Oliver Twist (25 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Oliver Twist
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—Supongo —repuso Fajín, clavando sus ojillos en Oliver—, que te agradará saber a qué vas a la casa de Guillermo, ¿eh?

Encendióse el rostro de Oliver al comprender que el viejo leía como en libro abierto en su pensamiento, pero sobreponiéndose a su turbación, contestó resueltamente:

—Es verdad, quisiera saberlo.

—Pues qué, ¿no lo adivinas? —preguntó el judío, eludiendo la cuestión.

—No, señor —respondió Oliver.

—¡Bah! —exclamó el judío, dejando de examinar el rostro del muchacho—. Ten paciencia, que Guillermo te pondrá al corriente de todo.

Pareció contrariar al judío el hecho de que Oliver no manifestara más curiosidad por conocer de qué se trataba; pero a bien que no selló los labios del muchacho la falta de curiosidad, sino la inquietud, la turbulencia de sus propios pensamientos. Hubiera preguntado de buen grado, y no le fue posible en los primeros momentos, y cuando repuso algún tanto, no volvió a presentársele ocasión, porque el judío no desarrugó el entrecejo ni volvió a hablar palabra hasta que cerró noche.

—Puedes encender luz —dijo judío, poniendo una vela sobre mesa—, y distraerte leyendo este libro hasta que vengan por ti. Buenas noches.

—Buenas noches —contestó Oliver.

Encaminóse Fajín hacia la puerta pero sin dejar de mirar de soslayo al muchacho. De pronto hizo alto, y llamó por el nombre a Oliver.

Alzó el desventurado la cabeza, el judío le hizo una seña para que encendiera la vela. Obedeció Oliver, y al colocar el candelero sobre la mesa, observó que el viejo le contemplaba con fijeza desde el extremo de la estancia.

—¡Mucho cuidado, Oliver, mucho cuidado! —dijo moviendo la mano derecha en forma harto significativa—. Es un hombre excesivamente duro, un bruto, que no repara en libra de sangre más o menos a poco que se irrite. Suceda lo que suceda, no digas palabra y haz todo todo cuanto te mande. ¡Repito cuidado!

Recalcando extraordinariamente la última palabra, dejó que la dureza de su expresión fuera poco a poco resolviéndose en una sonrisa siniestra y, previa una inclinación de cabeza, se fue.

Oliver, en cuanto se encontró solo, hundió la cara entre las manos y dióse a reflexionar con angustia sobre las palabras de Fajín. Cuando más vueltas daba en su imaginación a las recomendaciones del judío, menos acertaba ni conjeturaba el alcance y significación de las mismas. ¿Perseguirían algún objetivo criminal? ¿Pero qué proyectos eran visibles en casa de Sikes, que no lo fueran también en la del judío? A fuerza de meditar, llegó a convencerse de que le enviaban para que se encargara del desempeño de las faenas domésticas hasta tanto encontrase Sikes otro muchacho más idóneo para el caso. Si ése era el objeto, había sufrido demasiado en la casa del judío para que la perspectiva de un cambio de colocación arrancase a sus ojos lágrimas muy amargas. Permaneció algunos minutos sumido en estos pensamientos, y luego, exhalando un suspiro y despabilando la vela, abrió el libro que para entretenerse le dejara Fajín y comenzó a leer.

Hojeó al principio sus páginas sin prestar atención a lo que leía; mas habiendo encontrado un párrafo que despertó su atención, no tardó en consagrarla completa a la lectura. Era la historia de la vida y hechos gloriosos de los grandes criminales. En aquellas páginas, manchadas y manoseadas millares de veces, pudo leer Oliver la narración de crímenes espantosos que helaban la sangre en las venas, de asesinatos misteriosos perpetrados en encrucijadas o caminos solitarios, de cadáveres arrojados al fondo de fosos o de pozos profundos que, no obstante su profundidad, al cabo de los años concluían por devolverlos a la luz del sol, enloqueciendo a los asesinos que les arrancaron la vida e inoculando en sus negras almas tal pánico, que ellos mismos confesaban a grito herido su delito y clamaban por la horca, a fin de que ésta viniera a poner término a sus horribles remordimientos. Leyó también de hombres que, sucumbiendo (según ellos) a tentaciones que en sus lechos les asaltaron, se levantaron a media noche y cometieron horrores cuyo solo pensamiento ponía los pelos de punta. Las escenas aparecían pintadas en el libro tan gráficamente y con colores tan vivos, que las grasientas páginas tomaron a los ojos de Oliver el tono rojo de la sangre, y las palabras impresas en las mismas sonaban en sus oídos como gemidos ahogados, como susurros siniestros emitidos por los espectros de las víctimas.

En el paroxismo del terror, Oliver cerró el libro y lo arrojó lejos de sí; y luego, cayendo de rodillas, pidió con fervor a Dios que le librara de cometer hazañas semejantes, quitándole la vida antes que permitirle que fuera culpable. Poco a poco fue serenándose, y con voz débil y temblorosa pidió a los Cielos que le salvaran de los peligros de que se veía cercado, y que, si algún auxilio habían de aportar al pobre niño abandonado, que nunca conoció el cariño de los amigos ni el dulce amor de los suyos, se lo prestaran en aquel trance, cuando desesperado y sin humano apoyo, hallábase a merced de hombres perversos y criminales.

Había terminado su plegaria y continuaba aún de rodillas y con la cara entre las manos, cuando le devolvió al mundo de la realidad un rumor que oyó cerca de sí.

—¿Quién va? —preguntó estremecido, viendo un bulto en el umbral de la puerta—. ¿Quién es?

—Yo... yo sola —contestó una voz temblorosa.

Oliver levantó sobre su cabeza el candelero y miró hacia la puerta. La que acababa de llegar era Anita.

—Baja la luz —dijo la joven volviendo la cabeza—, me hace daño a la vista.

Como Oliver observara que Anita estaba intensamente pálida, preguntóle si se encontraba enferma. La joven se dejó caer pesadamente sobre una silla, volvió la espalda a Oliver, y comenzó a retorcerse las manos sin contestar.

—¡Dios me perdone! —exclamó al cabo de un rato—. ¡No había yo pensado en esto!

—¿Ocurre algo? —preguntó Oliver—. ¿Puedo serle útil? Mándeme, que lo que yo pueda, lo haré con gusto.

Anita se agitó violentamente, llevó una mano a su garganta, exhaló un gemido sordo y buscó aire que respirar.

—¡Anita! ¿Qué tiene usted? —preguntó Oliver alarmado.

La joven se golpeó las rodillas con las manos y el suelo con los pies, y luego, deteniéndose de pronto, comenzó a dar diente con diente y se arrebujó en el chal.

Oliver avivó el fuego; Anita acercó a éste su silla, guardó silencio durante algunos momentos, y al fin alzó la cabeza y miró en su torno.

—No sé lo que algunas veces me sucede —dijo, fingiendo arreglar con ansiedad el desorden de sus vestidos—. Será efecto de la humedad de esta habitación repugnante sin duda. ¿Estás ya dispuesto, querido Oliver?

—¿Es que me voy con usted? —preguntó el muchacho.

—Sí. Vengo de parte de Guillermo para llevarte conmigo.

—¿Para qué? —preguntó Oliver retrocediendo.

—¿Para qué? —repitió la joven, alzando los ojos y separándolos tan pronto como su mirada encontró a la del muchacho—. ¡Para nada malo, desde luego!

—¡No lo creo! —replicó Oliver, que observaba con ojo penetrante a Anita.

—Como quieras —dijo la joven con sonrisa forzada—. Para nada bueno, entonces.

Observó Oliver que ejercía alguna influencia sobre la sensibilidad de Anita y concibió por un momento la idea de apelar a su conmiseración; pero de repente se le ocurrió que no eran aún las once y que las calles debían estar muy concurridas, En este caso, personas buenas encontraría que darían crédito a sus palabras. Hecha esta reflexión, se puso en pie con vivacidad y dijo que estaba dispuesto.

Ni los pensamientos del joven ni el proyecto que acababa de elaborar en su imaginación escaparon a penetración de Anita, la cual, fija en Oliver su mirada, y con expresión que indicaba bien a las que había comprendido su pensamiento, dijo, señalando la puerta tendiendo en derredor miradas cautelosas.

—¡Imposible, pobre amigo mío! No puedes escapar. He hecho por ti cuanto he podido para que huyeras, pero no hay remedio. Estás cercado por todas partes, y si alguna vez has de escapar, cree que no será en esta ocasión.

El acento enérgico de la joven llenó de asombro a Oliver. Que hablaba con formalidad, harto lo demostraban la palidez de su cara y el temblor de sus miembros.

—Te libré una vez de crueles tratos —continuó la joven—, te libraré otras, y te estoy librando en ese momento, pues aquéllos en cuyo poder estás, con mayor dureza te tratarían si no fuera yo. He prometido que me seguirás sumiso y silencioso; si así no lo haces, no has de conseguir otra cosa que empeorar tu reputación y perjudicarme a mí... ser tal vez causa de mi muerte. ¡Mira! Esto te dará idea de lo que por causa tuya he sufrido... tan cierto como Dios está en el Cielo.

Esto diciendo, la joven enseñó a Oliver sus brazos y cuello cubiertos de cardenales.

—¡No olvides lo que has visto —repuso la joven hablando con rapidez vertiginosa—, y procura no aumentar en este instante mis sufrimientos! Si pudiera ayudarte, con alma y vida lo haría; pero no me es posible. No piensan hacerte daño, y ten en cuenta que de lo que te obliguen a hacer, no puedes tú ser responsable... ¡Chitón! Cualquier palabra tuya me hace daño... Dame la mano... ¡Deprisa, deprisa! Dame la mano.

Tomó Anita la mano que Oliver le tendió maquinalmente y, apagando la vela, le condujo a la escalera. La puerta que daba salida a la calle les fue franqueada por alguien oculto en la obscuridad, quien la volvió a cerrar no bien salieron aquellos. En la calle esperaba un coche. Con la misma vehemencia con que hablara antes a Oliver obligó a éste a montar en el coche a su lado y bajó inmediatamente las cortinillas. El cochero, sin esperar instrucciones, descargó un fustazo al caballo, el cual Partió con la rapidez del viento.

Anita continuaba oprimiendo la mano de Oliver y, dirigiéndole en voz baja recomendaciones, consejos, advertencias. El viaje fue tan rápido, que antes que el muchacho pudiera darse cuenta cabal de lo que le ocurría, antes que supiera dónde se encontraba y cómo había llegado, el coche hacía alto frente a la casa a la cual dirigiera el judío su paso la noche anterior.

Dirigió Oliver una mirada de desesperación a la solitaria calle y hasta vagó por sus labios un grito en demanda de socorro; pero continuaba sonando en su oído la voz de la joven, voz que con acento de desgarradora agonía le suplicaba que no la comprometiese, y el desdichado no tuvo valor para gritar. Mientras duraron sus vacilaciones perdió la oportunidad, pues cuando aquéllas cedieron, no era ya tiempo. encontrábase va dentro de la casa, cuya puerta había vuelto a cerrarse.

—Por aquí —dijo la joven, soltando la mano de Oliver—. ¡Guillermo!

—¿Qué hay? —contestó Sikes, apareciendo en lo alto de la escalera con una vela en la mano—. Llegáis a tiempo... Sube.

Para un hombre del carácter de Sikes, aquellas palabras eran una acogida cordial que evidenciaban intensa satisfacción. Anita, agradecida al recibimiento, saludó complacida.

—He mandado fuera al perro y a Tomás —dijo Sikes—. Cuantos menos bultos, menos estorbos.

—Has hecho bien, contestó Anita.

—¿Conque ya tenemos aquí al corderillo? —dijo Sikes mientras cerraba la puerta de la habitación en la que los recién llegados acababan de entrar.

—Sí, aquí está.

—¿Ha estado quieto?

—Como una oveja.

—Lo celebro por tu pellejo —dijo Sikes con acento feroz —que hubieras sufrido graves deterioros si te hubieses portado mal. Ven acá, rapaz, que voy a leerte un cuento que te conviene no olvidar.

Mientras dirigía las palabras anteriores a su nuevo discípulo, Sikes quitó a éste la gorra de la cabeza y la arrojó a un rincón, y luego, agarrándole por un brazo, le llevó hasta la mesa, frente a la cual tomó él asiento mientras, el niño permanecía en pie.

—Ante todo —exclamó Sikes, sacando una pistola del bolsillo—, ¿sabes qué es esto?

—Oliver contestó afirmativamente.

—¡Atención, pues! Esto es pólvora, esto una bala, y esto un pedazo de sombrero que servirá de taco.

Oliver dijo que conocía el uso de los diversos objetos, después de, lo cual, Sikes procedió a cargar la pistola con exquisito cuidado.

—Ya está cargada —dijo al terminar.

—Sí, ya lo veo —contestó Oliver.

—Pues bien —repuso el bandido, agarrando con violencia a Oliver por la muñeca y aplicándole el cañón de la pistola a la sien—, si cuando salgas conmigo de casa, hablas una sola palabra, salvo si yo te pregunto, la carga de esta pistola quedará alojada inmediatamente en tu cabeza. Así pues, si se te ocurriera el desdichado capricho de hablar sin mi permiso, encomienda antes tu alma a Dios.

Luego que barbotó una blasfemia como para dar mayor fuerza a su amenaza, repuso Sikes.

—Si no mienten los informes que sobre ti tengo, nadie ha de venir a pedirme cuentas después que te envíe al otro mundo, así que si no fuera por tu bien, comprenderás que no tendría yo necesidad de darte explicaciones, ¿me entiendes?

—Eso significa sencillamente —dijo Anita con entonación enfática y mirando con ligero ceño a Oliver para que éste se fijara bien en sus palabras—, que si te estorba o contraría en el asunto que traes entre manos, le levantarás la tapa de los sesos para impedir que hable, exponiéndote a que te ahorquen, como te expones a diario por mil otras cosas en el ejercicio de tu arriesgado oficio.

—¡Ni más ni menos! —exclamó Sikes dando muestras de aprobación—. No hay quien gane a las mujeres a explicar con claridad y pocas palabras las cosas ... menos cuando están de mal talante, pues entonces no acaban nunca. Puesto que nos hemos entendido ya, vamos a cenar, y descabezaremos luego un sueño antes de emprender la marcha.

Anita extendió el mantel sobre la mesa y salió, para volver momentos después con un jarro de cerveza y una fuente de cabezas de cordero, que dieron a Sikes ocasión de gastar algunas bromas. Aquel hombre, estimulado de la perspectiva de una expedición lucrativa próxima, estaba de excelente humor, y en un acceso de alegría, parecióle gracioso beberse todo el enorme jarro de cerveza de un trago. Durante el refrigerio, soltaría por su boca sus ochenta blasfemias mal contadas.

Terminada la cena, a la que como se supondrá hizo poco honor Oliver, el bandido apuró dos vasos de aguardiente y se tumbó en la cama, mandando a Anita que le despertase a las cinco en punto, y amenazándola con mil horrores si dejaba incumplida su orden. Oliver, por orden de Sikes, se tendió vestido y calzado sobre un jergón, y la joven, por su parte, sentóse junto a la lumbre a fin de poder despertar a tiempo al ladrón.

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