Authors: Charles Dickens
—Un momento, querida mía —dijo el judío, entregándole una cestita cubierta—. Lleva esto en la mano, y presentarás un aspecto más respetable.
—Dale una llave de buen tamaño para que la lleve en la otra mano —insinuó Sikes—. Así representará su papel más al natural.
—¡Sí, sí! —exclamó el judío, colgando de uno de los dedos de la mano derecha de la joven una llave mayúscula—. ¡Es verdad! ¡Magnífico, querida! ¡Estás admirable! —terminó, frotándose las manos.
—¡Oh, mi hermano querido! ¡Mi desgraciado, mi inocente, mi angelical hermanito! —exclamó Anita, vertiendo raudales de lágrimas, y apretando con mano convulsa la cesta y la llave, cual si se debatiera en las amargas agonías de la desesperación—. ¿Qué ha sido de mi pobrecito hermano? ¿Dónde le han llevado? ¡Oh, caballero! ¡Compadézcanse de mí, y díganme por piedad qué ha sido de mi hermanito! ¡Háganlo, caballeros, háganlo, por favor!
Pronunciadas las palabras que quedan copiadas con voz lastimera entrecortada por los sollozos, con alegría indecible de los que la escuchaban, Anita calló, hizo algunos guiños graciosísimos, se inclinó profundamente ante sus oyentes, y salió.
—¡Oh! ¡Es lista, amigos míos, lista como la que más! —exclamó el judío, volviéndose, hacia sus discípulos y moviendo la cabeza con gravedad, como para recomendarles que procurasen seguir el brillante ejemplo que la joven acababa de darles.
—Hace honor a su sexo —contestó Sikes, llenando otro vaso y descargando sobre la mesa un puñetazo terrible.
—¡Bebo a su salud, y hago votos porque su conducta tenga imitadores!
Mientras todos los presentes se esforzaban por prodigar encomios a Anita, ésta se encaminaba al juzgado de guardia, al cual no tardó en llegar sana y salva, aunque probablemente debió experimentar en el camino ese sentimiento de timidez natural común a todas las jóvenes que se encuentran solas y sin protección en la vía pública.
Entró en el juzgado de guardia por la parte trasera, encaminándose en derechura a una de las celdas cerradas, en cuya puerta llamó suavemente con la llave que en la mano llevaba.
Escuchó; pero, como no contestaran, tosió, y volvió a esperar. Continuó el silencio en el interior de la celda, y entonces se decidió a hablar.
—¡Oliver... querido mío! —llamó Anita con voz dulce—. ¡Oliver! ...
No había allí más que un mísero vagabundo, preso por haber cometido el horrendo crimen de tocar la flauta, Probada su culpabilidad, demostrada con plena evidencia la exactitud del acto delictivo perpetrado contra la sociedad, fue condenado por el justiciero señor Fang a un mes de prisión correccional. En la sentencia hizo constar el mencionado señor Fang el siguiente considerando, tan gracioso como apropiado al caso: «Considerando que el criminal disponía de tiempo sobrado, que dedicaba a tocar la flauta; considerando que este ejercicio es poco sano, y en cambio nada es tan, higiénico como el trabajo corporal, se entenderá que el mes de prisión correccional lleva como accesoria los trabajos forzados» Tal era, pues, el réprobo que ocupaba la celda a cuya puerta llamó Anita, el cual no contestó porque no tenía potencias ni sentidos más que para llorar mentalmente la pérdida de la flauta, confiscada en favor del Estado. Anita llamó en la puerta de la celda contigua.
—¿Quién va? —preguntó una voz débil y temblorosa.
—¿Hay ahí encerrado un muchacho? —inquirió Anita, no sin que a guisa de preámbulo precediera a la pregunta el correspondiente sollozo.
—¡No! —respondió la voz—. ¡No lo permita Dios!
El que así contestaba era un criminal peligroso de unos sesenta y cinco años de edad, a quien habían metido en la cárcel por
no tocar
la flauta... En otras palabras: por pedir limosna públicamente sin hacer cosa alguna para ganarse la vida.
Ocupaba la tercera celda un forajido que iría a presidio por vender jarros y cacerolas sin autorización, es decir, por trabajar para ganarse el sustento con menosprecio y perjuicio de la Hacienda Pública.
Como ninguno de los criminales mencionados respondía al nombre de Oliver, ni daba razón del muchacho, Anita abordó resueltamente al guardián de las barbas y del manojo de llaves, a quien conocen ya mis lectores, y a vuelta de mil suspiros y otros tantos sollozos, preguntó por su idolatrado hermanito.
—No está aquí, querida —contestó el interrogado.
—¿Dónde está, pues? —preguntó Anita, dando a sus palabras un tono desgarrador.
—Se lo llevó el caballero.
—¿Qué caballero? ¡Dios mío!.. ¿Pero qué caballero?
Al fin de dejar satisfecha de una vez a la joven, librándose de paso de contestar sus preguntas incoherentes, el funcionario judicial refirió a la desolada hermana que Oliver se había desmayado en la sala del tribunal, y que habiéndose presentado un testigo a demostrar que el robo que se le atribuía había sido cometido por otro muchacho, tuvo el juez a bien declararle absuelto, a raíz de lo cual el acusador se llevó al muchacho, todavía desmayado, a su propio domicilio, que debía estar hacia Pentonville, si no mentían las señas que aquél dio al cochero.
Debatiéndose en un mar agitado de dudas y de ansiedades, la dolorida joven se dirigió con paso vacilante hacia la puerta, donde sin duda debió recobrar todas sus fuerzas, pues regresó con paso rápido, firme y seguro a la casa del judío, siguiendo la ruta más tortuosa y complicada que pudo imaginar.
No bien conoció Guillermo Sikes el resultado de la comisión desempeñada por Anita, se caló el sombrero y salió como una flecha, sin tomarse la molestia de despedirse de sus compañeros.
—¡Es preciso averiguar dónde está! —exclamó el judío sin poder disimular su agitación—. Hay que encontrarle a todo trance. Tú, Bates, sal inmediatamente y no vuelvas a casa hasta que me traigas noticias suyas... Anita, querida mía, es preciso que me le encuentres... En ti confío... y en el
Truhán.
¡Esperad un momento! —añadió, abriendo con mano trémula un cajón—. Tomad dinero, amigos míos. Esta noche cerraré la tienda... ya sabéis dónde podéis encontrarme. No perdáis tiempo, queridos, ni un segundo.
Hablando de esta suerte les acompañó hasta la escalera, cerró con dos vueltas de llave la puerta y sacó la cajita que bien a su pesar dejara otro día ver a Oliver. Con gran precipitación guardó en sus bolsillos los relojes y joyas que aquélla contenía.
No había terminado la operación, cuando recibió un susto mayúsculo al oír que llamaban a la puerta.
—¿Quién va? —preguntó temblando.
—Soy yo —contestó el
Truhán,
pegados los labios al ojo de la llave.
—¿Qué pasa? —inquirió el judío con impaciencia.
—Anita quiere saber si debemos encerrarlo en la otra guarida.
—Lo primero es encontrarle, que yo sabré lo que después debe hacerse: no tengas cuidado.
Murmuró el
Truhán
algunas palabras entre dientes, y bajó apresuradamente la escalera para no hacer esperar a sus compañeros.
—No ha hablado hasta ahora —dijo para sí el judío—. Si su intención es hablar demasiado, todavía es tiempo de cerrarle la boca.
Nuevos detalles sobre la estancia de Oliver en casa del señor Brownlow y vaticinio hecho por cierto señor Grimwing acerca del resultado de una comisión encargada al muchacho
Repuesto muy en breve Oliver del desmayo que la brusca exclamación del señor Brownlow le produjera, tanto este señor como la enfermera evitaron con diligencia volver a hablar del retrato, entablando una conversación que no versó ni sobre la historia ni sobre el porvenir de Oliver, sino sobre cosas encaminadas a distraerle sin producirle impresiones fuertes. No se sentó a la mesa a la hora de comer porque su debilidad era mucha para consentirlo; pero cuando a la mañana siguiente bajó al cuarto de la señora que le atendió y cuidó durante su enfermedad, lo primero que hizo fue dirigir una mirada a la pared, llevado de la esperanza de encontrar allí el retrato de la hermosa señora. El retrato había desaparecido.
—No está ya, ¿eh? —dijo la señora Bedwin, que había seguido la dirección de la mirada de Oliver.
—En efecto —contestó Oliver exhalando un suspiro—. ¿Por qué lo han quitado?
—Lo hemos quitado, hijo mío, porque dijo el señor Brownlow que la vista del retrato te hacía daño y acaso retardase tu curación.
—¡Oh, no! ¡No me hacía daño, señora! Me agradaba verlo... ¡Lo quería tanto!
— ¡Bien, bien! Procura ponerte bueno pronto, y yo te aseguro que el retrato volverá a su sitio. Hablemos ahora de otra cosa.
Fue lo único que por entonces pudo saber Oliver acerca del retrato en cuestión. Agradecido el muchacho a la tierna solicitud con que la buena enfermera le trataba, esforzóse por olvidar el asunto y prestó toda su atención a las historias y cuentos que aquélla le contó acerca de una hermana suya, buena y hermosa, casada con un hombre bueno y guapo, que vivía en el campo, y acerca de un hijo que estaba de dependiente en el establecimiento de un comerciante de las Indias Occidentales, que también era joven y muy bueno, y le escribía tres o cuatro veces cada año cartas tan cariñosas, que sólo su recuerdo llenaba de lágrimas sus ojos. Luego que la buena señora explicó a su sabor los méritos y perfecciones de sus virtuosos hijos, sin olvidar los de su excelente marido, fallecido ya, ¡pobrecillo!, veintiséis años antes, hubo de suspender la narración de tan interesantes historias para tomar el té pues era ya la hora, y después del té, enseñó a Oliver a jugar un juego de naipes, que el muchacho aprendió con rapidez asombrosa, juego que les entretuvo hasta que llegó, para el enfermito la hora de tomar un vaso de vino generoso caliente mezclado con agua y una tostadita, refrigerio precursor de la cama.
Felices, muy felices, fueron los días de la convalecencia de Oliver. Respiraba tal ambiente de tranquilidad, lo veía todo tan limpio, tan ordenado, hacíanle objeto de cuidados y atenciones tan tiernas, que acordándose del ruido, de la turbulencia, de la agitación que fue siempre su medio ambiente, creía encontrarse en un paraíso de delicias. No bien recobró fuerzas bastantes para vestirse y andar, el señor Brownlow le compró un traje nuevecito, sin olvidar su gorra y zapatos, manifestando al propio tiempo a su protegido que podía hacer con el viejo lo que le acomodara. Oliver lo regaló todo a una criada que le había atendido con solicitud cariñosa durante su enfermedad, topándole que lo vendiera a cualquier judío y se quedara con su valor. La sirvienta no se lo hizo repetir. Oliver, que desde una ventana presenció la venta, y vio cómo el judío guardaba todas las prendas en un saco y se alejaba, experimentó viva alegría al pensar que no existían probabilidades de que jamás aquellas prendas volvieran a adornar su cuerpo. En rigor, eran una colección de harapos, pues el pobre muchacho no había tenido hasta entonces la satisfacción de vestir una prenda nueva.
Ocho días después de la escena del retrato, encontrábase Oliver departiendo alegremente con la señora Bedwin, cuando recibió recado del señor Brownlow, quien le manifestaba que, si Oliver Twist se sentía bien, desearía verle en su despacho para hablar con él un ratito.
—¡Dios mío! ¡Levántate, hijo mío, y deja que te peine! —exclamó la señora Bedwin—. ¡Señor! ¡No haber sabido que pensaba llamarte, pues te hubiera puesto un cuello limpio para que estuvieras hermoso como un sol!
Obedeció Oliver las órdenes de la anciana, la cual, aunque lanzó al aire mil y mil lamentaciones, no bien le arregló la cabeza, encontróle tan delicado y hermoso, que llegó en su entusiasmo a decir, previo examen de cabeza a pies, que le parecía imposible que en tan breve espacio de tiempo hubiera podido ganar tanto.
El muchacho, animado por las entusiastas ponderaciones de la anciana llamó con los nudillos en la puerta del despacho de su protector, y al entrar, después de oír la frase sacramental de
adelante,
encontró al señor Brownlow en una estancia reducida, escondida en el centro de la casa, cuyas paredes desaparecían detrás de las estanterías llenas de libros que la cubrían. La habitación tenía una ventana que daba a unos jardines preciosos, frente a la cual estaba la mesa de trabajo ante la que encontró sentado al cariñoso anciano. Cuando éste vio entrar a Oliver, dejó vivamente el libro que estaba leyendo e hizo que el muchacho se acercara y sentara a su lado. Obedeció Oliver, maravillándose de que hubiera en el mundo mortal que pudiera leer tantos libros, que seguramente bastaban y aun sobraban, para hacer sabio a todo el género humano. No es de admirar que se maravillase, pues muchos, de bastante más experiencia que Oliver Twist, no aciertan a comprender el fenómeno de que, habiendo tantos libros, haya tan pocos sabios.
—Muchos libros y muy buenos, ¿no es verdad, hijo mío? —preguntó con dulzura el señor Brownlow al reparar en la curiosidad con que Oliver contemplaba los estantes.
—Muchos, sí, señor; nunca tuve ocasión de ver tantos —contestó Oliver.
—Todos podrás leerlos si te portas bien —observó el caballero—. Por cierto que su lectura te agradará mucho más que sus cubiertas... es decir, no siempre, pues libros hay cuyo mérito único está en la encuadernación.
—Serán esos tan grandes, señor —dijo Oliver, extendiendo el brazo hacia unos volúmenes en cuarto mayor, cuyos lomos ostentaban hermosos relieves dorados.
—No me refiero a ésos precisamente —replicó el anciano, dando unos golpecitos en la espalda al muchacho—. Otros hay que pesan tanto como éstos, aun cuando sus dimensiones sean muchísimo más pequeñas. ¿Te gustaría llegar a ser un sabio y escribir libros, hijo mío?
—Creo que preferiría leerlos, señor.
—¡Cómo! ¿No te agradaría ser autor?
Al cabo de algunos momentos de reflexión, contestó Oliver que, a su juicio, era mejor el oficio de librero que el de autor, contestación que hizo reír de muy buena gana al caballero, quien concluyó por declarar que no dejaba de estar en su punto la respuesta. Huelga decir que Oliver quedó sumamente satisfecho, bien que sin comprender el porqué de la risa de su protector.
—¡Bien, hijo mío, bien! —exclamó el señor Brownlow con seriedad—. No te asustes, que mientras haya un oficio que aprender, te prometo que no serás autor.
—Gracias, señor, muchas gracias —respondió Oliver, con entonación que arrancó nuevas risas al anciano, a la par que murmuraba entre dientes algo acerca del instinto.
—Ahora, hijo mío, necesito que prestes toda tu atención a lo que voy a decirte —repuso el señor Brownlow, hablando con entonación más dulce, si cabe, a la par que con solemnidad excepcional—. Voy a hablarte sin rodeos ni reservas, seguro de que estás en estado de comprenderme tan bien como si fueras hombre de más edad.