remedio con actividad, en vez de consentir que nos domine un dolor estéril —dijo la señora Maylie, poniendo un dedo sobre su boca y mirando con fijeza al muchacho.
El doctor Losberne debe recibir lo antes posible esta carta. Hay que llevarla al pueblo, que dista cuatro millas escasas si se sigue un sendero de travesía por los campos, y entregarla allí a un mensajero que a todo el correr de un caballo se encargue de conducirla a Chertsey. El mismo dueño de la posada se obligará a cumplir la comisión, y cuento contigo para todo lo demás.