Oliver Twist (12 page)

Read Oliver Twist Online

Authors: Charles Dickens

BOOK: Oliver Twist
9.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

Juntos se lanzaron los tres muchachos a la calle: el
Truhán
con las mangas de su levita dobladas y el sombrero en equilibrio inestable, como de costumbre; Bates caminando a saltitos con las manos metidas en los bolsillos, y Oliver colocado entre los dos, serio y con ganas de trabajar, y sobre todo, ardiendo en deseos de saber adónde se dirigían y qué rama industrial iban a enseñarle.

Tan perezosamente y con indiferencia tan marcada andaban, que Oliver comenzó a sospechar que la intención de sus dos maestros era engañar una vez más a su protector, entregándose a la holganza y dejando para otros el trabajo. Observó Oliver que el
Truhán
tenía la mala costumbre de arrebatar las gorras de las cabezas a los pobres niños que por su lado pasaban y tirarlas dentro de las tiendas, mientras Bates, cuyas nociones acerca de los derechos de propiedad parece que eran excesivamente amplias, daba pruebas de habilidad maravillosa para trasladar manzanas y cebollas de los cestos de los vendedores a sus propios bolsillos, que, al parecer, más que bolsillos, debían ser alforjas. Oliver, entendiendo que semejante conducta no era de las más laudables, estaba a punto de declarar su intención de volverse a casa, cuando una variación altamente misteriosa en la conducta del
Truhán
dio rumbos nuevos a sus pensamientos.

Acababan de salir de un pasadizo estrecho poco distante de la plazoleta abierta de Clerkenwell, llamada hoy, merced a una perversión singular de la palabra, «La Verde», cuando el
Truhán
cesó de andar bruscamente y, aplicando un dedo a sus labios, indicó a sus compañeros que retrocedieran con la mayor cautela y circunspección.

—¿Qué pasa? —preguntó Oliver.

—¡Chitón! —murmuró el
Truhán.
—. ¿Ves aquel vejestorio plantado frente a la puerta de aquella librería?

—¿Aquel caballero anciano de la acera de enfrente? —dijo Oliver—. Sí... viéndolo estoy.

—Vamos a meternos con él —observó el
Truhán.

—El encuentro promete —terció Bates.

Oliver miró alternativamente a sus compañeros con expresión de sorpresa, pero no le dieron tiempo de formular preguntas, pues los dos muchachos cruzaron cautelosamente la calle y se colocaron a espaldas del caballero que había llamado su atención. Siguióles el huérfano quien, no sabiendo si avanzar o retroceder, permaneció inmóvil mirando con ojos desmesuradamente abiertos una escena que no comprendía.

Era el anciano un caballero de aspecto respetable, cuya cabeza estaba perfectamente empolvada. Usaba anteojos de oro. Vestía una levita de color verde botella con cuello de tercio pero negro y pantalón blanco, y llevaba bajo el brazo un elegante bastón de bambú. Había tomado un libro del puesto, y lo hojeaba con tanta atención como si se encontrase cómodamente arrellanado en el sillón de su despacho. Es muy posible que imaginase que en él se encontraba, pues saltaba a la vista que para él no existían ni puestos de libros, ni calle, ni muchachos cerca ni lejos de su persona, ni otra cosa que el libro que estaba leyendo, cuyas hojas volvía cuando había llegado a la línea última para empezar por la primera de la página siguiente. Su interés no podía ser mayor.

¡Cuál no sería el horror, la alarma de Oliver cuando vio que el
Truhán
llevaba la mano al bolsillo del caballero y sacaba un pañuelo, que entregaba seguidamente a Bates, y sobre todo, al ver que los dos salían corriendo como alma que lleva el diablo y desaparecían a la vuelta de la primera esquina!

En la imaginación espantada del pobre huérfano surgió, envuelta en torrentes de luz vivísima, la misteriosa historia de los pañuelos, relojes y alhajas, y hasta la de la misma existencia del judío. Por espacio de algunos momentos permaneció Oliver en el mismo sitio, sintiendo que la sangre, al circular por sus venas, le producían, confuso, aguijoneado por el terror, y sin saber qué hacía, emprendió tan desatinada carrera, que puede asegurarse que sus pies apenas si tocaban en el suelo.

Fue cosa de un instante. En el punto mismo que Oliver emprendió la fuga, el caballero del libro llevó la mano al bolsillo buscando el pañuelo, y al no encontrarlo, dio media vuelta rápida. La vista del muchacho que tan desatinado corría hízole suponer que aquél era el ratero, y lanzando un: «¡Al ladrón!», con toda la fuerza de sus pulmones, emprendió su persecución sin soltar el libro.

No faltó quien hiciera coro a los gritos del caballero del libro. El
Truhán
y Bates, a quienes no convenía llamar la atención corriendo, se habían escondido en el primer portal que les salió al paso después de doblar la esquina; pero no bien llegaron a sus oídos los gritos del caballero y vieron la velocidad con que Oliver corría, dándose cuenta cabal del estado de cosas, salieron a la calle y se unieron al grupo de los buenos ciudadanos, gritando más alto que nadie: «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!» Buenos filósofos había tenido Oliver por maestros; pero desconocía la teoría de aquel axioma admirable según el cual es la conservación propia la primera y más sagrada de las leyes naturales. Acaso si la hubiese conocido se habría preparado para substraerse al rayo que sobre su cabeza se estaba forjando; pero su ignorancia sirvió para acrecentar su espanto, y el acrecentamiento de su espanto se tradujo en acrecentamiento de velocidad dada a sus piernas, que le llevaban con la celeridad del viento, seguido por el caballero y sus compañeros los rateros, que no daban reposo a sus gargantas.

El grito de «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!» parece evocación mágica. El tendero abandona su mostrador no bien lo oye, el carretero su carro, arroja el carnicero su cuchilla, tira el panadero su canasto y la lechera su cántaro, el mozo de cordel deja su carga, el escolar sus libros, el empedrador su pico y el niño su raqueta, y todos corren, y todos se lanzan en revuelto desorden, chillando, rugiendo, aullando, atropellando a los transeúntes, excitando a los perros y ahuyentando a los volátiles. En calles, plazas y paseos resuena el mismo grito ensordecedor: «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!», grito que lanzan cien gargantas, grito que repiten una y mil veces, y el estruendo crece, y crecen también las turbas, y todos corren desatinados, saltando sobre el lodo de las calles que salpica sus rostros. Las ventanas se abren, todas las puertas vomitan gente, todos dejan sus ocupaciones, y hasta los titiriteros se ven en un abrir y cerrar de ojos abandonados por sus espectadores, que han corrido a unirse a las turbas y entonan con nuevo vigor el grito «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!» «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!» ¡Arraiga muy hondo en el corazón humano la pasión por
dar caza
a algo! Un infeliz muchacho, falto de alientos, rendido, reflejando en su semblante el terror que le mata y en sus ojos la espantosa agonía que le aflige, sudando a mares, casi sofocado, redobla sus esfuerzos para librarse de los que con saña le persiguen; pero le van a los alcances, le ganan terreno por momentos, y en la proporción en que decrecen sus fuerzas aumentan en intensidad los gritos «¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Detenedlo, por favor»!

¡Al fin le detienen!... ¡Ya le han cogido! ... ¡Hermosa hazaña! ¡Tendido le tienen sobre el arroyo, y en torno suyo se agrupa la gente, que hasta lucha y riñe para no privarse de la satisfacción de verle!

—¡Despejen ustedes! ¿No ven que se ahoga? ¡Déjenle respirar!

—¡No lo merece el miserable!

—¿Dónde está el caballero?

—No tardará en llegar... Ya está cerca.

—Abran paso a este caballero.

—¿Es éste el muchacho?

—Sí.

Yacía Oliver sobre el suelo, cubierto de pies a cabeza de lodo y de tierra, sangrando copiosamente por la boca y mirando con ojos de espanto a los que le rodeaban, cuando algunos oficiosos le llevaron, abriéndole paso a fuerza de puños, hasta el centro del círculo.

—¡Sí! —dijo el caballero—. ¡Me temo que sea ése el muchacho!

—¡Se lo teme! —murmuraron las turbas—. Debía alegrarse, por el contrario.

—¡Pobre muchacho! —replicó el anciano—. ¡Está herido!

—¡Gracias a mí! —contestó un ganapán adelantándose—. Le di un puñetazo de los míos... Por cierto que me corté los nudillos al dar con ellos en su boca. Yo le detuve, caballero.

Al mismo tiempo que así hablaba llevó la mano a la gorra y sonrió estúpidamente, abrigando a no dudar la esperanza de que el caballero premiaría con alguna propina su heroicidad. Llevóse un chasco. El anciano le miró con expresión de disgusto y tendió alrededor miradas inquietas, como si buscara manera de escapar de aquellas turbas, lo que probablemente habría hecho dando así ocasión a una nueva caza, de no haberse presentado en aquel punto un agente de policía, últimas personas que por regla general llegan en casos semejantes, y agarrando por el cuello a Oliver.

—¡Arriba! —dijo con aspereza.

—¡No fui yo, señor! ¡Fueron otros dos muchachos, lo juro! —exclamó Oliver, retorciéndose las manos con desesperación y mirando alrededor—. Deben estar por aquí...

—¡No, hombre, no! ¡No los busques! —replicó el policía, quien creyendo chancearse, decía la verdad, pues tanto el
Truhán
como Bates habían dado
esquinazo
a las turbas en la ocasión primera que se les deparó—. ¡Vaya! ¡Arriba, he dicho!

—¡No le trate usted con severidad! —exclamó el compasivo caballero.

—¡Oh, no! ¡No pienso hacerle ningún daño! —replicó el policía rasgando de un tirón la chaqueta de Oliver como para demostrar con hechos la suavidad de sus maneras—. ¡Vamos, buena pieza! ¡Te conozco muy bien, tunante! ¿Pero vas a sostenerte sobre tus patas, demonio?

Oliver, que apenas si podía mantenerse en pie, se levantó con trabajo y fue arrastrado por el policía. Siguióles el anciano, quien se colocó al lado del policía. Algunos curiosos quisieron prolongar por más tiempo la distracción, y siguieron al grupo durante algunos minutos, y los pilluelos proferían gritos de alegría, clavadas sus miradas en el desventurado Oliver.

Capítulo XI

Que trata del magistrado de policía señor Fang y ofrece un ejemplo de su manera de administrar justicia

Habíase cometido el robo en el distrito de un juzgado central muy conocido y a corta distancia del edificio en que aquél funcionaba, y como consecuencia, las turbas hubieron de renunciar al Placer de escoltar a Oliver no bien le hubieron acompañado durante el recorrido de dos o tres calles. Al llegar al lugar llamado Mutton-Hill, hicieron entrar al ladronzuelo por debajo de una bóveda de escasa elevación a un patio muy sucio que daba acceso a la sala de justicia. En el patio encontraron a un hombretón de descomunales patillas que llevaba en la mano un manojo de llaves.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó con indiferencia.

—¡Nada! ¡Un raterillo! —contestó el agente de policía.

—¿Es usted el robado, caballero? —preguntó el de las llaves al anciano.

—Sí, soy yo —respondió el interrogado—, pero no puedo asegurar que fuera este muchacho el que me quitó el pañuelo. Yo... quisiera que no se le tratase con rigor.

—Es preciso ver antes al señor magistrado —replicó el hombretón—. Dentro de medio minuto estará Su Señoría en disposición de oírnos. ¡Por aquí, tunante!

Estas últimas palabras eran una invitación dirigida a Oliver para que entrase por una puerta, que el de las patillas abrió mientras hablaba, y que conducía a un cuartito cuyos muros eran de mampostería. Allí fue registrado el muchacho, y como nada le encontraran encima, dejáronle solo y encerrado.

Por su forma y dimensiones, el cuarto parecía un sótano, aunque con menos luz de la que éstos suelen tener. Estaba sucio hasta lo inconcebible, sin duda porque, como era lunes, habían pasado en él la noche del domingo seis u ocho borrachos, poniéndolo perdido. Por supuesto, que esto no tiene importancia. En nuestras delegaciones encierran todas las noches a hombres y mujeres por los motivos más frívolos en mazmorras inmundas comparadas con las cuales son verdaderos palacios las celdas que en Newcastle ocupan los facinerosos más repugnantes después de presos, juzgados y condenados. Si hay quien dude de mi aserto, tómese la molestia de visitar unas y otras y comparar.

Tan afligido parecía el anciano como el mismo Oliver. Cuando vio que el de las barbas hacía girar la llave en la cerradura, exhaló un suspiro profundo y, mirando al libro, causa inocente de lo que pasaba, murmuró, paseando por el patio con aire preocupado:

—Algo advierto en la cara de ese muchacho que me interesa y conmueve. ¿Será inocente? Voy sospechando que sí... ¡Es particular! —añadió, poniendo fin brusco a su paseo y clavando los ojos en la atmósfera—. ¿Dónde he visto yo antes una cara como la suya?

Al cabo de breves instantes de inmovilidad, el caballero se retiró a un rincón del patio, donde evocó todas las caras que en su vida había tenido ocasión de ver.

—¡No! —dijo después de un rato de meditación profunda—. ¡Debo estar engañado!

Lejos de darse por convencido, insistió con nuevos bríos en su labor imaginativa. Ante el conjuro de su voluntad potente se rasgaron las tinieblas que envolvían su pasado, y surgieron ante sus ojos caras de amigos y caras de enemigos, caras de doncellas frescas y hermosas que la zarpa cruel de los años había trocado en apergaminadas viejas, caras que la tumba había destruido, pero que su fantasía, más potente que la misma tumba, reconstituyó engalanándolas con la lozanía y belleza que en vida tuvieron, devolviendo el brillo a sus ojos y el encanto a su sonrisa, dotándolas de un alma más radiante, más pura y más hermosa que la que les sirvió de carroza en su glorioso viaje a los cielos.

¡Imposible! El buen caballero no recordó un rostro determinado del que los rasgos característicos de Oliver fueran imagen. Exhaló otro suspiro sobre los recuerdos que acababa de evocar y, como buen distraído que era, no tardó en engolfarse de nuevo en la lectura del libro.

Interrumpió su ocupación el de las llaves, quien, tocándole en un hombro, le suplicó que le siguiera. El buen anciano cerró el libro y momentos después se encontraba ante la imponente y famosa persona llamada el señor Fang.

Era la sala de justicia una estancia cuyos muros tenían zócalos de madera que llegaban hasta la mitad de su altura. En el fondo estaba sentado, detrás de una mesa, el señor Fang, y a uno de los lados de la puerta había un banquillo de madera, en el cual estaba ya sentado Oliver, temblando y muerto de miedo ante lo pavoroso de la escena.

El señor Fang era de mediana edad, de mediana estatura, de espaldas más que medianamente anchas, de cuello más que medianamente rígido y de cabellos más que medianamente escasos. La expresión de sus facciones era dura y el color de su cara de un rojo subido.

Other books

Gangs of Antares by Alan Burt Akers
Peggy Gifford_Moxy Maxwell 02 by Does Not Love Writing Thank-You Notes
Skies of Ash by Rachel Howzell Hall
Orlando by Virginia Woolf
Night School - Endgame by C.J. Daugherty
Strangers by Mary Anna Evans
The Baby Group by Rowan Coleman